sábado, 19 de enero de 2019

El palpador


Habían pasado varios años de duros sufrimientos. Lo peor era el aislamiento al que se le había condenado al brillante, pero ignorado artista. Dorín no tenía idea del tiempo que había pasado trabajando porque no se había fijado en los calendarios ni en los relojes, se había sumergido en un largo túnel elaborando su obra y los únicos bienes con que contaba eran un montón de hombres célebres y mujeres guapas y excitantes de mármol. Casi no le quedaban figuras de barro, ya las tenía todas inmortalizadas en piedra nívea, las había conducido con maestría, usando su cincel y su martillo, al cuerpo bruto de la piedra. Lo más asombroso era que los escritores, filósofos y músicos no se parecían a los que conocía la gente en los cuadros o en los libros. Gestau les había logrado quitar su galvanoplastia social o cultural y los había dejado en carne viva ante los ojos de los espectadores. Al tocarlos, la gente habría podido decir que a las personas a las que habían pertenecido los cuerpos de Dostoievski, Zola, Víctor Hugo, Maupassant o Tolstoi se les notaba su temperamento real. Fiodor, por ejemplo, irradiaba unas ondas que afectaban a las personas sensibles y les producía epilepsia, también el contacto con su rostro o sus manos transmitía sensaciones completamente inesperadas para los curiosos. Era necesario sólo rosar un poco a la estatua para que los sufrimientos de los pobres campesinos rusos del siglo XIX se les desplazaran como hielo por la espina dorsal. Dostoievski también podía hacerles sentir que eran avasallados por la locura, pero no de una demencia habitual, más bien se proyectaba como un rayo de luz tan placentero y luminoso que lo único que se podía hacer era implorara a dios. Con Tolstoi era muy diferente porque quienes iban con la intención de complacerse con la prosa melódica y sabia del maestro se encontraban con una sola frase dándoles vueltas dentro de la cabeza:

 “El reino de Dios está en ti y vosotros”.

Le preguntaban a Gestau cómo lograba capturar esas impresionantes características y él contestaba que sentía con las palmas y el tacto desarrollaba en su imaginación al personaje con todas sus virtudes y defectos. «Cuando estaba haciendo la escultura de Víctor Hugo, él no me permitía tocarlo, por eso debía limitarme a observarlo de cerca y para poder enganchar sus palabras con su cuerpo, tocaba el aire tibio que dejaba en sus recorridos y una muchacha joven me leía en voz baja los mejores fragmentos de sus obras, pero fue solo un pasaje de “El hombre que ríe” el que me dio la solución, es decir que me llenó la cabeza con una hermosa composición que producía con los dedos un chico que interpretaba música recorriendo con las yemas de los dedos los bordes de unas copas con agua. Fui capaz de trasladar al escritor gracias a las notas que me traían una parte del cuerpo y el espíritu del creador de “Los miserables”. Todo él era una fuerte sinfonía de rugidos y ronroneos de animal salvaje que, a ratos era dócil y después peligroso. Me iba con esas notas a mi taller y modelaba el barro, luego al hacer los moldes se venía toda la inspiración y mientras los pequeños trozos de piedra se iban desprendiendo con los golpes del metal, en la esencia de la materia bruta se filtraban los sufrimientos, congojas y deleites del maestro narrador. Llegó un momento en que el mármol parecía plastilina y terminé el trabajo con pericia. Con las mujeres era otra cosa porque a diferencia de los hombres vivos o muertos, ellas sí dejaban que las tocara y que les arrancara con ternura la más hermosa sensibilidad de su ser. Compartían conmigo su carne para que la probara y la guardara enjugada en nuestros sudores. Así pude representar a afrodita en diferentes posturas, incluso ella me decía cómo deseaba que fuera su Adonis y yo se lo creaba en agradecimiento. Todas mis modelos me decían que era un perfecto obrero con experiencia, que mi arte era el de desfigurar la piedra y vituperarla hasta convertirla en algo tibio, sensual y ligero».

Un día Gestau se quedó atrapado en su sueño, no murió, más bien se quedó como un extraño en una nación de imágenes irreales para su mundo. La primera vez que se dio cuenta de que estaba ahí fue cuando en un concurso de escultura le rechazaron su obra que representaba a un hombre con la nariz rota. Invitó a los críticos a recorrer no solo con los ojos la pieza, sino tocarla y sentir los bordes, les pidió que se imaginaran cada rasgo en la oscuridad o a la luz de una vela, pero nadie le hizo caso y lo echaron con el horroroso busto. Se encontró con personas que no lo entendían, les suplicaba que acariciaran sus obras, pero todos le dijeron que estaba loco, que la escultura es solo piedra bien trabajada y es hermosa cuando es estética, además era imposible que irradiara energía y mucho menos que estuviera tibia. Decepcionado se fue a buscar a sus modelos, las dibujó en hojas ardientes de papel grueso, sacó la arcilla y comenzó a crear su magia y decantó sus pasiones en la maleable arcilla. Las chicas se levantaron de su aposento y se pusieron sus batas, Dorín les pidió que pasaran la palma de la mano por encima de las figuras y que dijeran cuáles eran sus sensaciones. Respondieron que era solo barro frío y que se endurecía al perder humedad. Todos los intentos por convencerlas fueron inútiles y se quedó perplejo cuando las abrazó y quiso desnudarlas para extraerles la pasión y ellas se negaron amenazándolo con llamar a las autoridades. Enfadado se fue directamente a ver a su concubina. Ella estaba trabajando en una estatuilla. “Se llama los bailarines—dijo ella con una sonrisa de creador satisfecho— y será presentada en los mejores museos, junto a tus obras, por supuesto”. Gestau pasó las yemas de los dedos encima de los enamorados y no sintió la música, ni percibió los latidos del corazón de los amantes y se le formó un rostro de hiel, abrazó a Licama y trató de desvestirla como lo hacía en la vida real, pero ella sacó una hojita con unos garabatos dibujados a lápiz. “Lee—le ordenó acomodándose la ropa—y si cumples tus promesas seré tuya”. No hubo lectura en voz alta, se quedó Dorín apretando los dientes, farfullando su rencor. No recordaba cuándo había escrito tales estupideces. No tenía planeado casarse, ni ir a Italia y, mucho menos, presentar a su amante en sociedad. No tenía el valor de romper las estatuillas porque una vez había sentido la agonía, el dolor y la muerte de un pájaro que tiró al piso. El ave quebrada despertó en él la sensación del vértigo, luego una presión inmensa en la cabeza y al final el desprendimiento de los brazos o alas que, arrancados por una mano enorme, lo dejaron inconsciente. Desde esa ocasión era cuidadoso y evitaba cualquier distracción para que sus figuras, fueran de barro o piedra, nunca se resquebrajaran o se hicieran añicos. No quería desprender a la pareja ni suspenderles el baile, de ser otro hombre lo habría hecho arrojando todo por la ventana, pero le temblaban las manos. Decidió ir a tocar los árboles y cuando los tuvo a su alcance notó que su corteza era otra. No transmitía nada, era solo la curtida piel de tronco que no le inspiraba más que aspereza.

Empezó a buscar su capacidad perdida trabajando sin descanso. Se concentraba con todas sus fuerzas para destilar lo poco que le ofrecían ahora los objetos y las personas. Ni siquiera los niños con su ternura e inocencia le pudieron dar un poco de la milagrosa pócima que producían sus voces y sonrisas. No paró en muchos años. Logró el reconocimiento, cambió los conceptos del arte, ganó premios y dinero, siguió espulgando en los objetos y las personas para encontrar ese don perdido y logró obtener unas cuantas gotas del elixir. En esa tierra onírica las pequeñas menudencias cristalinas eran suficientes para mostrar la belleza, la pasión, el deseo y el sufrimiento, pero no eran suficientes para el artista que envejeció de forma prematura y una noche vio las estrellas y pensó que era el momento de despertar de elevarse al espacio sideral. Lo pudo hacer y volvió a su lugar de origen en el que todo era cálido y bello.       

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