Era Nochevieja el asfalto se cubría por una leve capa de nieve que los
transeúntes se esmeraban en pisar y borrar de las aceras. Los copos caían como
pequeñas estrellitas que, a modo de lentejuelas, danzaban con los rayos de las
farolas. La gente sonreía y los anuncios luminosos de las tiendas parecían
brillar con más fuerza. Un villancico inundaba las calles alegrando el corazón de
los niños. Santa Claus se paseaba con su trineo regalándole a los niños dulces
y juguetes. Las mujeres arregladas y protegidas por sus abrigos deseaban tener
un par de manos adicional y así poder llevar cómodamente sus atiborradas
bolsas. Los hombres miraban con discreción a las muchachas guapas. Resguardaban
su curiosidad y deseo bajo el ala del sombrero. Todo era alegría y felicidad.
Faltaban algunas horas para la medianoche y los coches se movían con lentitud
para llevar a sus pasajeros a los sitios que se les encomendaba. La policía
trabajaba atenta para luchar contra los listillos que aprovechaban esa
atmósfera de buena voluntad para cometer sus atracos. Los mendigos por fin
recibían monedas y hasta billetes y regalos. Parecía que el amor reinaba de
verdad.
En una esquina, por casualidad, se encontraron varios chicos que habían
participado en la guerra. Uno era el que cayó el primero el día D en el
desembarco de Normandía, otro un octogenario que se hizo famoso por sus libros
de fantasías y monstruos, estaba aquel que se negó a matar y se convirtió en
héroe salvando a sus compañeros como médico y, por último, un chico que había
tenido tan mala suerte que en las barricadas una granada le arrancó los brazos
y las piernas, lo dejó sordo y con media mandíbula, además de ciego. Al
principio no sabían qué decir. Se miraron con mucha atención y empezaron a
comunicar con Joe que no hablaba por la ausencia de su media quijada y golpeaba
con la nuca el respaldo de su cama enviando mensajes en clave Morse. Se
saludaron y se desearon salud, bienestar y alegría. En realidad, lo hicieron
como una formalidad, pues al abandonar este mundo encontraron la armonía
universal. Había millones de espíritus felices del otro lado de la galaxia. Al
final, había resultado que Dios era más grande y más omnipotente de los que creían.
El primero en hablar fue Desmond Doss, el médico.
—¡Felices sean vuestras fiestas, queridos amigos!!Feliz Año!
Simbólicamente levantaron una copa de Champagne y a Joe Bonham, quien no
tenía boca, le conectaron una sonda que iba a su estómago para hacerle llegar
un Cuba Libre no muy cargado de ron.
“!Felices fiestas a todos! –dijeron al unísono—¡Que todos seáis dichosos
sin guerras!”.
Apareció de pronto Cristo, pero no el de la película de Johny cogió su
fusil, ni el Cristo o Jesús de los protestantes, ni el de los primeros
cristianos sacrificados en Roma, sino un Cristo muy moderno con casi dos mil
años más de experiencia.
“Fue horrible lo que os sucedió muchachos—dijo Jesús acomodándose el pelo—.
En realidad, tenían que haber sufrido para que la humanidad os recordara.
Dicen, sin fundamento, que una muerte es una tragedia y mil muertes son estadística.
Es por eso, precisamente, que os pasó lo que ya sabéis. Por desgracia, el
hombre necesita arrepentirse de sus atrocidades en cada época. Sois unos seres
que solo aprendéis después de haber cometido el fallo miles de veces. Ahora
será más difícil porque se os ha dado la facultad de crear con la tecnología.
Estáis a punto de pasar a una nueva etapa de desarrollo en el que los errores costarán
mucho, pues seréis unos mini dioses con metralletas letales en las manos. Antes
la opinión de un líder o de una persona importante era primordial, sin embargo,
ahora opináis en masa y podéis cambiar el curso de la historia. ¿Qué habría
pasado si la opinión de los americanos hubiera cuestionado la petición de Joe,
esa de ponerlo en una vitrina para mostrarlo en los circos como un fenómeno de
las guerras?”.
En ese momento aparecieron Tolstoi, Gandhi, quien le dio un fuerte abrazo a
su amigo ruso, después llegaron Martin L King, De La Boetie y David Hume.
Vieron con asombro la presencia de Cristo. Cada uno lo imaginaba diferente y
Jesús les dijo que había un Cristo para cada época porque la capacidad de
percepción no era la misma en cada siglo. Los he convocado aquí para que
pasemos hoy la Nochevieja y me ayudéis a prever el futuro. Su presencia es fundamental,
pero quien tenga cosas más importantes que hacer, puede marcharse. Todos se
quedaron firmes en su sitio. Les había sorprendido mucho la propuesta. Vayamos a
esa plaza en la que está el abeto de Navidad luminoso—les dijo con
tranquilidad—. Vosotros dos traed a Joe. Acto seguido los soldados Ryan y Doss
empujaron el carrito en el que estaba Joe. Por el trayecto tuvieron que
acomodarle la sonda que le abastecía de oxígeno. “Habla tú, querido Joe— ordenó
Jesús con voz suave—. Creo que tienes mucho que contarnos”.
“He estado muchos años inmóvil en este camastro. No puedo moverme y no
distingo los olores, estoy ciego y mudo. Mi cuerpo es un trozo de carne y lo
único que funciona bien es mi cerebro. A los veinte años me pasó todo esto y la
poca experiencia de la vida no me permitió, al principio, entender muchas
cosas. Ahora es diferente por que el razonamiento bien guiado me ha llevado a
los dominios de la comprensión. He intuido, incluso, las soluciones a muchos de
los problemas que nos atañeron en nuestra vida. Pensé en alguna ocasión que los
conflictos de la primera guerra, en la que resulté desollado, y en la segunda
en la que participasteis vosotros tenían una razón de ser, pero cuando Dalton
contó mi historia puso en mi boca las siguientes preguntas: ¿Es realmente
imposible evitar la guerra? ¿Son los intereses de los ricos tan importantes
como para sacrificar a miles de hombres? ¿Alguno de esos representantes políticos
iría al frente? Es obvio que sí había solución, pero la humanidad no estaba
preparada. La interrogante ahora es preguntarnos si estaremos listos para el
próximo enfrentamiento bélico, si lo hay”.
En ese momento pasó una mujer enfadada con su marido. La causa era que el
pobre tipo no había completado el dinero para comprarle una joya. En realidad,
no era tan cara, sin embargo, Bob como se llamaba el pobre diablo, le caía mal
a su jefe y no había recibido su premio de fin de año. Sara se imaginaba en el
festejo de Año Nuevo junto con sus amigas y se había predispuesto para llegar a
la casa de sus conocidos con sus pendientes y brazalete nuevos. Sentía que le
habían estropeado la noche, pues el caro vestido de seda, los zapatos de marca,
el bolso exclusivo, el caro peinado, la manicura y todo lo demás no lucían por
la falta de los pendientes. “Eres un fracasado, Bob, pensar que tuviste tiempo
y dinero para comprar esta bagatela ¿y ahora me sales conque no te alcanza?”.
Bob bajó la cabeza y se subió el cuello de su viejo abrigo. Soportó la ola de
ardor que le corroyó el cuerpo y se consoló pensando que algún día, cuando se
jubilara su jefe, podría gozar de mejores condiciones laborales y entonces su
mujer se callaría la boca.
Cristo vio a sus acompañantes y
esperó una respuesta, pero solo vio un grupo de cuerpos con los hombros
encogidos y con una expresión en la cara que daba a entender que así eran las
cosas. Tolstoi se acarició la barba y trató de hablar, pero su voz salió tan débil
que los gritos de un niño la dispersaron. La imagen era muy habitual, uno de esos
niños emperadores que sabía cómo mangonear a sus padres les amenazaba con dejar
de ser bueno y les ponía condiciones. La madre estaba nerviosa y miraba a su
marido implorando que resolviera el problema. Robert estaba harto de que su
hijo fuera tan insolente y, por primera vez, en todo el año sintió deseos de
cambiar las cosas de verdad. En lugar de comprar el juguete que les exigía el
mocoso, lo cogió por los hombros y lo obligó a ver a los niños pobres. Le quitó
el abrigo y se lo regaló a un niño que estaba congelándose a la puerta de un
centro comercial. Explotaron los berridos y las recriminaciones, la amenaza del
divorcio sonó como un chirrido de sable.
Cristo miró al hombre con asombro y vio cómo la mujer lo abofeteaba. “No
piensas hacer nada— le preguntaron Ryan y Doss—. Ese hombre no debería pagar
por la ignorancia de su mujer”. Jesús habría usado una parábola, pero dijo que
la vida se perdía, sobre todo en nuestra época, en inutilidades. Argumentó que
la economía de mercado y el consumismo eran la obsesión de los hombres, pero
que era completamente inútil. Les propuso a todos que dieran su opinión sobre
la vida en el futuro. Les preguntó si creían que la globalización era inhumana,
si había un tipo de economía más eficiente y si cambiaría algo en los próximos
decenios. Terminó con la interrogante sobre la I A. ¿Podréis controlarla? ¿No
me pediréis ayuda para libraros de ella? Era una cuestión muy importante, pero
los expertos combatientes y pensadores dijeron que la vida era muy simple y que
la gente se empeñaba en complicarla. Iba a hablar Jesús cuando…
Me veo en la necesidad de interrumpir la narración. Mi mujer me ha
preguntado si creo que esta palabrería tiene algún significado. Seguramente
no—le contesto—y me levanto para ir a traer un poco de vino y pastelillos para
la fiesta de Año Nuevo. Pensaré por el camino en algo convincente para que no
me diga que nuestro hijo es ejemplar y que yo soy un fracasado que no puede comprarle
un par de pendientes de fantasía y un brazalete de mier…
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