El negro Rodríguez miró su cuchara vacía que, por una fuerza extraña, se
había doblado y había derramado la sopa. El capitán nos llamó desde proa. Había
una urgencia. Lamentamos mucho no comer el postre, lo único bueno que preparaba
nuestro cocinero Roger. Subimos a toda prisa por la estrecha escalera. Cuando
salimos nos recibió una imagen aterradora. El cielo estaba denso y muy gris.
Las nubes se podían tocar y se podían coger con las manos grumos de nieve o bolas
de granizo. Nos miramos nerviosos. El capitán dijo que arriáramos las velas. El
silencio circundante era tenebroso, las aguas estaban inmóviles. Se sentía en
el aire la desgracia. Nos maldecimos mutuamente. Lamentamos haber salido esa
ocasión para atracar al galeón español con los cofres de oro de La Nueva España.
Teníamos nuestra madriguera cerca de Puerto Rico y nuestros aliados nos informaron
del barco español. El temporal había sido muy bueno y jamás pensamos que
pudiera cambiar en un par de horas. Era primavera y en esa estación no había
muchos huracanes ni tormentas, pero esta vez allí la teníamos. Amenazante y mortífera
mirándonos con ojos relampagueantes. Era un monstruo negro con una lengua color
amarillo azufrado.
Se nos calaron los huesos. El Capitán miró su mapa y calculó los metros que
nos separaban del Triángulo del diablo. “Demonios—dijo apretando los dientes—ese
maldito galeón pasará precisamente cuando entremos a la tormenta. Será difícil abordarlos
y si tenemos un encontronazo con ellos, será el fin”. Gritó hasta romperse la garganta. De pronto,
empezó a caer una espesa lluvia, parecían escupitajos provenientes de la gran
embarcación. Nos armamos hasta los dientes y esperamos a emparejarnos con el
enemigo. Estábamos listos para el asalto. Se oía vociferar a los soldados: “!Son
piratas!!Son unos malditos piratas! ¡A las armas!”.
Todo se hizo negro, se mezclaron las lenguas africanas y europeas
blasfemando y maldiciendo. No teníamos idea de lo que pasaba en la oscuridad. El
agua caía a torrentes, la cubierta de nuestro barco crujía y en el momento
decisivo apreció el sol. Hacía un calor infernal. El mar estaba tan apacible
que la embarcación parecía estar suspendida en el aire. Teníamos las espadas
empuñadas y las dagas entre los dientes, pero el galeón no estaba. En su lugar
había embarcaciones muy raras, hechas de un material irreconocible, solo unas
cuantas barcas de madera parecían normales, pero llevaban demasiados pasajeros,
todos esclavos negros. Comenzaron a pedirnos ayuda. Se acercaron remando y
remolcando sus lanchas. Comenzaron a subir. Pensamos que se amotinarían. Los íbamos
a descuartizar, pero dijeron que era pacíficos, que eran inmigrantes y que
querían llegar a la costa española. Eran marroquíes. El capitán les hizo prometerle que se irían si
los acercaba a la península. Se pusieron felices y comenzaron a besarle los
pies a la tripulación. Izamos las velas y el viento nos remolcó. En cuarenta
minutos ya se veía tierra. Todos los esclavos estaban expectantes como si
temieran algo. De pronto, se oyó un grito y todos comenzaron a saltar al agua. Vimos
una embarcación pequeña, pero muy rápida. El capitán dio la orden de ataque y
empezamos a disparar los cañones y los arcabuces. No pudimos acertar porque nuestro
ataque era muy lento para la veloz nave que se acercó. Una voz que salía de una
corneta dijo que estábamos arrestados por invadir territorio marítimo sin autorización
y que seríamos condenados por agredir a las fuerzas armadas españolas. “!Joder!—gritó
el capitán–¡Lo único que nos faltaba!!Puta madre!”.
Se subieron al barco unos hombres con arcabuces raros y nos pusieron unos
grilletes pequeños que nunca habíamos visto. Nos llevaron a una ciudad que
parecía de otro planeta, aunque la gente si parecía humana. Nos metieron en una
celda muy lujosa y nos dieron un baño de chorro y comida en platos metálicos.
Los cubiertos eran muy buenos, elaborados por herreros profesionales, pues nunca
habíamos visto cosas de ese metal tan suave. Un hombre con una ropa muy rara
nos dijo que podíamos pagar una fianza y salir, pero a nosotros ya no nos
importaba tanto la libertad. Pensábamos cumplir nuestra condena con esas
comodidades tan agradables. El capitán fue el único que argumentó que debíamos
volver para asaltar el galeón, el cual no se encontraría muy lejos. El capitán le
confesó al tipo que teníamos un cofre con joyas en el barco. Días después nos
soltaron y nos dieron ropa y unos billetes muy raros. Dicen que con eso
viviremos al menos un año sin problemas económicos…
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