El hombre se transformó en asesino. Todo fue circunstancial, el éxito y la
vida pública lo arrastraron al homicidio. Alicia lo vio acompañado de una joven
muy atractiva. Carlos iba con su traje de oficina, pero su acompañante parecía salida
de una pasarela. Tenía porte y el viento le acariciaba el pelo. No se le veía
muy bien el rostro, pero se adivinaban una nariz afilada, unos pómulos grandes
y unos ojos seductores. Alicia los siguió guardando una distancia razonable.
Los vio elegir unas joyas. Salieron y se besaron como dos tórtolos. Cuando lo
constató todo, se dio la vuelta y se fue a su casa. No podía controlarse,
quería compartir su desgracia con alguien, pero las piernas se le habían hecho
de hierro, en el estómago la náusea le daba vueltas y las arcadas eran como
golpes secos. Llamó a su esposo, no tuvo suficiente empuje para hablar. Él le
devolvió la llamada. Hizo un esfuerzo enorme por controlarse y lo único que
consiguió fueron unas cariñosas recomendaciones de su cónyuge.
Tenía que actuar. Ella había creado al ejecutivo, le había abierto las
puertas en la alta sociedad y, él, lo había aprovechado todo hasta la última
migaja. La gente importante sintió su atracción. Lo respetaban porque su
argumento más convincente era decir que su mujer llevaba las finanzas y él solo
se limitaba a convencer a la gente de invertir y hacer donaciones benéficas. En
realidad, era así, pero el veinte por ciento de esas jugosas sumas le
pertenecían. Con sofisticados trucos conseguía que un pequeño flujo se desviara
hacia su cuenta personal. Nadie lo había visto engañar a su mujer y, según la
opinión general, era el hombre más fiel del mundo. Eso era lo que derrumbaba
las sospechas de Alicia, había una voz pegajosa en su interior que le repetía:
“No seas tonta, él jamás lo haría, seguro que era otro hombre o el beso solo
sucedió en tu imaginación”. Ella terminó aceptándolo todo, pero en la calle un
suceso le despertó de nuevo la duda.
Al salir del supermercado una mujer que estaba hablando por teléfono chocó
con ella y le estropeó la compra. Las mermeladas mancharon toda la comida y la
nerviosa mujer se ofreció a compensarle la pérdida. Alicia se negó y aceptó,
sin quererlo, la tarjeta de la descuidada dama. Resultó que era detective
privada. Alicia no podía creerlo, le parecía que las cosas se las había puesto
Dios en las manos. Primero la tarjeta, luego una página de Internet en la que
había una serie de recomendaciones de la talentosa Marga Perón que le había
devuelto la felicidad a muchas mujeres engañadas. Alicia mandó unos mensajes,
luego llamó y tuvo una entrevista. “No lo he comentado con nadie—dijo Alicia
con recelo—es que no lo he confirmado y no me gustaría acabar ni con la
reputación de mi marido ni con la mía. Daría lo que me pidieran por que desapareciera
esa zorra”. Marga le planteó el problema desde otra perspectiva y le dijo a su
nueva clienta que entre sus conocidos había hombres mil veces más guapos que Carlos
y que la desagradable mujerzuela doblaría las manos o, abriría las piernas,
según se quiera entender, al ver a un hombre joven, guapo, amable y con dinero.
El plan quedó así: le pondría en su camino a un ejemplar de ese tipo a la amante
de su esposo. Le tendería una emboscada y la ridiculizaría frente a Carlos, éste,
al saber de las aventuras de su querida, la dejaría y las cosas volverían a la
normalidad.
Pasaron dos semanas y un inspector se presentó ante Alicia para investigar
un asesinato. Alicia no pudo responder a las preguntas y al no tener una
coartada, fue detenida. Se llevó a cabo el juicio y resultó culpable. Sus
huellas digitales estaban en el arma, las pistas llevaban directamente hacía
ella y el móvil era evidente: celos y venganza. Su abogado no pudo hacer nada
porque la defensa era un laberinto de callejones sin salida. “Solo alguien que
estuviera dentro de su casa podría haberlo organizado de una forma tan
perfecta, querida Alicia, entiéndalo— dijo el abogado antes de dejarla en su
celda—, teníamos todo en contra. Si le sirve de consuelo le diré que es posible
que algún día encuentre a esa mujer que me describió. Lo malo es que no hay
rastros, parece algo inventado por usted. Perdóneme”. Alicia se sentó en la
cama y se quedó callada para siempre.
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