¿Ya podemos detenernos? —le pregunta mi padre a Moisés que nos guía por el sendero—.
Es un viejo testarudo que ha librado mil batallas y ha visto morir un millar de
hombres por el trayecto. Los ve caer como muñecos de arcilla desmembrados y
continúa la marcha. Las nubes de polvo, que levanta su caminata, huelen a ampollas
rancias. No ha hecho caso de los ruegos que le hace la gente y sigue obstinado
arrastrando los pies. No falta mucho para que pare y se tumbe en el suelo. No
sabemos de dónde saca energía. Aguanta más que un toro y reza mientras anda. Su
aspecto es abominable porque no se afeita la barba y su pelo está enmarañado. La
ropa que lleva tiene su misma edad y lo único que conserva limpio son los
dientes.
“No desfallezcáis nunca, hermanos—nos dice con la mirada nublada puesta en
el cielo—. Algún rincón de este planeta nos acogerá como una madre y la
convertiremos en nuestra tierra prometida”.
Le creemos y, por eso, gastamos hasta la última reserva de nuestro cuerpo.
Nos ha tocado deambular por el lado oscuro de la vida. No somos ladrones, ni
estafamos a los gobiernos, jamás tomaríamos los bienes ajenos, ni mataríamos al
prójimo. Nos han denominado como la escoria de la sociedad. En nuestras filas
no hay sitio para burguesitos delicados, ni empresarios bañados en agua de
colonia. Ellos aquí sucumbirían ante los radicales cambios de estrato social.
Su voluntad férrea de emprendedores se gasificaría al momento. Caerían
pisoteados por su desprecio a la realidad.
El sol quema y la gente avanza como una tribu infrahumana. Vamos encorvados,
oprimidos por el peso del progreso. La calamidad nos ha dejado así. No se ha
detenido ante los niños, los ancianos o los minusválidos como yo. A mi lado
está Jesús que también tuvo que vagar por el desierto con mi padre. Fue él
quien le dio ánimos para que soportara esas pendientes en las que mi silla de
ruedas se atascaba con la arena. Tengo la mitad del cuerpo insensible, pero eso
no impide que mi corazón palpite con fuerza cuando veo las lágrimas de
impotencia en las mejillas de mis seres queridos. Sé que haría lo mismo por
ellos y nunca los abandonaría. Lo único que podría separarnos es la muerte. La acataría
con todo gusto. Sería la culminación de su penitencia.
Federico, el de los bigotes de morsa, nunca se ha cambiado de traje. Parece
un abogado del siglo XIX. Nos habla del poder del ser humano. “Jamás te rindas
ante la adversidad y encuentra las fuerzas para seguir—grita con las manos en
alto, mirando a Santiago—. La vida es para los fuertes. No lloriqueéis porque
no os han comprado un juguete, ni os quejéis de la comida que os dan porque los
juegos no están hechos para vosotros y el alimento os lo ha dejado alguien que
tuvo que separarse del camino. Os nutrís de la vida de otros, pero eso lo hacéis
solo para que vuestra estirpe no desaparezca. Os prohíben la entrada a las
ciudades de rascacielos, a las comunidades fascistas, a las metrópolis
religiosas y a todo tipo de población que defienda su credo y os encuentre
infieles. Os quemarían con gusto por ser diferentes. No ven lo humano en vuestras
caras, pero lo sois más”.
Mi hermano Job es el que más empuje tiene. No sé de quién heredó esa
convicción que lo hace levantar a la gente cuando la nieve nos ha convertido en
hielo o cuando el sol nos ha transformado en sal. Son sus ojos de esperanza los
que nos animan a seguir. Dice que es el diablo quien le ha dado la riqueza y el
bienestar a los reyes, a los presidentes, a los zares, a los condes, a los magnates.
Son ellos los verdaderos demonios, lo sabemos porque pasemos donde pasemos allí
está Dios recordándonos que primero fue la palabra. Carecemos de modos
hipotéticos. Nuestra lengua es aseverativa y simple, con imperativos y mensajes
concretos. Los ladinos usurpan el poder y las ideas para explotar a los demás.
Se dejan seducir y se les escurre de las manos el bien. Aseguran que el mal es
lo habitual en la naturaleza y que es por consecuencia el bien lo que nos hace
humanos. Cada quien tiene su concepto moral y ético de lo justo. Para nosotros
el bien es una pequeña luz en esta penumbra. Para ellos el bien es un favor,
una inversión o una muestra de buena voluntad para embellecerse ante la iglesia
o el estado. Nuestra vida depende de los valores y acciones de la bolsa. Wall
Street es la casa de Satanás. Allí sí que se hierven los menjurjes diabólicos.
Allí los encantamientos del niñito Harry Potter aniquilan a media humanidad.
Sin nosotros sería imposible la economía global. Si desapareciéramos, crearían
más desheredados. Se inventarían excusas para echar a los sobrantes, a los
residuales de aquellas comunidades que no otorgan el derecho a seguro social,
ni a la justicia, ni la educación. Se les vería igual que hoy. Navegando en
barcas improvisadas tratando de cruzar El Mediterráneo, El Golfo de México, o
cualquier frontera. Se les hallaría excavando túneles debajo de las cortinas de
acero del desierto.
El viejo Moisés está cansado y se ha tumbado en el piso. Es la hora en que
nos contará las historias del mundo o la del judío errante que no nos atañe. Las
ancianas han quedado tiradas por el camino. Los pequeños están disecados. Los
jóvenes levantan orgullosos la cara, pero saben cuál es su final destino. No
lloran, aceptan la situación con valor. La vida es simple. No hay espacio para
nosotros, jamás lo vamos a encontrar. Mi madre con una expresión tiesa acepta
la derrota. Lamenta la pérdida de sus hijos y le martiriza el aspecto etéreo de
mi padre, que en los últimos tramos se ha ido convirtiendo en una frágil sombra.
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