Al verla entrar se quedó muy desorientado. Le habían avisado que tenía una
nueva alumna, pero cuando supo su nombre se la imaginó diferente. Ella se
presentó como Josefina Delgadillo. Llevaba un sombrero con grandes alas y
plumas, una verde y otra roja. Miraba con dos ojillos maliciosos y tenía una
voz de niña. Su vestido negro era largo y tenía adornos de encaje gris. Su
atuendo era más adecuado para una ceremonia fúnebre. José Joaquín Fernández,
tenía el seudónimo de “El mago”. Así lo habían bautizado, le habían puesto ese
apelativo muchos años antes porque tenía la cualidad de transformar cualquier
noticia de periódico en una gran historia.
Él la miró analizándola con cuidado
y le indicó que se sentara. Ya estaba el grupo del taller de narrativa completo.
Lucía que miraba de reojo a su nueva compañera, mientras pasaban por su mente
muchas ideas relacionadas con los circos. A ella le encantaba escribir sobre
sexo y lo hacía sin recato y sin erotismo. Por su cara, se podía adivinar que no
podía imaginarse más que cosas horrorosas y crueles. Fernando, el escéptico, no
le puso atención y se revolvió el pelo como era habitual en él. Lo hacía
siempre que quería despejar su mente de los malos pensamientos. Adriana, la más
realista, fue la única que le habló. “Bienvenida, compañera—le dijo agitando la
mano—¿Cómo te llamas?”. Resonó su nombre con voz metálica. Ofrecía un cuadro
muy especial. Josefina parecía una niña del colegio. Estaba sentada y sus pies,
muy alejados del piso, se balanceaban despacio. De perfil parecía una niña de
unos ocho o nueve años. Había sacado un cuaderno y un bolígrafo y con las manos
entrelazadas esperaba a que empezara la clase. Recibió los saludos con
magnificencia y Lucía le pidió que contara algo sobre ella.
“Soy aficionada a la escritura—comentó sin ni siquiera moverse y con el
aspecto de una muñeca en un aparador—. Deseo aprender mucho en este taller. No
tengo mucha experiencia ni publicaciones y espero me perdonen si hago preguntas
tontas o pido que me expliquen algún término o palabra relacionados con la
narrativa”.
Adriana la animó a que comentara alguna de sus historias. Se negó a hacerlo
y José Joaquín dijo que el tema de ese día estaba relacionado con los libros
misteriosos, los escritos inéditos, las historias anónimas y los libros
secretos. ¿Alguien conoce historias en las que se habla de un libro escondido,
prohibido, desaparecido, inédito o póstumo? —preguntó José Joaquín—. Nadie
respondió, pero el silencio que siguió era un buen signo, pues cada uno de los
presentes se encontraba en un proceso activo hurgando en su memoria. “Bueno
—dijo Adriana—, seguro que todos se acuerdan de “El nombre de la rosa”, en el
que…”. Sí, sí— la interrumpió Fernando sin dejar de acariciarse la barba —siempre
salís con las cartas más grandes, ¿por qué no hablás de obras más modestas?
Algo de Quiroga, un cuento, o de Cortázar. Adriana lo miró con desprecio y con
una seña le cedió la palabra a Ricardo que estaba entrando y pedía disculpas
por su retraso. Entró con prisa se quitó la chaqueta y se sentó en su rincón
preferido. Ricardo tenía tipo de intelectual, pero era solo su aspecto. Carecía
de aptitudes para la escritura, sin embargo, su crítica era como un sable de Cosaco.
En media hora de discusión no se llegó a nada concreto. La gente se mantuvo a
la expectativa. José Joaquín tuvo que hacer un recuento de algunas obras para excitar
los recuerdos. Ricardo mencionó una obra del americano Sellinger que estaba por
publicarse. Algo inédito—comentó mostrando un periódico—, lo había leído esa
misma mañana. Se habló de películas y narraciones sobre impostores, de ladrones
de libros, de usurpadores, de estafadores, incluso de asesinos que había robado
obras literarias.
“Entonces, ya tenemos algo para empezar—dijo Joaquín con una gran
sonrisa—¿Quién comienza?”. Adriana comentó que se podría escribir la historia
de un reportero de guerra que cuenta sus experiencias en el campo de batalla,
luego muere y uno de sus compañeros descubre el manuscrito y lo publica.
Planteó la estructura del cuento y si no hubiera sido por Fernando, que empezó
a criticarla por usar un tópico, ella habría podido narrar una buena historia.
También contribuyó a que desistiera el brillante Ricardo, que comentó haber visto
unas películas, todas malas, con un tema parecido. Fue cuando Lucía dijo que,
si se iba a escribir sobre suplantaciones de autorías o hurtos de obras, que el
profesor fuera dando las pautas como se hacía siempre. “Bueno—dijo José
Joaquín—para que la cosa vaya avanzando decidiremos primero si el robo será del
manuscrito o la historia o si los dos son posibles”. Cuando José Joaquín se
quedó esperando a que alguien opinara, se oyó la voz de Josefina.
–A mí me gustaría escribir algo no muy embrollado sobre un hombre que se
roba las ideas de sus amigos para redactar sus obras. Luego, se enriquece y se
va a vivir muy lejos, pero no logra escapar de un destino trágico, el cual
comienza con la aparición de un individuo que le propone que le ayude a
corregir una obra, después van apareciendo los recuerdos de una novela robada y,
al final, el tipo le revela su identidad y lo mata por impostor.
Fernando la miraba con desprecio y ni siquiera bajó su mirada del techo
para decirle que ya lo habían escrito cientos de veces y que se podrían
encontrar muchas cintas y novelas con la misma trama.
—Un momento—aclaró Ricardo—el hecho de que haya muchas obras con ese
“cliché”, como dices tú, no nos impide escribir a nuestro modo, ¿no? ¿Acaso estamos
tontos de la cabeza o qué?
—En eso tienes razón—le secundaron Adriana y Lucía.
—Bueno, entonces imaginemos a los personajes y luego comenzaremos a
desarrollar la historia—dijo José Joaquín sonriente.
Empezamos a trabajar como era habitual. Ricardo no aportó más que unas
tijeras bien afiladas para ir recortándole a las propuestas los cabos sueltos o
las ideas confusas. Fernando acentuó su forma de hablar porteña y cada vez que
se aceptaba algún recurso original para la trama siseaba como una víbora de
cascabel. El día fue productivo y después de unas horas de tomar apuntes, hacer
aclaraciones, limitar aspectos y elegir el género, todos nos fuimos a trabajar.
Sabíamos que unos días después tendríamos que leer nuestros cuentos. A mí me
quedó la impresión de que Josefina era una falsa principiante. La razón es que
había citado, sin especificar el nombre de los autores, a Vladimir Propp y Raymond
Chandler, lo raro era que de este último había repetido una de las frases de la
película La Dalia azul. En aquel momento no sabía lo que habían significado sus
palabras, pero unos días más tarde se comenzó a despertar en mí un gusanillo
que me hizo sentir horror después. Como estaba pasando por una de esas rachas
en las que es imposible hilar una idea en toda una tarde o un día, decidí mejor
despejar la mente. Llamé a mi amiga Araceli a quien había rechazado durante
tres semanas para terminar una novela corta de ciencia ficción que, al final,
no cuajó como lo había planificado y quedó en una simple repetición de las ideas
rancias de muchos de mis cuentos. Tenía que disculparme con ella por ser tan
impertinente y creí que comprándole unas flores sería suficiente para
reconciliarla. No conseguí nada y pasé tres días en la absoluta inopia, parecía
un autómata. Salía por las tardes a dar paseos y me sentaba en una banca del
parque para recobrar la imagen de la vida. No recibí nada que me pudiera
alentar. Ni siquiera el alcohol logró despertarme el más mínimo deseo de
escribir.
Llegué al aula donde se organizaba el taller. El edificio era viejo y no
tenía una buena calefacción por eso en la temporada de lluvias se sentía un
aire con moho. Por fortuna, estábamos todavía en verano y hacía calor, era
mediodía. Me senté en mi sitio a un lado de la puerta. No había llegado nadie. Por
el corredor pasó José Joaquín y me saludó con una seña. Estuve solo unos quince
minutos más y por primera vez noté la tristeza en el mobiliario. Las sillas
estaban raídas del forro, la mesa de José Joaquín tenía un libro debajo de una
pata, la pizarra tenía manchas que revelaban el uso excesivo. Lo único bueno
era la luz que entraba en pleno por la ventana.
Llegó Fernando y se sentó. Me preguntó si había preparado algún escrito y
negué con la cabeza. “Pues, yo—dijo silbando su ese fricativa—me he roto la
cabeza para escribir esto”. Me mostró unos folios que sacó de su bolso y los
puso sobre la paleta. Aparecieron Lucía y Adriana que se habían encontrado en
el corredor. Entró José Joaquín y miró el sitio vacío de Josefina. «Supongo que
no vendrá más— dijo con una expresión rara—. Mejor así. Es una mujer muy
extraña». Como sabíamos que Ricardo llegaría tarde decidimos empezar. Lucía que
todo lo que escribía estaba relacionado con el sexo duro, le cedió la palabra a
Adriana, quien bien habría podido ser más convincente en cuestiones eróticas,
ya que tenía buenas piernas y se ponía vestidos entallados. Lo único malo era
que le faltaba todo lo demás. Su cadera era estrecha y su cintura gruesa, el
pecho grande, pero sin encanto y su cara sosa. Comenzó a leer.
“Hace muchos años en una ciudad cualquiera, apareció un hombre que
revelaría un gran secreto…”. No pudo continuar porque en ese momento entró
Josefina. La miramos con asombro, aunque era la misma que había aparecido hacía
una semana, parecía diferente. Se acomodó en su silla, puso su cuadernillo en
la paleta y cruzó los brazos.
—¿Por qué no lees vos? —le preguntó Fernando y dio a entender que no tenía
ganas de que Adriana continuara.
—No sé si deba. He llegado la última y no es justo que me salte la fila.
—No pasa nada, mujer. Vos sos también importante, ¡Animate!!Sos nueva y
tenés derecho!
Josefina pidió autorización con la mirada y al sentir la aprobación general
abrió su cuaderno y comenzó a leer.
“La había engañado la persona en quien tenía depositada su confianza. Era
su fin, no le había quedado nada después de tanto esfuerzo. Se quedó parada en
una esquina poniendo en una balanza los motivos que tenía para vivir. Los
coches pasaban rápido, el sonido de un camión de carga se fue aproximando. Los
platillos de la romana le mostraron la imparcialidad de la justicia. Justicia
era lo que no existía en este mundo. Se lo merecía por tonta. Dio un paso hacia
su final…”.
Josefina levantó la vista y esperó las observaciones de sus compañeros.
Ricardo que ya había llegado y se había acomodado en su sitio dijo que no le
gustaba la palabra romana, que iría mejor balanza para no confundir al lector.
Agregó que el inicio cumplía con los trucs recomendados por Quiroga y que se le
había despertado el interés. «No sé qué pretendas con eso—dijo Fernando—, pero
ya lo presiento brutal y trágico, ¡felicidades!». José Joaquín miró con asombro
a la mujercita que había dejado de balancear sus pies y miraba por debajo de su
ridículo sombrero con dos ojos de roedor. Le pidió que continuara.
“Un año antes había llegado a un club de bohemios o escritores, como
quieran llamarlos, y conoció a sus compañeros. Entre ellos había uno que se
distinguía por su buen porte e inteligencia. Se llamaba Rosendo Avilés. Se
identificaron y se convirtieron, muy pronto, en uña y carne. Escribían los ejercicios
en una cafetería que se encontraba cerca. Gloria era fea y sabía que él no se
interesaba por su ausente belleza, sino por el talento que había descubierto en
ella. «Quizá—pensaba, mientras trataba de dormirse por las noches—algún día me confiese
que me aprecia y luego se quede conmigo». Esa pequeña llama era lo que la
ayudada a esmerarse cada día. Las sesiones del club se fueron transformando en
una sustancia vital de la que ella obtenía confianza en sí misma. Se fue
llenando de esperanza…”. Hizo una pausa y esperó los comentarios.
Me tiré al ruedo diciendo que eso de los bohemios estaba de más y que el
“como quieran llamarlos” entorpecía la fluidez. Quería decir que me parecía un
cliché todo lo que seguía a continuación, pero José Joaquín subrayó que lo
importante era abrirle camino a la historia y que si nos deteníamos en
nimiedades entorpeceríamos el flujo, ese valioso torrente de ideas que nuestra
amiga Josefina nos estaba compartiendo. Fernando lo apoyó y Adriana y Lucia
aplaudieron mostrando su aprobación. ¡Continúa! —dijo Ricardo que ya había
puesto su cuadernillo sobre su paleta para ir apuntando sus críticas—. No
tenemos todo el día. Algunos de nosotros debemos ir a trabajar. Fernando se
estiró a todo lo largo y se puso las manos en la barriga como si se dispusiera
a ver una película.
“…Rosendo y Gloria intimaron y su amistad no dio lugar a un romance, es
decir, del tipo sexual. Más bien los conjuntó como un dúo de escritores capaces
de inventar mundos y personajes inolvidables. Su trabajo comenzó a dejar
colecciones de cuentos fantásticos, luego les dio por la novela y su ritmo
incansable parió tres volúmenes, es decir, una saga. Eran historias de la vida
real, pero tan bien contadas que no se les asociaba con los personajes a los
que hacía referencia…”.
Adriana que tenía la mano levantada interrumpió a Josefina. Ella la miró en
silencio y esperó a que hablara. Volteamos todos a verla. “Solo quiero comentar
que hay frases muy directas. Hay que hacer lo que dice uVe-Llosa cuando se refiere
a Flaubert, la elección del vocabulario es fundamental. Por lo demás, me parece
una buena historia que habrá que pulir mucho. «¿Puedo continuar?»—preguntó Josefina con un tono amable—. Le respondimos
que sí.
“Su labor era admirable. Leían artículos de crítica literaria, se ponían a
analizar noches enteras las novelas de los escritores que más les gustaban. Se
decían uno al otro que era importante no copiar el estilo, sino entender su
esencia, lograr imaginar la forma de sentir del autor. Comentaban a Balzac,
Flaubert y Víctor Hugo, luego a Dostoievski, Tolstoi y Chejov, más tarde a Tom
Wolf, Faulkner y Fitzgerald, por último, Borges, Cortázar y Márquez. De esa
ensalada de intelectuales, decían, se había formado su estilo. En realidad, era
Gloria quien estaba creando los trabajos y Rosendo se limitaba a las
adulaciones y observaciones certeras, pero insignificantes para las obras. Un
día se presentaron juntos con todo el arsenal con el que contaban y le
preguntaron a su tutor o, responsable del taller, si sería posible llevarlos a
la editorial para saber qué posibilidades había de sacarlos a la luz. El señor Octavio
Sastre los miró a través de los cristales de sus gordas gafas y se acarició la
barba. Pensó unos minutos y hasta se fumó un cigarrillo…”.
—¡Vos sos muy buena! —dijo Fernando admirado por el talento de Josefina—.
¿Por qué no habías llegado antes? En serio, nos habrías evitado la somnolencia
que provocan estas dos—lo dijo señalando a Adriana y Lucía.
—Gracias, Fernando, en realidad tengo la historia casi lista. La he
trabajado mucho tiempo, pero como no tengo quien me la critique he decidido
venir a este taller.
—Pues, sábete que eres bienvenida—le dije mientras mis compañeros me veían
como a un bicho raro—. Al menos para mí eres una buena escritora.
Después de lo que dije nos mantuvimos en silencio para que Josefina pudiera
continuar. Ricardo seguía anotando en su cuaderno y presentí un ataque feroz
que vendría al final de la sesión. José Joaquín estaba intrigado porque presentía
algo. Bajó la mirada y Josefina siguió.
“…Octavio Sastre no podía dejar de moverse como un autómata, por fin se
detuvo, los miró echándoles el humo del cigarrillo en la cara y dijo que sí,
que era una buena idea, pero que debían antes corregir el estilo y atar los
cabos sueltos. Se pusieron muy contentos y le preguntaron si él conocía a un
buen corrector de estilo. Para qué buscar —dijo con tono muy amable—, si yo
mismo lo podría hacer, es decir, si es que ustedes me lo permiten. Aceptaron y
le propusieron ir a tomar unas copas, pero les comentó que quería dejar el
cigarro y que no le apetecía mucho beber. Además, había cosas pendientes que
requerían de su tiempo y atención. Muy ilusionados Gloria y Rosendo salieron y,
antes de que se fueran, Octavio les pidió todo el material que llevaban. ¿Qué
les parece si empiezo, ya? —les preguntó como si fuera una simple formalidad
empleada para desearles suerte—. Se fueron con una gran sonrisa”.
—¿Qué les parece? —preguntó Josefina mirando a las chicas.
—¡Muy bien! —contestaron la dos con cara muy alegre—¡Solo que nosotras le
pondríamos más sexo!!Sí! ¡Le quitaríamos la ropa a los dos y los meteríamos en
la cama!
José Joaquín estaba un poco pálido porque la imagen de Octavio era casi
como la suya, además había dejado de fumar hacía muy poco y para no reincidir
se ponía en los labios un cigarrillo apagado que movía con si fuera un
balancín. Lo miramos esperando que dijera algo, pero fingía estar concentrado
en algo de la narración para hablar largo y tendido sobre algunas formas de
hacer las descripciones o desarrollar la historia. Yo no deseaba hablar y
esperé a que Ricardo lo hiciera.
—Creo que es suficiente y se puede adivinar la historia. Seguro que el
idiota de Rosendo se quedará con los derechos de las obras. Urdirá algo para
que no se reconozca a la pobre Gloria y ella decepcionada se suicidará. ¿Es
así?
—No del todo—comentó Josefina—de suceder así, no tendría sentido haber
venido aquí.
—¡Qué raro! ¿Qué relación puede tener tu historia con nosotros? —le
pregunté sin imaginar que se trataba de una historia real.
—Nada, nada. Ya lo sabrás pronto y no te va a gustar en absoluto.
Pensé que me estaba amenazando. Quise mediar un poco la situación, pero su
mirada penetrante me obligó a desistir. Luego se quedó inmóvil esperando que
José Joaquín dijera algo, pero solo nos comentó que se sentía un poco
indispuesto, que la presión atmosférica o una tormenta solar le habían
producido un dolor intenso de cabeza. Recogimos nuestras cosas y salimos. La
siguiente sesión sería el jueves y yo seguía sin poder imaginar una historia.
Traté de distraerme con mis actividades habituales. Tenía que entregar unas
mercancías y la ruta que me había planificado resultó muy buena, pero algunos
atascos me impidieron economizar tiempo, así que trabajé todos los cinco días
sin poder liberar unas cuantas horas para dedicárselas a la escritura. El
martes por la noche las palabras de Josefina me empezaron a torturar la cabeza.
Sentía que me repetían con gran insistencia eso del suicidio del personaje de
su cuento y la relación que eso tenía con nuestro taller. Llamé a Araceli para
hacer las paces y tratar de encontrar en sus brazos un poco de cordura. Ella
tenía un sentido común increíble, pero su intuición iba más allá de lo real,
por eso pensé que, si quería acomodar todas las ideas en mi cabeza y, sobre
todo, salir de dudas, tenía que encontrarme con ella. Fui hasta su casa y hasta
me puse de rodillas para que me perdonara. A ella le causó mucha risa mi
ridícula conducta y me dejó entrar a su casa.
—¿Qué te pasa, Carlos?
—No sé, es que han pasado cosas, ¿sabes?
—Eso quiere decir que no has podido con tu novelucha, ¿no?
—Sí, tienes razón, pero esto va más allá. Se trata del taller.
—Ya sabes que tu club de amiguitos me tiene sin cuidado.
—¡No! ¡No!!No me entiendes! Mira, hace unos días llegó una mujer. Se llama
Josefina. Es rarísima. Es enana, lleva un vestido negro con encaje gris en el
pecho y los hombros. También, un sombrero con plumas. Parece del siglo XIX y
casi no se le ve la cara, su voz es de ultratumba, imagínate una niñita
hablando desde el fondo de un pozo. ¿Lo ves? Hasta te ha dado escalofrío.
—Y ¿qué tiene que ver esa mujer con nuestra relación?
—Nada, por supuesto, pero dijo algo que no puedo interpretar.
—Pues, eso es porque eres tonto y no sabes mucho de literatura, seguro que
ella sí.
—No te burles. Lo que pasa es que llevó un cuento y empezó a leerlo. Se
trata de una joven que se suicida porque un amigo la ha traicionado y...
–Bueno, eso está claro. La chica se suicida por una decepción y después
vendrá la explicación o ¿no?
—Sí, sí, pero no es tan sencillo. Resulta que leyó un pasaje en el que
describió a José Joaquín.
—¿Y eso qué? Se puede coger gente real para escribir cuentos, ¿no? ¿O está
prohibido?
—Claro que no está prohibido, pero al presentar así al profesor del taller
en el cuento nos da a entender que hay algo misterioso relacionado con Joaquín.
—Tú ya estás mal de la cabeza, no creí que, si te daba calabazas, te
pondrías como una cabra…
—¿Por qué no me escuchas primero? Es que lo que trato de decirte es que le
pregunté. Y ¿sabes qué me contestó?
–No, por supuesto que no lo sé.
–Pues me soltó en la cara que era una historia real y que de haberse
tratado de alguna invención no se habría tomado la molestia de apuntarse al
taller.
Seguí tratando de que Araceli me comprendiera, pero ya tenía otros planes.
Me fue cortando las palabras y me condujo a su habitación. Luego me olvidé de
todo y sentí de nuevo su calor. Ella tiene muchas cualidades y una de ellas es
manifestar su amor maternal cuando uno se siente mal. Me refugié en su pecho y
estuve a punto de llorar como un mocoso. En fin. Nos reconciliamos y se vino a
vivir conmigo unas semanas. En todo ese periodo descubrimos cosas aterradoras y
la causante fue la mujercita endemoniada.
En la siguiente sesión notamos que José Joaquín había desmejorado un poco y
no comentó nada de la reseña que había hecho de una novela famosa. Al principio,
creí que había bebido y debía sentirse un poco indispuesto, sin embargo, se
notaba a leguas que su problema no era la resaca, sino otro. Íbamos a comenzar la
clase cuando apareció Josefina. Entró caminando de forma diferente. Su postura
recta y su mentón alto indicaban que venía en plan de guerra. Nadie le había
dado motivos, nos hizo temblar un poco. Se sentó como siempre y esperó a que le
indicáramos que podía empezar.
“En el momento en que salieron, se arrojó ávido sobre los escritos. Se
encendió un cigarrillo y cogió el tocho de hojas que era el primer capítulo de
la novela “Perdidos”. Era una historia de intriga con una trama muy
interesante, el lector se veía absorbido desde las primeras líneas porque se
identificaba de inmediato con los personajes y sufría con ellos sus desgracias.
Octavio evaluó las posibilidades de publicarla y se dio cuenta de que tenía más
que un simple best seller en sus manos, era casi como una de las mejores obras
de cualquier escritor europeo del siglo XX. Le temblaron los labios y lloró,
pero no fue de alegría. Sentía una envidia terrible. Había estado media vida
buscando argumentos para sus propias novelas y siempre se había quedado
frustrado. Jamás había pasado de la mitad de sus historias y por más esfuerzo
que hiciera se perdía en un mundo imaginario donde reinaba el caos y los
compases arrítmicos. Leyó toda la noche, se fumó una cajetilla completa y al
día siguiente se fue a su casa derrotado. Caminaba como un soldado desertor que
se había espantado ante la muerte, con la enorme desgracia de despertarse al
día siguiente con la noticia de que se había ganado la guerra. No quería hablar
con nadie. Se tomó media botella de vodka y se metió en la cama. Cuando
despertó tenía el cuerpo acartonado y la boca torcida. Se levantó y se duchó.
Pensó en llevar a la editorial el manuscrito que tenía sobre la mesa, pero una
idea maléfica lo sedujo. Una voz proveniente de algún rincón del infierno le
dijo que debía apoderarse de la autoría. Era sencillo. Solo debía registrar la
obra con un seudónimo, debía deshacerse de los tortolos y después llevar una
vida de doble identidad. Por el día sería un simple escritorzuelo de taller y
por las noches un gran representante de las letras. La idea le pareció
fantástica y sucumbió a la tentación…”.
Josefina dejó de leer y nos le quedamos viendo con ojos de sapo. Nadie se
atrevió a hablar. Volví a oír lo que me había dicho la sesión anterior y sus
palabras resonaron dentro de mi desangrándome. No sé si ella me miró o me habló
porque me disculpé y salí con prisa guardado mis cosas en mi vieja mochila que
se rompió de la cremallera. Decidí no volver a ese taller jamás. No quería
saber nada más del ejercicio de la escritura. No volví a ver a Fernando, ni a
Ricardo, ni supe nada de Adriana y Lucia. A quien sí encontré fue a Josefina.
Salimos a pasear por el centro. Araceli estaba feliz ese día porque
teníamos entradas para el teatro. Íbamos hacia la entrada de El Nacional cuando
noté que un ser pequeño se acercaba llamándome por mi nombre. La reconocí y la saludé
sin emoción. Llevaba el mismo vestido y el ridículo sombrero. Me miró, luego repasó
a Araceli y con un gesto aprobatorio comenzó a hablar.
—Es un placer verle de nuevo Carlos.
—Buenas noches, Josefina, ¿qué tal está?
—Bien, muy bien. ¿Puedo preguntarle por qué dejo de ir al taller?
–No sé, exactamente. Sería que descubrí que no tengo talento para la
narrativa, no sé. —Me sentí acorralado y no se me ocurrió peor excusa que esa.
—Es una lástima. ¿Sabe? Al final me publicaron mi libro.
—Oh, la felicito de verdad. Era muy interesante—Recordé esas palabras que
me habían martillado la cabeza y comencé a sudar un poco.
–¿Nunca le dije que Rosendo y Gloria eran personas reales y que Gloria se
suicidó por culpa de su maestro Octavio?
—No, nunca me lo dijo. Usted se acuerda de cómo se trabajaba en ese taller.
–En realidad tenía todos los recuerdos frescos y temía que me revelara algo
horrible.
—Pues, Gloria en realidad se llamaba Rosalía y era mi hija.
No podía creerlo. Me habría imaginado cualquier cosa menos eso. Ella sacó
un pañuelo de su pequeño bolso y se secó las lágrimas.
—No sabe cuánto lo lamento. En verdad. — No sabía cómo escabullirme. No
tenía ninguna excusa para marcharme. Entonces ella me dijo algo sorprendente y
se alejó sonándose la nariz.
Araceli dejó de sonreír y me temblaron las piernas. Me negué a ir al
teatro, pero Araceli dijo que si no me distraía un poco perdería, sin duda, la
razón. Era cierto. Necesitaba ocupar mi mente en algo. No disfruté el
espectáculo y con mucha dificultad logré dejar de pensar en Josefina y Rosalía.
Con el paso de los meses fui descubriendo aspectos desconocidos de la vida
de José Joaquín Fernández que no me gustaron nada.
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