I
Alfonso Dorantes abrió la puerta. No sabía que en ese momento terminaba de cuajarse
la historia absurda en la que nunca debió participar. Se había lanzado como un
principiante al escenario. Su decepción lo había aislado del mundo y la vida le
había metido una fuerte zancadilla para que él mismo se desbarrancara por el
precipicio. “Buenos días—dijo el hombre de sombrero y gabardina—, ¿puedo entrar?
Necesito hacerle unas preguntas. Soy el inspector René Gómez y este es Santiago
mi ayudante”. Alfonso no se podía negar. Dio un paso hacia atrás y permitió que
entraran sus visitantes. Los invitó a sentarse en su pequeño diván, cogió una
silla y se puso frente a ellos para saber lo que deseaban.
—Mire, señor Alfonso. El jefe de su mujer, el abogado Rentería, nos ha
dicho que ella ha desaparecido. ¿Usted sabe algo?
—La verdad no, inspector. No me imagino dónde pueda estar.
—Pero, ¿no ha estado con usted estos días?
—No, inspector, tuvimos una de esas riñas…Ya sabe, cuando hay un momento en
que es muy difícil seguir juntos.
—¿A qué se refiere exactamente?
—Pues, no es tan sencillo de explicar. Mire, primero me enteré de que
estaba planeando dejarme por otro. Eso no me sorprendió mucho porque llevamos
diez años con muchos altibajos y le he sido infiel dos veces. Después, las
últimas semanas casi no nos hablábamos y el jueves pasado ya no vino a la casa.
Pensé que se había ido con su madre. Lo hace siempre que reñimos y, por lo
regular, no nos comunicamos a lo largo de una o, incluso, dos semanas hasta que
se nos pasa el rencor. Por último, me he resignado a esperar como las veces
anteriores a que vuelva. He estado aquí encerrado sin comunicarme con nadie…
—Lo entiendo, señor Alfonso, pero resulta que su mujer dejó muchas cosas
pendientes y se esfumó. Sus compañeros del trabajo la vieron por última vez el
jueves. Dicen que estaba muy cambiada…
—No sé, inspector, ya no le pongo mucha atención y me importa poco lo que haga
o deje de hacer, ¿sabe?
–Es una situación muy rara, señor Alfonso. Ha desparecido sin dejar rastro
alguno y todas las pesquisas que hemos hecho hasta el momento nos han traído aquí.
No tiene enemigos al parecer.
—No me imagino qué le ha pasado. Es una mujer muy sensata cuando quiere. No
hace las cosas sin estar segura de las consecuencias, nunca actúa a la ligera.
—Oiga y ¿no sabe algo de su amante?
—No sé, inspector. Es una mujer muy difícil y por su permanente histeria no
creo que haya tenido a alguien en la cama, sin embargo, me habló de un tal
Fernando Godínez. A veces es muy explosiva, tal vez ese nombre fuera producto
de sus trastornos. Los cuales es probable que la hayan motivado a cometer una
locura. A decir verdad, no tengo ni idea de lo que ha pasado por su cabeza.
—Bueno, señor Alfonso, gracias por la información. Le avisaremos de cualquier
resultado que tengamos. Esta es mi tarjeta por si desea localizarme. Gracias.
El inspector y su ayudante salieron y Alfonso se quedó parado mirando por la
ventana. Le era difícil permanecer de pie. Se sentía como un niño extraviado. Sudó por el miedo y se fue a la cocina a
prepararse un agua mineral con limón. Llevaba varios días ingiriendo alcohol en
grandes cantidades. La casa estaba llena de botellas vacías. Se había
alimentado de pizzas y comida rápida. No había salido mucho a la calle y
empezaba a sentirse víctima de la misantropía. Necesitaba razonar de nuevo sobre
la desaparición de su esposa. Tenía que cubrirse las espaldas y para eso
necesitaba poner en orden todas las ideas y los acontecimientos. La mejor forma
de hacerlo era sentándose a escribirlo, pero no tenía fuerzas. Se quedó
dormido.
Eran las ocho de la noche cuando despertó. Los sueños lo habían ayudado un
poco transportándolo a un mundo en el que podía ser dueño de sus decisiones.
Tenía hambre. Salió a la calle. Llegó al comedor donde acostumbraba cenar. El
sitio era barato y lo frecuentaban los paseantes que en su mayoría eran desempleados.
Se sentó y comió con los ojos clavados en la pared. La comida le sentó bien y
regresó a su casa. Tomó una cerveza y se dispuso a trazar su diagrama mental.
Era la única forma de ordenar sus pensamientos. Su memoria espacial era buena,
pero lo abstracto lo inquietaba. Necesitaba ver las cosas para acomodarlas en
su mente. Fue escribiendo con cuidado todo lo que recordaba, las hipótesis
sobre las pesquisas de los sabuesos, los conflictos con su mujer, los reproches
que habían escuchado los vecinos y toda la demás información que pudieran
proporcionarle sus recuerdos.
“Marta dijo que se iría con el tal Godínez, su amante. Que me dejaría el piso y que ya me cobraría
su parte después. A mí me convenía más aceptarlo, además ya no había solución
para lo nuestro. Oí que quería cambiar su aspecto y que se disponía a sacar mucho
dinero de no sé dónde. Luego, sospeché que se iría con una falsa identidad. No
recuerdo a qué ciudad o provincia viajaría. Lo más probable era que se fuera en
coche, pero solo dios sabe cómo pensaba hacerlo”.
Con su ingenio fue inventando una historia convincente, casi real. Era
buena y lógica y mientras no encontraran a Marta su coartada era perfecta. Se
sintió un poco mejor. Ya sabía qué contestar en el siguiente encuentro con René Gómez
y su ayudante. Ellos ya tenían sus piezas puestas en el tablero y jugaban con
las blancas. “Lo malo—se dijo Alfonso riendo un poco—es que sus tiradas son muy
previsibles”. Decidió que lo mejor sería aportar información para que las
sospechas fueran en dirección de la fuga. Era muy sencillo y cada vez que se le
ocurriera algo ingenioso al inspector para culparlo le daría una pista que lo estrellaría
contra un muro desolador. Alfonso acostumbraba salir con una amiga a ver
películas. Se llamaba Diana y se reunían de vez en cuando para ver algún
estreno o films viejos. Sus relaciones eran las de unos buenos colegas y si
habían intimado, había sido solo por su amor al séptimo arte. En el terreno
sexual solo se habían dado besos esporádicos y abrazos fraternales. Diana no
perdía la esperanza de acostarse por fin con su amigo porque le parecía varonil
e inteligente. No comprendía cómo un hombre atractivo y noble se había casado
con una arpía que solo le controlaba el dinero y los horarios.
Se encontraron cerca del cine. Diana se puso un vestido entallado que
sorprendió mucho a Alfonso. Fue la primera vez que puso atención en sus curvas.
Vieron la película “Muerte en Roma” con gusto, a pesar de que no era la primera
vez. Comentaban siempre el heroísmo de los italianos rebeldes y el
extraordinario papel de Mastroíanni. Se fueron a tomar un café y cuando estaban
terminando las pastas, Alfonso le comentó a Diana que lo había visitado un
inspector de policía para aclarar la desaparición de Marta.
—No te preocupes, cariño. Seguro que no tendrán noticias de ella y su
amante.
—Sí, eso espero. Lo malo es que, si las cosas salen mal y la hayan, ¿en qué
situación quedaría yo?
—Sí la encuentran, les dirá que te ha dejado y que no desea verte más.
—No, no me has entendido. Me refiero a que ella decida volver a casa y se
meta con su amante en el piso.
—Eso jamás sucederá, ¿no me has dicho que se ha endeudado? Seguro que le
conviene cambiar de identidad y desaparecer para siempre.
Alfonso se dio cuenta de que era inútil contraponer sus ideas a los
razonamientos simples de su amiga. Se fueron juntos a casa de Diana y bebieron
mucho. Terminaron muy briagos y a la mañana siguiente no sabían si habían hecho
el amor. Alfonso se vistió y se fue. Quedó de llamar en unos días. Su casa no
estaba muy lejos. Podía ir a pie o tomar el autobús. Prefirió lo segundo.
Cuando se apeó casi choca con el inspector. “!Hombre!—le dijo con admiración—,
lo he venido a buscar. Es solo una cosita”. Gómez le preguntó si había visto
alguna vez a Rafael Godínez, ya que todos los tipos con ese nombre estaban
casados y localizables. Alfonso se encogió de hombros y le propuso al inspector
que hiciera bien su trabajo, que seguramente también había cambiado de
identidad y que era posible que desde el principio no se llamara Rafael ni se
apellidara Godínez. Malhumorado el inspector le insinuó a Alfonso que bien ese
Godínez podría ser uno de sus amigos, a lo cual Alfonso contestó que no le
importaba. En realidad, sí que le importaba y se había puesto de malas. Era
porque desde la escuela todos sus amigos y conocidos le habían levantado a las
novias y no sería la excepción esta vez, pero ¿de los pocos hombres cercanos a
él quién no lo habría hecho? No quiso mortificarse mucho aceptando su mala
suerte, escupió en la acera y se fue a su casa.
II
Trató de no romperse la cabeza con tonterías, pero cuando estaba tomando un
café, quitado de la pena, le vino a la mente la imagen de un rostro. Era Danilo
uno de sus amigos del bar de Don Ramón que le dijo una vez que le gustaban las
mujeres morenas, no muy llenitas, con potentes muslos, pequeños pechos y
difíciles de tratar. Él no se dio cuenta en ese momento, pero se estaba
refiriendo a Marta. Ella era así. Un metro setenta, caderas amplias y piernas
fuertes. Impredecible en el amor. A veces fría e indiferente o ardiente y
activa. “Ese debe ser le cabrón—se dijo apretando los puños—. Solo eso me
faltaba. Que el inútil de Danilo se llevara a Marta”. Estuvo tratando de atar
cabos. En aquel momento no sabía que sus conclusiones lo llevarían por una
senda peligrosa. Recordó las ocasiones en que se había cruzado cerca de su casa
con Danilo, quien siempre lo saludaba con una sonrisa burlona y le decía que
estaba haciendo algunos trabajillos. En ese momento supo qué tipo de chapuzas
hacía el tal Danilo y se trató de desengañar observando con atención a Marta.
Cuando abrió la puerta la encontró sentada en el pequeño diván rojo. Estaba
arreglándose las uñas. Se las estaba pintando con barniz de color rojo. Se veía
muy concentrada. Su pelo estaba revuelto y cuando Alfonso se sentó frente a
ella notó que no llevaba ropa interior. Eran las tres y media de la tarde. Él
había salido a comer y no esperaba encontrarse con ella. Notó un aroma agrio en
el ambiente. Le pareció que uno de los olores se parecía al pachulí de Danilo.
También sintió la frescura del aroma de rosas de Marta. Era muy extraño.
—¡Ah, eres tú! ¿Por qué has venido tan pronto?
—Hay poco trabajo hoy y Don Mauricio me dijo que me podía tomar el día.
Pensaba darte una sorpresa.
—Y sí que me la has dado. Un poco más pronto y…No nada, olvídalo.
—No, no, dime por favor. Un poco más pronto y ¿qué?
Ella se quedó callada. Alfonso sabía que no podría sacarle nada y se
resignó. Ya le había pasado miles de veces.
Ella era así. Si no quería decir algo, era imposible sacárselo. Alfonso
se fue al baño y cuando se estaba lavando las manos vio en la cesta las bragas
amarillas que Marta se había puesto esa mañana. Las reconoció porque tenían una
mariposa roja. Las cogió y se dio cuenta de que estaban húmedas. Las olió y se
le descompuso la cara. Una tormenta le empezó a azotar la cabeza los fuertes
vientos le despertaron todos los monstruos de su mente. Se dirigió a su
dormitorio y vio la cama desordenada. Seguía el olor que no lo dejaba
tranquilo. Concluyó que era verdad. Su intuición había dado en el blanco, le descubierto
el velo que le ocultaba la cruel realidad. Se dirigió a Marta y le hizo
preguntas relacionadas con su empleo, los compañeros del trabajo y las personas
con las que se había relacionado. Ella guardó silencio como si estuviera sola.
Alfonso se enfadó y salió a dar una vuelta. Tomó la dirección hacia la plaza y
poco a poco fue comprendiendo que las veces se había cruzado con el tal Danilo
no eran casualidades. Se enfadó mucho, aceleró el paso y sudó copiosamente. No
le dolía la infidelidad de su mujer. En cierto grado era de esperarse. No era
muy compatibles y habían dejado crecer la relación con deformaciones. Se
preguntó si tendría el valor de proponérselo esa misma noche a Marta. “Es
imposible seguir, le diría, te propongo que lo dejemos para siempre. Así
viviremos mejor”.
No pudo decírselo porque ella salió y volvió cerca de las diez. Se
acostaron y ella se metió desnuda a dormir. La cercanía del cuerpo tibio lo
excitó. Trató de portarse cariñoso, pero no le estorbaba el rencor aunado a la
pasividad de Marta. Parecía un cadáver. Él se agitó con furia y ella se dio la
vuelta. Pronto se quedó dormida. Alfonso ya no concilió el sueño y estuvo dando
vueltas en el colchón, luego parecía una mosca enajenada en la cocina. Salió al
balcón y miró la tranquila ciudad sumida en una ligera penumbra. “No me queda
otra solución, dijo mientras echaba el humo del cigarrillo por la nariz, tengo
que vengarme”. Le habría sido mucho más fácil irse a vivir a su pueblo. Allí
olvidaría pronto a su mujer y trabajaría tranquilo en el huerto de su madre. Lo
malo fue que al imaginar a Danilo en su habitación se le retorció el estómago. Pasaron
algunos días y Alfonso fue notando algunos cambios en Marta. Se compró ropa más
provocativa, se tiñó el pelo de rubio y se depiló las cejas. El maquillaje se
hizo más delicado y ella se transformó en otra mujer. Lo más grave fueron los
encuentros con Danilo. Lo comenzó a ver con más frecuencia y, a pesar de que
Alfonso se tranquilizaba diciéndose que eran coincidencias, la vida le mostró
que estaba equivocado.
III
Un mal presentimiento sacó a Alfonso de su trabajo. Sentía que los nervios
se le llenaban de electricidad. Le temblaban las manos y una voz en su interior
le repetía sin cesar: “Eres un cornudo inútil, ve de una vez a tu casa y
sorprenderlos. A ver si dejas escapar a ese miserable que se acuesta con tu
mujer”. Él sabía que estaba en lo cierto. Las miradas bufonas de Danilo, así
como la indiferencia de Marta y todos los cambios que había sufrido indicaban
que era verdad y que solo tenía que presentarse en su casa en una hora desacostumbrada
y los cogería con las manos en la masa. Eso lo electrificaba y le ponía los
pelos de punta. Además, no sabía cómo reaccionaría si los encontrara juntos. Al
final, la tensión lo obligó a comprobar su hipótesis. Cogió un destornillador
muy grande, se lo puso en el cinturón como si se tratara de una espada y se fue
del trabajo. Caminó impulsado por la ira. Sus zancadas eran grandes. Vio el
portal de su edificio y se apresuró. Subió de dos en dos los escalones y llegó
hasta su puerta. De pronto se vio rezando para no encontrar a nadie, sin embargo,
le pareció escuchar jadeos. Se controló y abrió con sigilo la puerta. La escena
que encontró lo fulminó y estuvo a punto de arrojarse sobre Danilo que tenía
cogida a Marta por las caderas y la empujaba con fuerza. Ella se resistía y
apretaba la manta que cubría el diván. Los gritos, palabrotas y jadeos eran de
placer. Estaban en pleno éxtasis. Alfonso no pudo coger el destornillador y
sintió que iba a vomitar, por eso salió y cerró la puerta sin azotarla. Nadie
lo notó. Estaba hirviendo y se cayó de rodillas en la calle. Un hombre lo ayudó
a levantarse y le ofreció unos pañuelos desechables para que se sonara la
nariz. Alfonso se quedó recargado en un muro y cuando le regresaron las fuerzas
se fue despacio a un bar a ocultarse.
Pidió ron sin refresco. Se tomó casi media botella y al sentir mitigado su
odio se fue a su casa. Eran las once de la noche. Marta estaba duchándose y él
se metió en la cama. Se durmió pronto. A la mañana siguiente se levantó con una
resaca muy fuerte. Hacía tiempo que no bebía tanto, además la mezcla de hiel y
alcohol lo había desfigurado. Tenía los párpados hinchados y le dolía la
cabeza. Marta le dio los buenos días sin mirarlo y se marchó a trabajar.
Alfonso quiso decirle que se quedara, que estaba dispuesto a cambiar si dejaba
al estúpido de Danilo. Las palabras se le quedaron como granitos de arena entre
los dientes. Hizo un gesto obsceno y se tumbó en la cama de nuevo. Soñó que era
él quien tenía a Marta desnuda y apuntalada, que era él quien gritaba esas
palabras vulgares y quien al final le proporcionaba a su mujer el deseado
placer. Cuando salió de su embeleso y se vio en los terrenos de la realidad
lloró de furia. “Tienes que urdir algo, Alfonso, se dijo rechinando los
dientes, esto no se puede quedar así. ¿Por qué lo dejaste ir? Lo tenías a
bocajarro. Él no habría tenido excusa y se habría marchado con el rabo entre
las patas desangrándose como un mal bicho. Es que… ¿Acaso tuviste miedo,
marica?”.
Alfonso reconoció que, en efecto, había tenido miedo. Un temor atroz de que
su mujer le dijera que era un impotente y negado para el sexo lo paralizó. El
temor al ridículo lo había sacado de su propia casa como a un cobarde en la
batalla. ¿Qué habría importado si Danilo hubiera muerto como un toro de lidia
con la espada atravesándole los pulmones y el corazón? Podía haber dicho que
era un ladrón que se había metido a su casa y que lo había matado por violar a
su esposa. Y ¿Marta? A ella no le habría quedado otra que confirmar la versión
del atraco. Comenzaron a rondarlo seres imaginarios. Gente malvada sin escrúpulos.
Escuchaba sus voces. Todos le animaban a vengarse. “!Mátala! ¡Mátala! ¡Es una
pérfida! Esa arpía te ha estropeado la vida entera. Solo tienes que ahorcarla,
echarla en el maletero de tu coche y enterrarla en el huerto de tu madre. Ya
sabes que a tu madre no le gusta la jardinería. ¡Nadie lo descubrirá jamás!
¡Hazlo! ¡Hazlo!”. La idea se fue convirtiendo en un sapo desagradable que cada
vez ocupaba más espacio en su cráneo. Llegó un momento en el que ya no lo pudo
soportar.
IV
Actuó rápido. Se quedó con la
sensación de que Marta se había marchado de este mundo como un ángel. Luego la
había bajado en la madrugada al coche y se la había llevado. Estaba seguro de
que nadie lo había visto. Además, en caso de que lo vieran, la calle no estaba
bien iluminada y solo con un gran reflector habrían visto que las maletas que
llevaba estaban mojadas de sangre. Hizo el recorrido de madrugada. Su madre lo
sorprendió por la mañana todavía tapando la fosa. Le preguntó qué hacía y él le
dijo que estaba cortando la hierba que estaba muy crecida. Pasó la mañana con
su madre y le dijo que pensaba irse a vivir con ella porque Marta lo había
dejado. La señora Consuelo se alegró mucho, pues nunca le había gustado su
pretenciosa nuera. Le parecía muy frívola y se lo dijo a Alfonso. “Se fue con
otro hombre, ¿verdad?”. A Alfonso le costó mucho aceptarlo y se inventó un nombre.
“Sí, madre, se fue con un tal Rafael Godínez”.
La señora torció los labios como si ese nombre le causara una sensación
agridulce. Por la tarde se despidieron y por el trayecto Alfonso se deshizo de
las maletas. Revisó el maletero y pidió que se lo lavaran en un car wash. En su
casa se dedicó a la limpieza profunda y hasta que no quedó todo impecable no
paró. Se aprendió de memoria la historia que contaría y se puso a beber para
lavarse la pena por dentro. Pidió un permiso en el trabajo para faltar una semana.
Durmió y bebió sin parar. Cuando sintió que su penitencia había llegado a su
fin se tomó la última botella que tenía. “No volveré a tomar jamás— se dijo
contento de poder rehacer su vida—, me iré a casa de la Diana y en unos años
venderé este piso, luego pondré tierra de por medio y se olvidarán todos de que
alguna vez vivieron aquí una ramera y su cornudo marido”.
Se cruzó también con Danilo que lo saludó como siempre. Alfonso le confesó
que tenía que hablar con él. Un poco desconcertado, Danilo, le dijo que podían
hablar en el bar, pero Alfonso insistió en que fuera en un lugar más discreto.
Los dos vivían cerca, pero la casa de Danilo era más apropiada, así que se
fueron allí. Por el trayecto intercambiaron palabras superfluas. Uno sospechaba
que el asunto era la infidelidad y el otro solo se ocultaba de los paseantes.
Llegaron al portal. Entraron y subieron hasta el cuarto piso. Cuando Entraron
al apartamento, Alfonso dijo que había un bochorno intenso. Danilo le dijo que
podía abrir la ventana, pero al no poder hacerlo, Alfonso, él mismo se acercó
al ventanal y giró la manilla. De forma inesperada perdió el equilibrio. Se oyó
un grito aterrador en la calle. Alfonso cerró con cuidado la puerta borrando
sus huellas dactilares y bajó. Una señora había visto cómo en vuelo libre, un
hombre le caía del cielo. Por lo inesperado de la escena y, el estruendo de un
cuerpo al impactarse con el hormigón de la acera, la señora estuvo a punto de sufrir
un infarto. Salieron los vecinos y el carnicero, aun sosteniendo su hacha
comentó que se trataba de un accidente. “Se ha caído, el muy pobre, miren esa
ventana abierta de par en par”. Todos voltearon a verla y movieron la cabeza.
Alfonso se fue a su casa.
Se sentó en el diván y le pareció que escuchaba los gemidos de su mujer y
las palabrotas de Danilo. “!Qué te jodan, hijo de puta!—farfulló Alfonso
mientras masticaba un hielo—¡Bien merecido se lo tienen los dos, cabrones de
mierda!”. Estaba seguro de que ya nadie haría declaraciones en su contra.
Estaba limpio. Solo le restaba dejar que las cosas se fueran enfriando y se
marcharía al campo para siempre.
Unos días después, Alfonso, oyó que tocaban a su puerta y abrió. “Buenos
días—le dijo René Gómez—, necesito hacerle unas preguntas”. Alfonso no se podía
negar. Dio un paso hacia atrás y permitió que entraran sus visitantes. Los
invitó a sentarse en su pequeño diván, cogió una silla y se puso frente a ellos
para saber lo que deseaban. Repasó la historia que se había aprendido de memoria
y esperó a que le hicieran las preguntas.
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