Se acomodó las copas de su sostén y se miró el vestido de satén azul celeste. Se puso la peluca y se miró el rostro con atención. Llevaba dos horas arreglándose lo mejor que podía, sin embargo, una ola de emociones desbordante lo obligaba a repetir algunas frases y gesticulaciones. Se había cambiado de vestido tres veces y no lograba decidir qué combinación sería la mejor. Tenía que dar una buena impresión, sobre todo por causa de la desagradable Araceli, la consentida de los jefes. Sabía que era mejor que esa lambiscona, pero su condición de toda la vida era un obstáculo en su trabajo y en la vida social. Le quedaba muy poco tiempo para ir a traducir al congreso.
Ya se le había olvidado cuándo había sucedido el cambio. Desde pequeño le había atraído el aspecto femenino. No era deseo sexual, sino admiración. Una especie de idolatría hacía su madre y sus amigas que siempre tenían mejor aspecto que sus maridos. Se dio cuenta muy pronto de que en el arreglo había seducción y llegó a adivinar cuales eran las maneras y movimientos femeninos que más intrigaban a los hombres. Lo descubrió en la mejor amiga de su madre. Teresa se llamaba. Era joven y de pelo castaño, no era nada atractiva, pues su nariz era demasiado afilada, tenía la boca fina en exceso y sus ojos, que podían haber destacado por las enormes pestañas, estaban apagados. Todos esos rasgos no armonizaban en su cara. El secreto radicaba en la forma de mirar, de llamar la atención, de moverse y de hablar. Cualquiera hubiera dicho que Teresita era un hombre encantador vestido de mujer. Sí, en efecto lo parecía, pero estaba casada y con dos hijas.
Él estudiaba su estrategia y la repetía mentalmente. En las ocasiones en las que lo dejaban solo, se ponía frente al espejo y actuaba como ella. Pronto logró repetir con exactitud los movimientos, logró darle a su voz la entonación adecuada y aprendió a montarse en unas zapatillas altas de su madre. Después, le resultó imposible dejar su afición y cada vez era más violenta la necesidad de actuar disfrazado. Fue por eso que se independizó pronto. Encontró un trabajo de dependiente en un almacén y en su tiempo libre ensayaba y les dedicaba muchas horas a las lenguas. Los fines de semana visitaba a sus padres y jugaba al fútbol con sus amigos. Se pasaba las tardes charlando con ellos y contando chistes, pero en la intimidad de su pequeño cuarto, un estudio que le había dejado en su casa Don Amaro, era donde de verdad se realizaba.
Una tarde de sábado, la fiebre de la experimentación invadió a Marcelo y se afeitó por completo, se puso un vestido rojo de encaje, sacó una peluca, se pintó los labios y los párpados y salió a dar una vuelta meneándose despacio. Tenía la intención de ir a una cafetería que tenía cerca, permanecer una media hora y descubrir si sus conocidos eran tan audaces para descubrirlo. Su camuflaje resultó más que exitoso y hasta recibió los cumplidos de unos jóvenes que le echaron los tejos pensando que era una nueva chica del barrio. Volvió pavoneándose y, después de desnudarse, la vecina de quinto, que era la casera, le tocó para preguntarle si estaba invitando mujeres a su habitación. Le advirtió que no lo hiciera o que ya podía irse buscando otra vivienda.
No tardó en marcharse allí. La causa fue una entrevista de trabajo. Se había presentado a una vacante de traductor en una empresa internacional. Hizo bien todo lo que le pidieron, pero en el momento decisivo le confesaron que si fuera mujer lo habrían contratado. Salió muy enfadado, pero al día siguiente volvió cuando iban a firmar el contrato con una joven con cara de ratón, no muy abierta, pero que traducía de forma automática. “Yo lo puedo hacer mejor que ella—dijo con desprecio—. ¡Póngannos a prueba!”. La apariencia de mujer de mundo, que les mostró, le ayudó para que el jefe del departamento de traducción se decidiera. Llamaron a varios empleados y empezó el duelo. Fue muy duro, pero al final, después de un empate muy prolongado, el gerente salió a consultar a su ayudante y volvieron para decir que la traductora Lucrecia era la elegida.
Marcelo empezó a trabajar con mucha dedicación. Por un lado, tenía la oportunidad de realizar su afición y, por otro, trabajar con lo que le gustaba de verdad. En cierto grado era feliz. Llevaba un año y seis meses de empleada y ya era de oro. Lo malo es que con su eficiencia dejó a sus compañeros libres de compromisos y con mucho tiempo de ocio. El jefe del departamento no dudaba en asignarle las tareas más difíciles a Lucre, como le habían puesto sus compañeros a Marcelo, y los demás se dedicaban a pasear o estudiar algunos textos técnicos que se les imponía para que no perdieran su cualificación.
Todo habría ido bien si no hubiera renunciado Margarita. Una mujer de cincuenta años que ya estaba muy agotada y tenía los ahorros suficientes para irse a disfrutar de la vida. En su lugar cogieron a Araceli. Una joven muy atractiva, negada por completo para razonar de forma lógica, pero que gozaba de buena memoria y podía repetir todo como un loro si se le pedía. El jefe pensó que podría hacerla su amante y llevarla a los viajes de comisión para pasar el rato con ella. Decidió que Lucrecia haría el trabajo pesado y Araceli se relacionaría con los altos mandos. Le gustaba mucho, pero sabía que, si alguien se la robaba, eso le atraería un ascenso, lo cual le aseguraba su futuro.
Araceli resultó muy complaciente. Tenía predisposición al sexo. Cuando Doroteo Martínez le propuso ir a un hotel después de un día largo de trabajo, ella no respondió, pero su silencio y actitud dejaron todo en claro. El jefe se aferró a ella como una bestia rapaz. Pronto se notó en la oficina el progreso económico de Araceli. También hubo momentos muy difíciles para Doroteo, quien se había comenzado a enamorar y estaba pensando seriamente en el divorcio. Por fortuna, el director general les llamó y les comunicó que Araceli se encargaría de viajar con él a todas las reuniones de accionistas que se celebraban en el extranjero unas veces al año.
Con su favorable estatus, Araceli, comenzó a mostrar su lado oscuro. Se volvió caprichosa y después soberbia. Tenía aterrorizados a todos los empleados y hasta el mismo director se callaba ante las críticas y represalias de la arpía traductora que ya era todo un dictador.
Doroteo le avisó a Lucrecia que tendría que ir al congreso de la empresa y que dejarían bajo su responsabilidad todo el trabajo de interpretación, puesto que a Araceli solo interesaba conocer a la esposa del empresario Tadeusz Ford, a quien buscaba desbancar para quedarse con su marido y fortuna. La mayoría de empleados estaba al tanto del plan de Araceli, pero nadie se habría atrevido a contradecirla o denunciarla porque sabían bien que eso era firmar una sentencia de muerte.
El 21 de marzo en la tarde, era el congreso en Austria. Llegaron al palacio de Hetzendorf en el que verían un desfile de modas después de las correspondientes presentaciones del programa de accionistas. Araceli se había comprado un vestido muy caro para la ocasión y desde el principio buscó a Jessica Ford, pero no la pudo encontrar por ningún lado. Se presentaron los diseños de ropa de los grandes diseñadores austriacos e internacionales. El mismo Hermann Frank hizo de maestro de ceremonias y le guiñó un ojo a Lucrecia, en señal de aprobación por su elegante vestido de satén. Hubo una mirada de complicidad y una hora después el famoso diseñador fue directamente a llamarla para que se reuniera con Jessica.
Lucrecia quedó encantada porque supo que la esposa de Tadeusz era semejante a ella. De hecho, no era la esposa del afamado diseñador, sino un hermano menor que había llegado a dominar la técnica de la ilusión óptica casi a la perfección. Desde que se vieron experimentaron una gran satisfacción. Se obsequiaron una gran sonrisa, pues para ellas una simple mirada desvelaba las intimidades más secretas. “Te he estado siguiendo por toda la sala—le dijo Jessica—. Eres muy talentosa y creo que podríamos ser muy buenas amigas”. Se abrazaron, se contaron sus historias que tenían muchas cosas en común y quedaron para cenar juntas.
Al salir del salón, Araceli se acercó a Lucrecia y con ojos de pistola le preguntó si allí estaba Jessica Ford. “Sí, sí. ¡Pasa, querida Araceli! Te está esperando. Te sorprenderá conocerla”. Araceli se enderezó y con decisión abrió la puerta. Nadie más la vio después. Lucrecia se quedó en Austria y fue una excelente amiga de las conocidas de Jessica.
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