En definitiva es imposible que yo
llegue a existir. He llegado a esa conclusión esta semana, puesto que nada de
lo que era habitual se ha transformado, movido o desaparecido. Antes habían
pasado cosas como esta, pero no se habían prolongado por mucho tiempo, sin
embargo, esta vez me parece que es el final y que la historia a la que estaba destinado
no llegará a su fin.
Fui creado como un hombre con
carácter seductor y especialista en robarles el corazón a las mujeres, en
cierto grado tenía que ser como don Juan Tenorio o Casanova, pero todo debía transcurrir
en nuestra época, en dos ciudades modernas separadas por el océano. No eran,
por supuesto, París y Buenos Aires para que no se asociaran con los trabajos de
Cortázar, más bien eran dos megapolis muy diferentes como la ciudad de México y
Moscú.
Desde mi temprana juventud tenía
la cualidad de agradarle a las mujeres. Podía permanecer entre ellas siendo
testigo de sus confidencias sin que mi presencia las inmutara en lo más mínimo,
era como si me vieran como a un hermano o a un amigo con el cual no tenían el
más mínimo recato.
Esa confianza y aceptación en los
círculos femeninos de la cual yo era el afortunado poseedor tendría que dejar
una serie de experiencias primordiales para ser un buen seductor y yo lograba
serlo en realidad. La primera prueba de lo dicho anteriormente quedó constatada
cuando me hice amigo de dos compañeras de mi hermana menor, las cuales habían
ido a nuestra casa para hacer un trabajo que tenían pendiente, y en el breve
tiempo que tuve para relacionarme quedé ante ellas como el joven más sincero,
comprensivo y atento que jamás habían conocido.
Como, al crearme, se había puesto
en mis labios todo tipo de adulaciones, era muy difícil que alguien se pudiera
negar a oír las cosas bellas con las que acostumbraba obnubilar a las
representantes del sexo opuesto. Podía con un poco de empeño y dedicación
convencer, incluso, a la chica más reacia, decente, mojigata o guapa para que
se me entregara sin ninguna dificultad. Con el paso de los años mi experiencia
y mi estrategia de seducción se hicieron infalibles. Podía desatar en el
espíritu femenino pasiones que iban más allá de la simple necesidad de ser
poseídas y satisfechas. Lo malo de todo esto, es que ese periodo duró apenas
unos años porque después por algún motivo desconocido empecé a cambiar de una
forma radical yendo en contra de los principios que, se suponía, debía tener
muy bien arraigados. Fue cuando comencé a sospechar de la existencia de un ser
exterior que me mangoneaba a su gusto sin tomar en consideración mi opinión.
II.
La inconformidad y crítica
Un día se tergiversó todo cuando
estaba por seducir a una joven muy guapa de nombre Marina, una rusa
extraordinaria, con una belleza producto de la mezcla de la sangre eslava, o en
términos más exactos caucásica, con hemoglobina escita, del Oriente medio.
En el carácter de esa bella mujer
estaban mezclados el gélido escepticismo siberiano con el apasionamiento de la
raza árabe, era todo un reto conquistarla porque mi esencia de macho latino
tenía al frente una gran prueba.
A lo largo de mis aventuras se me
había dotado del convencimiento y seguridad, cualidades que me hacían superar
las deficiencias físicas, pues me habían engendrado como un hombre de estatura
media, cabeza pelada a rape muy redonda, ojos saltones, moreno y fornido, lo
que estaba muy lejos de semejarme a un Adonis, sin embargo, con mis dotes y mi
gran inteligencia no encontraba ningún problema para obtener lo que deseara y a
quién deseara.
Cuando la vi entrar a la
exposición de pintura en la sala principal de la Casa del Artista en Moscú,
sentí una atracción tan fuerte que no podía despegar mis ojos de su bella
figura, la tela azul satinada de su vestido largo y su pelo negro de caireles
recogidos le daba el toque de una diosa de la antigüedad. Alta, con gran porte
y una mirada tiernamente salvaje dejaba petrificado al más atrevido de los
hombres.
Vi por casualidad, un cuadro
moderno en el que estaban representados Pigmalión y su estatua de Galatea y
pensé que por alguna razón se había puesto en ese momento dicha obra, me
vinieron a la mente esas famosas palabras de Antón Chejov que decía que si
había un fusil en el escenario, entonces tendrían que dispararlo. Lo mismo pasaba con
este lienzo porque si había aparecido Galatea, yo tendría que ser como
Pigmalión enamorándome de ella y deseándola hasta la muerte. Traté de recordar
de qué forma le había implorado el rey de Chipre a Venus que le ayudara a
convertir su sueño en realidad y cuando lo recordé los objetos habían cambiado
de posición y de color.
Al acercarme a la nueva mujer
azul noté que su belleza era banal y austera. Noté que mi traje, elegante hacía
un momento, ahora era un poco viejo y que estaba arrugado y muy ajado. Me
irritó que mi voz sonara diferente y que la tierna y maléfica mirada de mi primera
desaparecida interlocutora Marina, fuera, ahora, la de un halcón hambriento
mirando a su presa. No supe cómo reaccionar y me quedé parado junto a esta
insípida y sosa dama con la mente en blanco. Pasó un instante demasiado largo,
que sospecho sería de algunos días no de los normales sino literarios, hasta
que pude articular una frase estúpida: ¿Ha notado el cambio de la luz?
No hubo respuesta, claro, y en
ese instante comenzaron a desaparecer y aparecer, como por arte de magia,
escenas, diálogos y personas desconocidas. Me sentía como en una presentación
de diapositivas, las cuales se cambiaban a voluntad por alguien que estaba
estropeando toda la secuencia de la historia. Pregunté en voz baja temiendo
hacer el ridículo frente a los sujetos que me miraban en ese momento, pero no
solo no hubo respuesta sino que mi voz ni siquiera se oyó.
Traté de conservar la calma y
analizar la situación con más sangre fría.
Las siguientes ocasiones en que
sucedían cosas incoherentes me tomé la molestia de apuntar en mi memoria todo
lo que sucedía para poderlo analizar en los largos momentos en que me
encontraba solo y no tenía que viajar o mantener conversaciones tontas con
mujeres que carecían de atractivo tanto físico como intelectual.
III.
El conflicto
Intenté de nuevo regresar a la
sala de exposiciones y ponerle punto final a la escena con Marina y no con la
mujer azulada, como la había llamado en el momento en que la vi con sus trapos
baratos de tono turquesa, pero todo fue inútil porque no estaba ni Marina ni la
mujer rapaz. Luego, sucedieron infinidad de acontecimientos en los que me
veía envuelto en relaciones pasionales y desengaños amorosos.
Muchas veces se repetían las
escenas y las opiniones sobre una misma situación se expresaban desde
diferentes puntos de vista. Por ejemplo, el encuentro que tuve en Madrid con
una mujer sensual, misteriosa y desconocida en el salón de la rotonda del hotel
Palace, fue criticado en principio desde la perspectiva, en primera persona, de
un gran seductor en el que la experiencia con una espía de origen holandés le
llevaba a descubrir los misterios eróticos de una sociedad secreta de
cortesanas. Unas páginas después, el mismo suceso se apreciaba desde la
perspectiva de un futuro muy lejano en el que el narrador desglosaba los
sentimientos de cada uno de los partícipes de aquella ardiente noche de amor y
yo, que había sido siempre un seductor de muy alta clase, comenzaba a
quejarme de mi desgracia en el amor y era presa de la depresión senil.
Hubo varios intentos más de ver
ese encuentro como un designio divino, después desde el punto de vista de la
mujer, luego la interpretación de un observador que había seguido con mucha
atención a la pareja y había hecho sus propias deducciones siguiendo un
sistema complicado de deshilado del alma humana, otro aspecto que no dejó de admirarme
fue la opinión del mismo Dalí que lucubraba con la posibilidad de pintar un
cuadro que me representara de forma surrealista mostrando las partes más
sensibles de mi integridad psíquica en el lecho de amor.
Todo ese proceso de alargamiento
de la misma situación y las partes tan pesadas que seguían a cada capítulo me
obligaron a pensar que mi creador tenía un problema físico que se reflejaba
tanto en su carácter como en su forma de escribir.
Tuve la ligera sospecha de que se
trataba del estreñimiento. ¿De qué tipo?- me pregunté.- No será solo físico, es
probable que ese problema de atrición fuera también mental.
Comencé mis indagaciones
repasando palabra por palabra las escenas que ya habían quedado escritas,
entonces se encendió la luz y lo comprendí todo.
Comencé a cambiar los diálogos,
los lugares de encuentro, mi aspecto exterior y mi forma de pensar. Cambié esas
ideas huecas del erotismo como necesidad de reproducción y muerte para
preservar la especie por algo realmente diabólico como lo que hacía el marqués
de Sade o el inocente Gregorio de la Venus de las pieles, convertí a las inocentes
ninfas de belleza angelical en prostitutas, mujeres de prominentes carnes
apretujadas en vestidos estrechos y medias vulgares. Me esforcé por no repetir
ni una sola de las palabras ya mencionadas con anterioridad, como resultado se
produjo el colapso y comencé a oír su voz, su llanto y sus expresiones de
desesperación.
IV.
El final
Con tanto escribir, reescribir,
borrar y corregir el texto, mi inventor empezó a comunicarse conmigo. Fue
entonces cuando le manifesté mi desacuerdo. El escuchaba con claridad mi voz y
yo sentía a través de la tinta las condiciones en las que él se encontraba.
Supe primero su nombre, era Cesar Martín Salomé. Tenía el hábito de fumar, tomaba
mucho café, supuse que mantenía malas relaciones con la gente o simplemente era
indiferente a los encuentros con las personas que lo rodeaban, comía mucha
carne y nunca se negaba a ser seducido por los placeres del alcohol. Era un
lector automatizado que no dejaba pasar ninguna novedad editorial. Tenía una
amante que se preocupaba más por el dinero que por el placer que él le pudiera
proporcionar y, bingo, padecía de estreñimiento desde hacía mucho tiempo.
Le propuse que cambiara su dieta,
que se preocupara por comer más fruta, que evitara la carne y el pan en grandes
cantidades, que hiciera un poco de ejercicio y que se comunicara con la gente.
Todo fue inútil.
En una ocasión discutimos, un día
literario entero, sobre el encuentro debajo de la vistosa rotonda del hotel
madrileño con la misteriosa morena de ojos de zafiro. Le dije a Cesar que no
estaba bien especular tanto con una situación tan elemental, que todo mundo
tenía clarísimo que era una relación mortal por el calibre de los implicados,
sin embargo a él no le interesó y por el contrario dijo que entre más se
estirara el tema y se mirara como una situación imposible en el pasado, como
una situación vista desde el futuro, como una situación paralela a otras
relaciones que se sucedían en el mismo lugar, como la opinión del autor sobre
las relaciones sentimentales de una pareja, incluso desde el punto de vista de
un perro de porcelana que estaba envuelto y medio oculto entre los regalos de
uno de los huéspedes que acababa de abandonar su habitación en el momento del
encuentro.
No pude soportar más su
negligencia y su verborrea sobre la para-literatura, la meta-literatura, la
supra-literatura e infinidad de supuestos conceptos filosóficos que me
terminaron por hartar.
De esa forma dejé de ser el personaje
de la obra que quedó incompleta y paró en el fondo de la papelera.
No lamento lo sucedido, quizás
sea mejor así. Por un lado, he tenido la fortuna de experimentar algunos
sentimientos humanos y he gozado de la atención, cariño y odio de otros personajes.
No saldré a la luz y me quedaré como el intento frustrado del señor Cesar Martín
Salomé.
El mundo
es muy pequeño y todos los caminos llevan a Roma, según dice un refrán de no sé
quién, y si llego a tener suerte algún día, tal vez alguien me saque de aquí y
me dé la oportunidad de convertirme en el héroe de una gran novela.
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