Habían pasado varios años de duros sufrimientos. Lo peor era el aislamiento
al que se le había condenado al brillante, pero ignorado artista. Dorín no
tenía idea del tiempo que había pasado trabajando porque no se había fijado en
los calendarios ni en los relojes, se había sumergido en un largo túnel
elaborando su obra y los únicos bienes con que contaba eran un montón de
hombres célebres y mujeres guapas y excitantes de mármol. Casi no le quedaban
figuras de barro, ya las tenía todas inmortalizadas en piedra nívea, las había
conducido con maestría, usando su cincel y su martillo, al cuerpo bruto de la
piedra. Lo más asombroso era que los escritores, filósofos y músicos no se
parecían a los que conocía la gente en los cuadros o en los libros. Gestau les
había logrado quitar su galvanoplastia social o cultural y los había dejado en
carne viva ante los ojos de los espectadores. Al tocarlos, la gente habría
podido decir que a las personas a las que habían pertenecido los cuerpos de
Dostoievski, Zola, Víctor Hugo, Maupassant o Tolstoi se les notaba su
temperamento real. Fiodor, por ejemplo, irradiaba unas ondas que afectaban a
las personas sensibles y les producía epilepsia, también el contacto con su
rostro o sus manos transmitía sensaciones completamente inesperadas para los
curiosos. Era necesario sólo rosar un poco a la estatua para que los
sufrimientos de los pobres campesinos rusos del siglo XIX se les desplazaran
como hielo por la espina dorsal. Dostoievski también podía hacerles sentir que
eran avasallados por la locura, pero no de una demencia habitual, más bien se
proyectaba como un rayo de luz tan placentero y luminoso que lo único que se
podía hacer era implorara a dios. Con Tolstoi era muy diferente porque quienes
iban con la intención de complacerse con la prosa melódica y sabia del maestro
se encontraban con una sola frase dándoles vueltas dentro de la cabeza:
“El reino de Dios está en ti y
vosotros”.
Le preguntaban a Gestau cómo lograba capturar esas impresionantes características
y él contestaba que sentía con las palmas y el tacto desarrollaba en su
imaginación al personaje con todas sus virtudes y defectos. «Cuando estaba
haciendo la escultura de Víctor Hugo, él no me permitía tocarlo, por eso debía
limitarme a observarlo de cerca y para poder enganchar sus palabras con su cuerpo,
tocaba el aire tibio que dejaba en sus recorridos y una muchacha joven me leía
en voz baja los mejores fragmentos de sus obras, pero fue solo un pasaje de “El
hombre que ríe” el que me dio la solución, es decir que me llenó la cabeza con
una hermosa composición que producía con los dedos un chico que interpretaba
música recorriendo con las yemas de los dedos los bordes de unas copas con
agua. Fui capaz de trasladar al escritor gracias a las notas que me traían una
parte del cuerpo y el espíritu del creador de “Los miserables”. Todo él era una
fuerte sinfonía de rugidos y ronroneos de animal salvaje que, a ratos era dócil
y después peligroso. Me iba con esas notas a mi taller y modelaba el barro,
luego al hacer los moldes se venía toda la inspiración y mientras los pequeños
trozos de piedra se iban desprendiendo con los golpes del metal, en la esencia
de la materia bruta se filtraban los sufrimientos, congojas y deleites del
maestro narrador. Llegó un momento en que el mármol parecía plastilina y
terminé el trabajo con pericia. Con las mujeres era otra cosa porque a
diferencia de los hombres vivos o muertos, ellas sí dejaban que las tocara y
que les arrancara con ternura la más hermosa sensibilidad de su ser. Compartían
conmigo su carne para que la probara y la guardara enjugada en nuestros
sudores. Así pude representar a afrodita en diferentes posturas, incluso ella
me decía cómo deseaba que fuera su Adonis y yo se lo creaba en agradecimiento.
Todas mis modelos me decían que era un perfecto obrero con experiencia, que mi
arte era el de desfigurar la piedra y vituperarla hasta convertirla en algo
tibio, sensual y ligero».
Un día Gestau se quedó atrapado en su sueño, no murió, más bien se quedó
como un extraño en una nación de imágenes irreales para su mundo. La primera
vez que se dio cuenta de que estaba ahí fue cuando en un concurso de escultura
le rechazaron su obra que representaba a un hombre con la nariz rota. Invitó a
los críticos a recorrer no solo con los ojos la pieza, sino tocarla y sentir
los bordes, les pidió que se imaginaran cada rasgo en la oscuridad o a la luz
de una vela, pero nadie le hizo caso y lo echaron con el horroroso busto. Se
encontró con personas que no lo entendían, les suplicaba que acariciaran sus
obras, pero todos le dijeron que estaba loco, que la escultura es solo piedra
bien trabajada y es hermosa cuando es estética, además era imposible que
irradiara energía y mucho menos que estuviera tibia. Decepcionado se fue a
buscar a sus modelos, las dibujó en hojas ardientes de papel grueso, sacó la
arcilla y comenzó a crear su magia y decantó sus pasiones en la maleable
arcilla. Las chicas se levantaron de su aposento y se pusieron sus batas, Dorín
les pidió que pasaran la palma de la mano por encima de las figuras y que
dijeran cuáles eran sus sensaciones. Respondieron que era solo barro frío y que
se endurecía al perder humedad. Todos los intentos por convencerlas fueron
inútiles y se quedó perplejo cuando las abrazó y quiso desnudarlas para
extraerles la pasión y ellas se negaron amenazándolo con llamar a las autoridades.
Enfadado se fue directamente a ver a su concubina. Ella estaba trabajando en
una estatuilla. “Se llama los bailarines—dijo ella con una sonrisa de creador
satisfecho— y será presentada en los mejores museos, junto a tus obras, por
supuesto”. Gestau pasó las yemas de los dedos encima de los enamorados y no
sintió la música, ni percibió los latidos del corazón de los amantes y se le
formó un rostro de hiel, abrazó a Licama y trató de desvestirla como lo hacía en
la vida real, pero ella sacó una hojita con unos garabatos dibujados a lápiz.
“Lee—le ordenó acomodándose la ropa—y si cumples tus promesas seré tuya”. No
hubo lectura en voz alta, se quedó Dorín apretando los dientes, farfullando su
rencor. No recordaba cuándo había escrito tales estupideces. No tenía planeado
casarse, ni ir a Italia y, mucho menos, presentar a su amante en sociedad. No
tenía el valor de romper las estatuillas porque una vez había sentido la agonía,
el dolor y la muerte de un pájaro que tiró al piso. El ave quebrada despertó en
él la sensación del vértigo, luego una presión inmensa en la cabeza y al final
el desprendimiento de los brazos o alas que, arrancados por una mano enorme, lo
dejaron inconsciente. Desde esa ocasión era cuidadoso y evitaba cualquier
distracción para que sus figuras, fueran de barro o piedra, nunca se
resquebrajaran o se hicieran añicos. No quería desprender a la pareja ni
suspenderles el baile, de ser otro hombre lo habría hecho arrojando todo por la
ventana, pero le temblaban las manos. Decidió ir a tocar los árboles y cuando
los tuvo a su alcance notó que su corteza era otra. No transmitía nada, era
solo la curtida piel de tronco que no le inspiraba más que aspereza.
Empezó a buscar su capacidad perdida trabajando sin descanso. Se
concentraba con todas sus fuerzas para destilar lo poco que le ofrecían ahora
los objetos y las personas. Ni siquiera los niños con su ternura e inocencia le
pudieron dar un poco de la milagrosa pócima que producían sus voces y sonrisas.
No paró en muchos años. Logró el reconocimiento, cambió los conceptos del arte,
ganó premios y dinero, siguió espulgando en los objetos y las personas para
encontrar ese don perdido y logró obtener unas cuantas gotas del elixir. En esa
tierra onírica las pequeñas menudencias cristalinas eran suficientes para mostrar
la belleza, la pasión, el deseo y el sufrimiento, pero no eran suficientes para
el artista que envejeció de forma prematura y una noche vio las estrellas y
pensó que era el momento de despertar de elevarse al espacio sideral. Lo pudo
hacer y volvió a su lugar de origen en el que todo era cálido y bello.
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