Macario se vistió y se salió armado hasta los dientes, llevaba su blog de notas nuevo, un par de bolígrafos y su cámara fotográfica colgada al cuello. No quería usar el móvil porque era de esos reporteros callejeros románticos que trabajaba a la antigüita. Había esperado este evento todo el año porque en la celebración anterior le habían robado su cámara de vídeo y había tenido que reconstruir su artículo para su blog, recobrando con mucha dificultad los detalles de la marcha.
Aquella vez tuvo que “pedir prestadas” las fotos de la red. Ahora será diferente pensó y sacudió la cabeza para deshacerse de las imágenes de la película del agente cero cero siete, que había visto la noche anterior al desfile. Se puso en marcha con pasos muy seguros y el mentón levantado, fue avanzando por la calle de Reforma que estaba vacía de automovilistas.
En los gruesos cristales de sus gafas se reflejó el Ángel de la Independencia. La imagen tenía las alas más doradas de lo habitual, pues los fuertes rayos del sol caían como crestas de olas salpicando el aire al estrellarse en el cuerpo de la mujer pájaro. La gente curiosa se le unió haciendo comentarios muy atinados sobre los personajes carnavalescos que se encontraban al pie del importante monumento. “Mira, papá, ¿cómo se llaman esas estatuas enormes de papel?”—preguntó una niña con voz muy alegre—. No, hija, no son estatuas de papel. Se llaman mojigangas y las otras son unas marionetas. “Pues me gustan mucho esas mojigatas”—respondió la pequeña enseñando los dientes como una calaca—. No, hija, no son mojigatas, son mojigangas. Antes con esa palabra se denominaban las fiestas carnavalescas en las que la gente se vestía con trajes de animales y máscaras, pero también lo usamos para diferenciar esas estatuas gigantes de papel, como les dices tú.
En los delgados y un poco agrietados labios de Macario se dibujó una sonrisa condescendiente. Sacó su pequeño cuadernillo y empezó a garrapatear con rapidez. Tenía, también, aptitudes para el dibujo, por eso trazó con soltura los contornos de La Catrina, La Adelita y El Catrín. Sacó fotos de los carros alegóricos y al ver el que tenía la forma de pan de muerto se le hizo agua la boca. Recordó de inmediato los ventanales pintados de las panaderías. Se vio pequeño, era del mismo tamaño que la niña que había preguntado por las mojigangas, interrogando a su padre para que le explicara el significado de las frases que los panaderos escribían para hacer la publicidad de sus sabrosos panes. Saltaron en su memoria, como los pequeños esqueletos, accionados por un hilo en sus ataúdes de azúcar, las expresiones que siempre relacionaba con El Día de Muertos: “Vámonos muriendo todos, que hoy entierran gratis”; “Primero muerto, que difunto”; y “Quien por su gusto muere, hasta la muerte le sabe”. Ésta última expresión le sonó un poco diferente, como las palabras de su escritor favorito, a quien le habían elegido la forma de morir y no le había hecho caso cuando dijo que cada uno tiene la muerte que se merece. Se vio flotando en ese océano de máximas dedicadas a La Catrina.
Por doquier sonaban y revoloteaban frasecitas con alitas de colores como mariposas de papel picado. “Ya se lo llevó la flaca.” “Ya chupó faros.” “Quien a hierro mata, a hierro muere.”—decían, el cura, el fumador y el ciudadano de a pie—. La gente ya formaba una gran masa y Macario vio con gusto cómo pasaba un altar de muertos sobre ruedas, con sus difuntitos de verdad, es decir, disfrazados, con sus trajes de charro y las caras esqueléticas por el efecto de la pintura. Hasta la virgencita de Guadalupe estaba representada por una chamaca muy guapa. Muy moderna, la morenaza Virgen con su manto y sus tatuajes de rosas en los muslos, juntaba las manos en ademán de rezo y lloraba mirando al cielo, clamando perdón para los caídos y castigo a los asesinos de las tradiciones novembrinas. El acalorado ambiente, causado por los cánticos, empezó a chamuscar el aire con la letra de las canciones. Los de la Pulquería saltaron con su “No hay razones y…Morirse de pena por una cualquiera...”, en el café Tacuba tarareaban “La muerte chiquita”, que había crecido alimentándose de la bondad de los policías y ladrones que a punta de tamborazos habían borrado los machetazos y balazos al corazón. Los Caifanes vocalizaron con Germán Valdés y le dedicaron su cántico a la Mariquita, mientras la Llorona tocaba un violín cerca de un templo, venía acompañada de Frida y Chavela Vargas. Las dos con sendos sombreros floreados y su sonrisa descarnada por los largos años de penar.
Un palomo murió de amor en pleno vuelo y cayó en las manos de Rocío: “Tú eres la tristeza de mis ojos… El amor es eterno…”. En el cielo se formaron flores de algodón y la luz iluminó las calacas. Se dibujó la alegría en la cara de Moncayo, quien venía cortejado por una escolta de niños músicos que llevaban a cuestas los instrumentos de trabajo. El alma patriótica agobiada por el vuelo en solitario decidió plantarse y sacar la cara: “Hoy los muertos están más vivos que nunca y los vivos se me mueren de pasión, hambre, dolor y sed de justicia”. De pronto, Macario recordó de topetazo que había sido protagonista de un libro de Bruno Traven y vio delante a una mujer con vestido blanco que le entregó, dentro de un morral, un pollo asado, entonces con la cara de Ignacio López Tarso se asombró y le dijo a Pina Pellicer que no podía hacerlo, que sería pecar de egoísta, pero se le pusieron los pelos de punta al descubrir que estaba en los puros huesos. Es verdad, las últimas semanas ya no desayunaba, sus comidas eran poco memorables y las cenas habían sido para el enemigo. El dinero no le alcanzaba y se había cansado de comer fiado y a costillas de sus amigos. Ya no le daban la sopa boba, nadie le negaba el pan, pero el gesto torcido de la cara de sus vecinos y camaradas le recordó que ya no era grata su presencia en las fondas y mercados. Se saboreó las frutas, las enchiladas, los dulces y las bebidas del altar y recordó que su abuela lo castigaba cuando se robaba lo que con tanto esmero la familia preparaba para recordar a los difuntos. “Del altar no se come niño, no sea malcriado”.
Hubiera querido que le arrancaran la vida para morirse ya, pero ésta, la muy empecinada, se aferraba a él como un náufrago a una tabla. “Nada más para hacerme sufrir me quiere—se decía Macario con enfado—, me tiene martirizado, en los puros huesos y no me suelta, nada más me roe la poca carne que me queda. ¡Ay, canija!!Ya déjame marchar!!La vida de rodillas es más indigna que una muerte de pie!”. Terminada la procesión de la muerte, la gente regresó a sus casas a recluirse en su soledad. Todo mundo sufrió de nuevo la crisis, las amenazas de la cortina de acero, la devaluación, las fugas de los ladrones y la intolerancia de los mandones y matones.
Había quien lloraba de coraje por haber asistido al desfile sin ropa de artificio y haber sido felicitada por su gran originalidad. “Aquí no se comen perdices—le dijo Macario a la muerte—, por eso nadie es feliz y nadie se traga un pollo solo para no zacearse y poder chupar, al final, los enclenques huesos”. Se sentó para hacer su tan esperado reportaje. Abrió su blog y empezó a escribir sobre los espectros. Mientras la Catrina vestida de novia con su velo, un ramo de flores marchitas y zapatillas de tacón alto, se acurrucó a su lado para poder mirar lo que de ella se escribía y poner el grito en el cielo cuando por falta de atención, alguna errata, se tuviera que enmendar.
En los gruesos cristales de sus gafas se reflejó el Ángel de la Independencia. La imagen tenía las alas más doradas de lo habitual, pues los fuertes rayos del sol caían como crestas de olas salpicando el aire al estrellarse en el cuerpo de la mujer pájaro. La gente curiosa se le unió haciendo comentarios muy atinados sobre los personajes carnavalescos que se encontraban al pie del importante monumento. “Mira, papá, ¿cómo se llaman esas estatuas enormes de papel?”—preguntó una niña con voz muy alegre—. No, hija, no son estatuas de papel. Se llaman mojigangas y las otras son unas marionetas. “Pues me gustan mucho esas mojigatas”—respondió la pequeña enseñando los dientes como una calaca—. No, hija, no son mojigatas, son mojigangas. Antes con esa palabra se denominaban las fiestas carnavalescas en las que la gente se vestía con trajes de animales y máscaras, pero también lo usamos para diferenciar esas estatuas gigantes de papel, como les dices tú.
En los delgados y un poco agrietados labios de Macario se dibujó una sonrisa condescendiente. Sacó su pequeño cuadernillo y empezó a garrapatear con rapidez. Tenía, también, aptitudes para el dibujo, por eso trazó con soltura los contornos de La Catrina, La Adelita y El Catrín. Sacó fotos de los carros alegóricos y al ver el que tenía la forma de pan de muerto se le hizo agua la boca. Recordó de inmediato los ventanales pintados de las panaderías. Se vio pequeño, era del mismo tamaño que la niña que había preguntado por las mojigangas, interrogando a su padre para que le explicara el significado de las frases que los panaderos escribían para hacer la publicidad de sus sabrosos panes. Saltaron en su memoria, como los pequeños esqueletos, accionados por un hilo en sus ataúdes de azúcar, las expresiones que siempre relacionaba con El Día de Muertos: “Vámonos muriendo todos, que hoy entierran gratis”; “Primero muerto, que difunto”; y “Quien por su gusto muere, hasta la muerte le sabe”. Ésta última expresión le sonó un poco diferente, como las palabras de su escritor favorito, a quien le habían elegido la forma de morir y no le había hecho caso cuando dijo que cada uno tiene la muerte que se merece. Se vio flotando en ese océano de máximas dedicadas a La Catrina.
Por doquier sonaban y revoloteaban frasecitas con alitas de colores como mariposas de papel picado. “Ya se lo llevó la flaca.” “Ya chupó faros.” “Quien a hierro mata, a hierro muere.”—decían, el cura, el fumador y el ciudadano de a pie—. La gente ya formaba una gran masa y Macario vio con gusto cómo pasaba un altar de muertos sobre ruedas, con sus difuntitos de verdad, es decir, disfrazados, con sus trajes de charro y las caras esqueléticas por el efecto de la pintura. Hasta la virgencita de Guadalupe estaba representada por una chamaca muy guapa. Muy moderna, la morenaza Virgen con su manto y sus tatuajes de rosas en los muslos, juntaba las manos en ademán de rezo y lloraba mirando al cielo, clamando perdón para los caídos y castigo a los asesinos de las tradiciones novembrinas. El acalorado ambiente, causado por los cánticos, empezó a chamuscar el aire con la letra de las canciones. Los de la Pulquería saltaron con su “No hay razones y…Morirse de pena por una cualquiera...”, en el café Tacuba tarareaban “La muerte chiquita”, que había crecido alimentándose de la bondad de los policías y ladrones que a punta de tamborazos habían borrado los machetazos y balazos al corazón. Los Caifanes vocalizaron con Germán Valdés y le dedicaron su cántico a la Mariquita, mientras la Llorona tocaba un violín cerca de un templo, venía acompañada de Frida y Chavela Vargas. Las dos con sendos sombreros floreados y su sonrisa descarnada por los largos años de penar.
Un palomo murió de amor en pleno vuelo y cayó en las manos de Rocío: “Tú eres la tristeza de mis ojos… El amor es eterno…”. En el cielo se formaron flores de algodón y la luz iluminó las calacas. Se dibujó la alegría en la cara de Moncayo, quien venía cortejado por una escolta de niños músicos que llevaban a cuestas los instrumentos de trabajo. El alma patriótica agobiada por el vuelo en solitario decidió plantarse y sacar la cara: “Hoy los muertos están más vivos que nunca y los vivos se me mueren de pasión, hambre, dolor y sed de justicia”. De pronto, Macario recordó de topetazo que había sido protagonista de un libro de Bruno Traven y vio delante a una mujer con vestido blanco que le entregó, dentro de un morral, un pollo asado, entonces con la cara de Ignacio López Tarso se asombró y le dijo a Pina Pellicer que no podía hacerlo, que sería pecar de egoísta, pero se le pusieron los pelos de punta al descubrir que estaba en los puros huesos. Es verdad, las últimas semanas ya no desayunaba, sus comidas eran poco memorables y las cenas habían sido para el enemigo. El dinero no le alcanzaba y se había cansado de comer fiado y a costillas de sus amigos. Ya no le daban la sopa boba, nadie le negaba el pan, pero el gesto torcido de la cara de sus vecinos y camaradas le recordó que ya no era grata su presencia en las fondas y mercados. Se saboreó las frutas, las enchiladas, los dulces y las bebidas del altar y recordó que su abuela lo castigaba cuando se robaba lo que con tanto esmero la familia preparaba para recordar a los difuntos. “Del altar no se come niño, no sea malcriado”.
Hubiera querido que le arrancaran la vida para morirse ya, pero ésta, la muy empecinada, se aferraba a él como un náufrago a una tabla. “Nada más para hacerme sufrir me quiere—se decía Macario con enfado—, me tiene martirizado, en los puros huesos y no me suelta, nada más me roe la poca carne que me queda. ¡Ay, canija!!Ya déjame marchar!!La vida de rodillas es más indigna que una muerte de pie!”. Terminada la procesión de la muerte, la gente regresó a sus casas a recluirse en su soledad. Todo mundo sufrió de nuevo la crisis, las amenazas de la cortina de acero, la devaluación, las fugas de los ladrones y la intolerancia de los mandones y matones.
Había quien lloraba de coraje por haber asistido al desfile sin ropa de artificio y haber sido felicitada por su gran originalidad. “Aquí no se comen perdices—le dijo Macario a la muerte—, por eso nadie es feliz y nadie se traga un pollo solo para no zacearse y poder chupar, al final, los enclenques huesos”. Se sentó para hacer su tan esperado reportaje. Abrió su blog y empezó a escribir sobre los espectros. Mientras la Catrina vestida de novia con su velo, un ramo de flores marchitas y zapatillas de tacón alto, se acurrucó a su lado para poder mirar lo que de ella se escribía y poner el grito en el cielo cuando por falta de atención, alguna errata, se tuviera que enmendar.
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