La embarcación llevaba media hora de trayecto, el viento comenzó a soplar
con fuerza. Las nubes opacas descendieron atraídas por la inquietud del mar. La
tripulación estaba muy ocupada con las velas, el capitán ordenó que se
retiraran los objetos de cubierta que pudieran caer al mar. El casco había sido
reparado y relucía chocando con las agitadas olas. La proa comenzó a picotear
la superficie del océano sumergiéndose hasta las amuras, la agitación y
balanceo producían vértigo hasta en el más intrépido de los marineros.
Resistían con valor porque sabían que su misión era trascendental para el nuevo
rumbo que tomaría la humanidad. Solo el abogado Fuentes parecía indiferente a
los fuertes silbidos y estrepitosos empujones de la inclemencia del tiempo.
Estaba analizando uno de los artículos del código penal que podría ofrecerle
una salida a su contrincante en el juicio. Ya había encontrado todas las
salidas y con astucia había pegado en cada agujero una adherente consigna o
acusación. Asencio no podía resistir las embestidas del barco, ya desde el
puerto las arcadas lo torturaban, ahora con el estómago vaciado se aferraba a
lo que podía. Su camarote estaba cerca de la batería de toldilla, por eso
sufría como en un parque de atracciones los prolongados vaivenes de un carro de
la montaña rusa.
“Esto durará bastante, muchacho—le dijo el capitán asombrado de verlo tan
blanco, casi sin tonalidad humana—, tendrás que ser fuerte. Las pruebas duras
te esperan en tierra firme”. Asencio ni siquiera lo miró, temía que lo viera un
riguroso hombre acostumbrado a los peores ataques de las bestias marinas. Lo
había abandonado la determinación, esa señora rica y astuta que lo engatusó y
animó, con su aspecto soberano, a que declarara en contra del Cardenal obispo.
Lo conoció en el catecismo cuando el supuesto Isidoro Santo le echó el ojo.
“¡Serás iluminado, hijo mío!”—le dijo abrazándolo como si fuera un enviado del
cielo. Asencio se lo creyó, se imaginó vestido de héroe salvando la casa del
señor. Uno era el portador de la fe y la esperanza en la salvación del espíritu
y el otro, un niño entrando en la adolescencia que tenía ganas de creer. Fue
engañado y desviado por muchos años del camino correcto. Le fue mostrada la
autoridad de Dios y sus grandes amenazas a la desobediencia, la voz de Jesús
era débil en aquel entonces porque el estudio era del génesis, de los profetas,
los reyes y la migración del pueblo elegido. Con ellos, Asencio salió hecho un
esclavo, sufrió el hambre, la sed y el abuso de los poderosos que cada vez se encontraban
con él vestían atuendos muy lujosos y extravagantes. Isidoro subió como la
espuma de simple religioso a diácono, luego sacerdote, después obispo y si no
se lo hubieran impedido sería un cardenal pretendiendo el lugar del Papa.
El letrado Fuentes llamó a Asencio, le dijo que lo protegería de los
truenos que en ese momento comenzaron a estallar en el cielo. Eran las
vociferaciones del mismo Señor, que, dada la imposibilidad de demostrar la
inocencia de sus emisarios, rezumbaba en el firmamento. La amenaza era una
condena al infierno en el reino de Poseidón. Sonaron los cánticos del coro
formado por las voces de Nietzsche, Tolstoi, Schopenhauer y Hegel en defensa
del pobre joven que quería enfrentar al ejército de la fortaleza del
Todopoderoso. “El reino del verdadero Dios está dentro de nosotros, no es más
que la filosofía de la bondad y el amor que nos dejó Jesucristo. No le hagas a
los demás lo que no quieres que te hagan a ti, no generes la violencia, ama sin
intereses personales y libera tu cuerpo de los malos deseos, mata esos demonios
con la paz del espíritu”. Esa era la novena sinfonía de los rezos de los
hombres de la embarcación, fuera, la lluvia torrencial era la fuerza del Clero
secular cuidando sus intereses. La voz del Papa canonizaba para inmunizar a sus
demonios. Isidoro Santo había ocultado su cuerpo lobuno debajo de las sotanas y
casullas. El lobo del hombre, la bestia pervertida tendría que organizar a sus
soldados de infantería para recibir a estos argonautas improvisados que iban al
laberinto de Dédalo a matar al minotauro. No tenía las armas de Ariadna, no
tenía la fuerza y determinación de Teseo, pero ya había visto su muerte y la de
sus compañeros en sueños mitológicos. Era para salvarse y salvarlos a ellos,
para tomar una venganza que no era la guillotina, ni la horca, ni el fusil,
solo destaparle la cara al Anticristo que se había ocultado junto con miles de
sus cómplices en la casa de Yahvé. El Mesías usó el látigo dijo el licenciado
Fuentes, tú usarás la voz como arma, tu lengua será afilada, desgarrará la
hipocresía, desnudará a los traidores y mutilará discursos episcopales y, tal
vez, derribe la guarnición de arcángeles; pero debes ir hasta el final.
Oscureció el cielo diurno y la nave avanzó como una pequeña hoja otoñal en
un río brumoso. Se evitó la luz de los quinqués y se dejó el faro de la
esperanza. El corazón guió el camino de los pasajeros. Nadie cayó al mar. Las
fauces de los tiburones se confundían con las crestas de las olas. Salieron las
grandes serpientes del fondo del mar, endemoniadas mantarrayas, cíclopes de
tentáculos se dejaban arrastrar por la embarcación en su intento de hundirla. No
lograron aplacar la fuerza de la justicia, que con una bandera pulcra se mantenía
firme ante los ataques del viento. “¿Recuerdas lo que vas a declarar?—preguntó
Fuentes con los oídos fijos en el oscuro silencio y los ojos abiertos a la
respuesta—. Es importante que lo declares todo, en caso contrario fallaremos y
esta oportunidad se perderá para siempre, nos mandarán al infierno por
calumnia. Sabes que no tenemos testigos y es tu palabra contra la de él. Nadie
más se atrevió a enfrentar la ira de los sermones, los pasajes del Antiguo
Testamento, pero la voz del hijo del hombre saldrá por tu boca y dirás la
verdad. Será como El Espíritu Santo con alas blancas que destellarán en esa
sala de ignorancia. No será un juicio eclesiástico, habrá civiles y militares, se
presentará el emperador y habrá crucificados. Atestiguarán contra ti los
filisteos, te querrán cambiar por un criminal en las Pascuas, pero tendrás
nuestro apoyo, nadie te venderá por treinta monedas. No habrá ilusos colgándose
de las ramas de los robles.
Tres semanas duró el viaje y al final vieron la costa. ¡Tierra! ¡Tierra!—gritaba
el vigía que se había dejado las fuerzas enredadas con los rayos de luz de las
estrellas—. La brisa llegaba con las voces de las sirenas. Todas estaban fuera
del agua con vestidos blancos y pancartas. Pedían justicia. Asencio recobró el
color, se le calentó la piel y se puso moreno, le brillaron los ojos con
pupilas de zafiro. Quiso hablar, hacer promesas y recoger denuncias, pero
Fuentes le pidió modestia. Se bajó con prudencia del barco, sus altas botas se
mojaron y se tuvo que enredar la capa para no empaparla. Su sombrero con pluma
y enfundada espada le valieron las palmas. Lo subieron en un corcel y lo
escoltaron con una peregrinación, parecía un paso de trono en Semana Santa, los
ojos lo miraban por las celosías de la curiosidad. La gente lo tocaba esperando
un milagro. No duró mucho la magnificencia de la acogida porque aparecieron los
verdaderos encapuchados. Estaban ordenados en filas con sus túnicas blancas,
sus capirotes y crucifijos. Sus ojos echaban fuego y algunos se desenmascararon los
capuchones para mostrar su gesto amargo.
Había reservada para el valiente comandante una casa de adobe con techo de
paja. No era un pesebre, pero lo parecía el mobiliario. Había puertas marcadas
con estrellas de David. Se culpaba la ineficiencia de Moisés y sus tablillas petrificadas.
El día era hermoso, la gente comía pan ácimo y vino joven. Algunos no se
retractaron de hacer los sacrificios y quemaron corderos para satisfacer el
hambre de El Creador. Por recomendación de Fuentes, Asencio no salió a la
calle, guardó ayuno y se dedicó a meditar. En realidad, estaba repasando sus
declaraciones. Dejó que los recuerdos surgieran como pequeños tallos de
legumbres. “Ve cómo aparecen, Asencio—le dijo al oído el experimentado abogado—,
guárdate en la mente esos gérmenes y describe tus sensaciones para que puedas
describirlos ante un juez”. Asencio con los ojos cerrados lloraba porque los
recuerdos le nacían del vientre y se estremecía. Al final reconstruyó todo el
pasado y se quedó dormido. Llegó el día esperado.
El día decisivo. Asencio salió con el pelo ungido de aromáticos aceites,
tenía puesta unas sandalias viejas, su atuendo era humilde y las sortijas de su
pelo habían creado una corona espinosa en su cabeza. Decidió hacer el camino a
pie. Era como un viacrucis, sufría amenazas, era acusado de blasfemo, las
lenguas le lamían la espalda como latigazos. Los ojos furibundos lo hacían
sudar sangre. No se hincó, ni pidió ayuda. Alguien se compadeció de él y le dio
de beber. Caminó por una pendiente hacia la cima de la montaña donde estaba el
capitolio. Ya lo esperaban las togas y un martillo. El murmullo llegaba hasta
él, se le metía en el tuétano y le impedía avanzar, sin embargo, los rostros
conocidos de sus seguidores le dieron fuerza. No habrá gallo que cante al
amanecer, todos estarán fuera de la suprema corte, nadie te negará tres veces y
saldrás resucitado sin morir en la cruz.
En la entrada. Había monjas y sacerdotes vendiendo trozos de La Sábana
Santa, crucifijos de leña y biblias traducidas y corregidas por Dios. Los
limosneros miraron al osado joven y se curaron de la lepra. “Existe—dijo un
hombre que había comprado, con ruegos y clemencia, cientos de botellas de
alcohol—Es de verdad”. Claro que existe, idiota—le dijo un hombre más joven que
reconoció la bondad de Asencio y se arrodilló—. Asencio, cuando estés en el
reino del Señor, acuérdate de mí, confiésalo todo. Él lo cogió de las manos y
le dijo que esa misma tarde estarían los dos sentados declarando en nombre de
la verdad. Se abrieron unas enormes puertas y brilló el piso de mármol. Avanzó
Asencio sigiloso como un gato en una casa nueva. Le señalaron su sitio, quedaba
frente al juez. La sala estaba llena y las personas enmudecieron. Solo sus ojos
parecían tener vida. El aire se quedó inmóvil. Esperando que alguien lo
exhalara. Fueron unos niños que no sabían lo que pasaba quienes lo inhalaron,
pero su intuición les decía que ese hombre con rostro amargado les salvaría.
“Dejad que los niños se acerquen a mí—exclamó una voz que descendió de la
cúpula más alta— y quien se atreva a manchar su pulcra alma con manos sucias se
retorcerá en el infierno”. La voz inundó con un eco ferroso la atmósfera y
Fuentes se presentó ante el juez.
Empezó la sesión y el cardenal Isidoro Santo fue interrogado. Respondió con
los ojos aposentados en la nada, esperaba que las fuerzas del mal, con las que
había pactado la venta de su alma, lo salvaran dándole los recursos para
engañar, pero no había nada. No acudían las fuerzas demoníacas, solo tenía ante
si a la depravación con cara lujuriosa tirada, abierta de piernas; el deseo
estaba de cuclillas entumecido, temblando con escalofríos; el valor que lo
había ayudado a dormir con la conciencia tranquila salió de forma
imperceptible. Entonces le comenzaron a vibrar las piernas, gritó pidiendo la
intervención de Dios, pero rápido comprendió que estaba solo. Nadie lo secundó
cuando justificó sus actos. El dolor se le escurrió por las piernas cuando oyó
que sería condenado a la cárcel de por vida. Escuchó sin levantar la cara una
lista de nombres que le llenó la cabeza con hoyos de alfiler. Minutos después
se le detuvo la respiración y quedó tan tieso que lo sepultaron sentado y de
cabeza.
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