Todo comenzó
cuando mis amigos suizos me
invitaron a pasar unas semanas con ellos
en Berna, por eso cuando llegaron las vacaciones de verano me compré un billete
de tren y me dispuse a hacer el recorrido de más de 2,500 km en un
compartimiento para cuatro personas en un barato y no muy viejo tren soviético.
Iba acompañado de una amiga rusa que había conocido en la fiesta del trigésimo
aniversario de nuestra universidad y desde entonces manteníamos una relación
cordial pero poco determinada porque cuando nos encontrábamos juntos hacíamos
el amor como una pareja común y cuando nos acostábamos con otros pensábamos el
uno en el otro y guardábamos cierta fidelidad sentimental, lo que nos mantenía
como novios; pero sin atavíos o compromisos legales o morales que estorbaran
los encuentros ocasionales con otras personas. A pesar de que yo conocía muchas
jóvenes guapas, prefería mantenerme fiel a Vlada, quien por su parte no salía
con nadie, o al menos trataba de no hacerlo, desde que me había conocido, así
que se podría decir que teníamos la intención de unirnos en matrimonio si se
daban las condiciones adecuadas en ese difícil sistema soviético que todo lo
complicaba.
Salimos de
Moscú de la estación de ferrocarriles del noroeste de la ciudad un viernes por
la tarde. Al llegar al andén buscamos nuestro vagón y al encontrarlo nos
dirigimos a nuestro cupé, nos instalamos en las literas inferiores y sentados
en la incómoda cama tabla esperamos con alegría
pensando que viajaríamos solos. Sin embargo, quince minutos después tuve
que cambiarle mi cama a una señora rubia mofletuda y rubicunda que nos pidió
con una actitud bastante jacarandosa y labriega
que le permitiéramos dormir en la cama de abajo, puesto que le era muy
incómodo estar subiendo y bajando de la litera superior para atender las
exigencias de su marido, un hombre macizo, moreno y en exceso franco que no nos
quitaba de encima su mirada moviendo sus dos canicas verdes atigradas y pícaras,
retorciéndose sus largos bigotes y bufando como un toro por efecto del calor.
No nos quedó otro remedio que cederles
la litera y marcharnos al vagón restaurante mientras nuestros compañeros
de viaje se acomodaban a sus anchas en el estrecho compartimento.
En el bar
pedimos unas cervezas y ensaladillas rusas auténticas con pan negro, después
nos pusimos a revisar la ruta de nuestro viaje en un mapa que nos habían
prestado unos compañeros de curso. Primero teníamos que llegar a Minsk, luego a
Varsovia, después a Berlín, un poco más tarde a Baden y por último a Berna. Era
la primera vez que viajábamos a Europa en tren y por eso no sabíamos que nos
esperaban algunas sorpresas al traspasar
la cortina de hierro del socialismo rumbo al mundo “civilizado”
occidental. La primera eventualidad, fue
un bofetón propinado por el aroma
mezclado de pollo asado, vodka, pepinos marinados y olores segregados por los cuerpos
de nuestros compañeros de viaje que ya roncaban al unísono cuando entramos en
la cabina dormitorio. Fue una mala noche y la mayor parte del tiempo la pasamos
dando vueltas en la estrecha litera y saliendo a conversar en el angosto y
concurrido pasillo del vagón. La segunda
calamidad, fue una larga espera que tuvimos que hacer en el taller de trenes en
Varsovia porque, como nos enteramos allí, las carretillas de los vagones tenían
otra medida y había que esperar varias horas hasta que se adaptaran todos los
coches cambiándoles las carretillas para seguir el trayecto hacia Berlín. Por
suerte, la pareja de campesinos nos había dejado en Minsk y ahora gozábamos
Vlada y yo del espacio, comodidad, aíre limpio y discreción que necesitábamos
para descansar a nuestras anchas. El silencio y la tranquilidad que nos
rodeaban nos sumieron en un diálogo silencioso de miradas glaucas, luego, el
roce de unos rizos castaños, la provocación de una sonrisa pícara y un tibio
muslo al descubierto, después, el calor de su pecho y la impaciencia de mis
labios. Pasamos de los abrazos y caricias a los gemidos y palabras cariñosas
que parecían cada vez más ardientes, de pronto, una sacudida violenta del vagón
nos indicó que nos poníamos en marcha. La peor sorpresa nos esperaba en Berlín.
Llegamos el
domingo por la tarde a la capital democrática germana y teníamos que buscar un
lugar para dormir porque a la mañana siguiente saldríamos a Baden. Unos jóvenes
me habían recomendado una residencia estudiantil donde se podía alquilar, por
unos cuantos marcos, una habitación sencilla. Subimos al metro con nuestras
enormes maletas y nos dirigimos hacia la estación que me habían indicado. Vlada,
que nunca había viajado al extranjero pero que iba muy ilusionada y sorprendida
por ver un país socialista pero europeo, me seguía con rapidez y no perdía la
ocasión para analizar y comparar con curiosidad las diferencias entre los
alemanes democráticos que entraban al vagón y sus paisanos rusos. No fue muy
difícil encontrar el albergue estudiantil porque no se encontraba muy lejos de
la estación del metro. Solicité una habitación y saqué cien dólares para pagar
por nuestra estancia que sería solo una noche. Me llevé un chasco enorme cuando
la encargada me dijo que no se aceptaba ningún tipo de divisa que no fuera el
marco democrático alemán. Me puse de muy mal humor y empecé a rabiar y decir
una retahíla de sandeces y ofensas contra todos los que me rodeaban.
Que me
pidieran en Moscú rublos y nadie cogiera otras divisas me parecía natural
porque Rusia estaba lejísimos de la cultura económica occidental, pero se
suponía que la RDA estaba en Europa junto a la Alemania Federal y debía, me
parecía evidente, aceptar otro tipo de transacciones monetarias, o al menos
debían ser más condescendientes con los turistas despistados. Fue inútil tratar
de convencer a la administradora, solo llevaba unos cinco marcos en monedas y
dos billetes del metro en el bolsillo y por más que le expliqué a la encargada
en ruso, inglés y español mi situación, la mujer no cedió. También traté de
encontrar a algún estudiante que me cambiara de forma clandestina los malditos
billetes verdes, pero me dijeron que estaba penado ese tipo de operaciones, así
que tuve que ir a buscar una casa de cambio. Le dejé mis documentos y el
equipaje a Vlada y me salí corriendo en busca de los marcos.
Tomé el metro
y bajé en la estación de Alexandrplatz
donde pasé casi dos horas dando vueltas sin encontrar un lugar donde
pudiera cambiar el dinero porque todo estaba cerrado. Tenía un humor de los mil
demonios y maldecía en voz alta a la odiosa burocracia de los países
socialistas que tenían reglas tan claras de conducta para ellos mismos, pero
por desgracia, resultaban crueles y absurdas para los extranjeros. Recordé lo
que siempre me decían los policías en Moscú cuando me multaban por alguna
infracción: “Que no conozca las leyes no
le exime de culpabilidad”
Muy
decepcionado me disponía a volver al albergue para darle a Vlada la penosa
noticia de que no había logrado resolver nada y que tendríamos que pasar la
noche en blanco sentados a un lado de la portería del albergue o en una
banquilla en algún parque cercano, pero oí unas palabras en español que me
obligaron a detenerme en seco frente a un famoso mural callejero en el que dos
presidentes se besaban.
Volteé para
saber quien había hablado y vi a un hombre de aspecto ajado, su barba estaba
descuidada, era muy moreno y canoso. Llevaba el pelo muy largo y desordenado.
Tendría unos cuarenta años pero se veía muy cansado y maltratado, tenía aspecto
de demente y me imaginé que la causa sería su forma de vida o algún
desequilibrio mental. Me dijo que era de Santiago de Cuba y que había estudiado
pintura y escultura en una academia de arte de Berlín. Le conté mi problema
explicándole las peripecias que había hecho hasta aquel momento sin éxito
alguno. Me miró con calma y me dijo que no me preocupara, que él me los
cambiaba. Sorprendido y loco de alegría le extendí el billete de cien dólares.
El santiaguero cogió el billete y acarició la calva y los labios firmes de Benjamín
Franklin. Parecía que el presidente americano con su mirada firme reprobaba la
actitud del desconfiado isleño quien por último, satisfecho de haber comprobado
la autenticidad del billete, me dio unas monedas de aluminio y latón, dos
billetes con el rostro de Clara Zetkin y tres con la cara de Goethe. Me guardé
el dinero en el bolsillo y tratando de ser un poco generoso con mi salvador le
sugerí que tomáramos algo en un bar.
-¿Por qué no
nos tomamos una cerveza y me cuentas algo bueno de esta ciudad?- Le dije rebosante de alegría.
-Conozco un
bar cerca de aquí, no es muy caro y se come bien.- exclamó, dándose la vuelta
para que lo siguiera.
El lugar era
muy modesto, había carteles pegados por todos lados con leyendas y consignas
comunistas escritas en ruso y una nube de humo le daba al lugar un aspecto de
catacumba. Había una luz amarilla muy opaca y los camareros aparecían y
desaparecían atravesando la espesa nube gris.
-Y ¿Cómo es
que tú te llamas?- le pregunté, imitando el acento cubano, para ganarme su
simpatía.
- Yeiskel,
Yeisker- corrigió con acento más claro.-Luego, agregó,- Soy del boom de la Ye,
o, i griega como la llaman oficialmente.
Sonreí y
levanté mi cerveza para brindar. Él se tomó de un trago todo el tarro que le
habían servido. Pidió una nueva ronda y empezó a hablar de pintura, música
clásica, cine de autor, literatura prohibida, monumentos de la ciudad y
finalmente de las mujeres y la teología. Entre tema y tema se bebía los tarros
como si fueran de agua. Comenzó a
llamarme Yoan Carlos en lugar de Juan Carlos como le había dicho que me
llamaba. Pensé que lo hacía como una forma de manifestarme su aprecio, por eso
me reía cada vez que él pronunciaba muy alto y alargando mi nuevo nombre por el
efecto del alcohol.
Después de una
hora y media de mantener su monólogo acompañado de mis exclamaciones y gestos
de aprobación dejó de hablar, bajó la mirada y permaneció un instante
meditabundo. Luego, levantó la vista y al verme, o más bien dicho, al
reconocerme me dijo:
Yoan Carlo,
hay una historia que te quiero contar. ¿Sabes quién era Lilith?-Inquirió,
sonriendo de forma muy pícara.
-Sí, es la
mujer de aquella historia judía sobre la primera esposa de Adán.- Contesté y él
comenzó a reírse, se puso el índice sobre los labios, me dirigió una dura
mirada con sus ojos desorbitados y me
prohibió interrumpirlo.
-Hace mucho
tiempo, antes de la existencia del hombre, Dios creó a Eva para deleitarse con
su belleza. Luego, tuvieron al que llamaron Adán, los tres vivieron felices
hasta que el primogénito comenzó a reparar mucho la atención en las hermosas
proporciones de su madre y Dios lo notó. Con su gran sabiduría, el todopoderoso
se dirigió a Eva para comunicarle que crearía a otra mujer que sería diferente
a ella y que tendría como objeto complacer las necesidades de su hijo. Eva se
alegró mucho por la noticia. Entonces, Dios, creó a una mujer muy atractiva,
pelirroja, de carnes firmes y carácter dócil y la llamó Lilith. Cuando Adán la
vio se quedó mudo de alegría y empezó a embriagarse cada noche en los placeres
que le brindaba su nueva compañera.
Yo no podía
dar crédito a lo que estaba escuchando y me levanté para irme, no es que viera
herida mi integridad cristiana, sino que aquello me parecía una blasfemia de
locos, además mi sentido común me persuadía a retirarme antes de empezar a
golpearle por sus blasfemias. Llamé al camarero y saqué unos marcos para
liquidar la cuenta.
-¿Qué te pasa,
chico? ¿Acaso estoy hiriendo tu sensibilidad? ¿Eres muy creyente?- Me inquirió
cogiéndome del brazo, luego me balbuceo al oído,-Al menos quédate hasta el
final de la historia, recuerda que te he hecho un favor.
No sabía qué
hacer porque por un lado era cierto que estaba en deuda con él, pero por otro
no tenía ninguna necesidad de soportar su impertinencia. Al final, me obligó a
sentarme y, como no quería armar un borlote en tierra ajena, decidí escucharlo
hasta el final y marcharme en cuanto terminara su ridícula historia.
-Bien, bien,
así está mejor. ¿Puedo continuar?- dijo arrastrando las palabras por el efecto
de los tarros bebidos como agua. Bajé la mirada y esperé pacientemente.
-¿En qué
estaba? Ah, sí, en lo de Adán.- Se lamió los labios, se limpió con el dorso del
brazo la espuma de sus bigotes, vi sus grasientas y largas uñas mal cuidadas y
sentí repulsión. Pidió otro tarro de cerveza y continuó.
-Pues, a Adán
le comenzó a gustar eso del sexo, pero por la práctica constante y su habitual
postura del misionero las relaciones sexuales comenzaron a aburrirle. Como no
tenía responsabilidades, más que las de honrar a su padre y, cómo no lo iba a
honrar si le había dado tan hermosa mujer para satisfacción propia, no tenía
falta alguna, era el hijo ideal. Sin embargo, un día se le metió una idea a
Adán en la cabeza, (He de recordarte antes de seguir, que Adán era inocente y
no sabía de la perversión y del mal que gobernaría muchos siglos después
nuestro hermoso planeta)-Masculló y luego siguió- y quiso experimentarla. En el
momento en que se durmió Lilith, Adán trató de penetrarla dormida para derramar
las últimas ansias que se le habían quedado frustradas y experimentar una nueva
posición, entonces ocurrió que se equivocó de entrada y se la metió a su pareja
por donde no debía.
En ese momento
ya estaba decidido a marcharme, pero el efecto del alcohol y el humo del
tugurio me habían mermado el cuerpo y no me mantenía muy bien en equilibrio. Me
volví a sentar sometido por la presión de sus dos manazas negras. Pensé que si
el mulato era ateo y no tenía dios, entonces lo que decía tenía que resultar
absurdo y sus palabras eran necedades, sin embargo me sentía muy enfadado con
él y la conciencia, cada vez con más fuerza, me incitaba a los golpes.
-No te
preocupes, que ya voy a terminar.-dijo con su cara desfigurada por el alcohol
y, seguramente, por la maldad y enajenación que lo habían hecho perder la razón
con tantas historias locas.
-Lilith no
sospechaba nada de las prácticas secretas de Adán y seguía siendo buena esposa,
no obstante, un día Adán, habituado a su costumbre de penetrar a su esposa
cuando estaba profundamente dormida, no se cercioró de que Lilith se había
despertado y cuando Adán la arremetió
dominado por el deseo, Lilith pegó un grito furioso, se levantó de un salto y se
fue directamente a ver a Dios para quejarse de la mala conducta de su hijo. Se
armó una trifulca en la que Eva defendió a su primogénito sobre todas las
cosas, Adán reconoció su culpa y prometió no volver a lastimar la integridad de
su mujer. Dios se complació con el
arrepentimiento de su hijo y le ordenó a Lilith que regresara a su casa con su
marido. Lilith aceptó volver a su casa con su cónyuge pero las embestidas nocturnas de Adán, que ya
era víctima del pecado, se repitieron varias ocasiones, eso no le gustó nada a
Lilith y abandonó a Adán, yéndose a vivir al océano con los demonios. Luego,
Dios quiso convencerla de volver pero ella prefirió quedarse sola a la orilla
del mar que seguir soportando los abusos de su marido. Dios volvió al lado de
Eva para comunicarle los acontecimientos pero al llegar la vio fornicando con
su propio hijo y los echó de su reino, los condenó al pecado perpetuo. Esa,
amigo, es toda la verdad, no lo que nos cuentan en la iglesia.
Iba a estrellarle el primer puñetazo en la
cara cuando para mi sorpresa y la de todos los clientes que estaban en el bar
Yeisker empezó a gritar: “!Bluschande,
bluschande, incesto, mezcla de sangre, asesinato del alma, muerte, asesino,
asesino!” -Estaba fuera de sí y temblaba como si efectuara una danza
salvaje. De inmediato, unos alemanes fornidos salieron para apaciguar a punta
de patadas y puñetazos al escandaloso briago que no paraba de maldecir.
Pagué la
cuenta de la consumición y me fui en busca del ateo cubano que había quedado
como santo Cristo después de la golpiza, pero no lo encontré, ni siquiera los
rastros de su sangre habían quedado sobre el hormigón de la acera. Parecía que
se lo había tragado la tierra.
Alcancé a
subirme al último tren que iba en dirección a Friedrichsfelde donde se encontraba la residencia estudiantil.
Cuando entré al edificio la encargada cogió los marcos que le di y me entregó
una llave. Le pregunté por Vlada y me dijo que hacía dos horas que se había
cambiado el turno y que cuando ella había llegado no vio a nadie que se
pareciera a Vladislava. Me pareció normal que Vlada hubiera buscado la forma de
convencer a la empleada anterior y hubiera encontrado, finalmente, un lugar
para dormir, lo único malo era que yo no sabía en qué habitación estaba y no me
iba a poner a gritar su nombre a lo largo de los corredores, ni mucho menos ir
tocando de puerta en puerta hasta encontrarla. Por si las dudas, hice un
recorrido por todas las plantas del edificio para cerciorarme de que no
estuviera mi amiga esperándome sentada por algún rincón. No la encontré ni esa
noche ni mucho después. Reporté su desaparición a la policía con ayuda de unos
estudiantes latinos, llamé en varias ocasiones a mis amigos de Berna
preguntándoles por el paradero de Vlada, pero nadie supo decirme nada. En la
ciudad de San Petersburgo, dónde radicaba Vladislava, ninguna de sus amigas ni
sus familiares pudieron darme razón de ella.
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