Un gato aristócrata mandó a su criado a comprar un espejo que le había pertenecido a su familia y en la Segunda Guerra entre perros y gatos se había perdido. Cuando se llevó a cabo la subasta recibió una llamada de su mensajero que le previno de las consecuencias de adquirir la reliquia familiar. Haciendo oídos sordos, exigió que la pieza fuera pagada y enviada lo más pronto posible a su casa. Al día siguiente unos gatos fornidos se le dejaron en su cuarto de antigüedades. Ordenó que se desenvolviera y colgara en el salón junto a los cuadros de sus famosos parientes.
No se pudo mirar en él porque el espejo reflejaba sólo los malos sentimientos de las personas que se posaban ante él y al ver los suyos huyó aterrado. Ningún felino, fuera de la clase que fuera, era lo bastante limpio, desde el punto de vista espiritual, como para poderse mirar sin sentir algún remordimiento. La situación se hizo intolerable. Los invitados se veían desnudos al pasar frente al enorme marco dorado con el cristal de plata que, en lugar de entregarles la imagen de sus atuendos y joyas, les mostraba monstruos desnudos dedicándose a sus perversiones. El tesorero se encontró tirado en una cama rodeado de gatas de burlesque, el general del ejército se tapó los ojos al no poder ver cómo torturaba ratones y gatos jóvenes echándolos vivos a las hogueras, el primer ministro se ofendió cuando parado frente al espejo se peinó sin poner atención en lo que había en el reflejo, pero las gatas de la alta sociedad le gritaron que el onanismo, las felaciones y el orgasmo rectal realizado en compañía de miembros del mismo sexo era un pecado capital. Enfadados todos invitados por la forma en la que se les había ridiculizado mandaron desmontar la horripilante reliquia.
Una gata blanca de la cocina que siempre se miraba allí antes de entrar en la biblioteca, por costumbre se arregló las orejas, la cola y los bigotes, y provocó el silencio sepulcral de los presentes, puesto que seguía siendo la misma dentro del marco. ¿Cómo haces eso? —le preguntó la esposa del ministro de economía—. ¿Qué cosa? —inquirió ella sin entender a lo que se refería la importante dama—. Pues mantenerte tú misma dentro del espejo— dijo la importante gata agitando su abanico y alisando su vestido de seda—. No lo sé, simplemente me veo y pienso en cómo me gustaría verme para no desagradar a los demás. No tuvo tiempo de pronunciar otra palabra más porque la empujaron y todos comenzaron a mirarse en la refracción tal y como querían que los vieran los demás felinos. No hubo buenos resultados y alguien gritó que la gata blanca era una bruja. Así fue convocada la comisión de expertos y se decidió que la prueba para determinar que era una bruja era la de verse en el espejo sin sufrir cambios.
El resultado fue evidente. La quemaron en la hoguera y le pidieron al aristócrata que rompiera su herencia familiar porque la gata la había embrujado. Se llevó al pie de la letra la petición y se colocó un nuevo espejo en el sitio que había dejado el otro espejo. Se volvieron a organizar las fiestas y los mininos quedaron encantados al notar que se veían, tal y como eran, en el reflejo del cristal detrás del cual se encontraba un mayordomo poniendo las fotografías que se les tomaban a todos los invitados en cuanto llegaban a las fiestas y reuniones de la mansión.
No se pudo mirar en él porque el espejo reflejaba sólo los malos sentimientos de las personas que se posaban ante él y al ver los suyos huyó aterrado. Ningún felino, fuera de la clase que fuera, era lo bastante limpio, desde el punto de vista espiritual, como para poderse mirar sin sentir algún remordimiento. La situación se hizo intolerable. Los invitados se veían desnudos al pasar frente al enorme marco dorado con el cristal de plata que, en lugar de entregarles la imagen de sus atuendos y joyas, les mostraba monstruos desnudos dedicándose a sus perversiones. El tesorero se encontró tirado en una cama rodeado de gatas de burlesque, el general del ejército se tapó los ojos al no poder ver cómo torturaba ratones y gatos jóvenes echándolos vivos a las hogueras, el primer ministro se ofendió cuando parado frente al espejo se peinó sin poner atención en lo que había en el reflejo, pero las gatas de la alta sociedad le gritaron que el onanismo, las felaciones y el orgasmo rectal realizado en compañía de miembros del mismo sexo era un pecado capital. Enfadados todos invitados por la forma en la que se les había ridiculizado mandaron desmontar la horripilante reliquia.
Una gata blanca de la cocina que siempre se miraba allí antes de entrar en la biblioteca, por costumbre se arregló las orejas, la cola y los bigotes, y provocó el silencio sepulcral de los presentes, puesto que seguía siendo la misma dentro del marco. ¿Cómo haces eso? —le preguntó la esposa del ministro de economía—. ¿Qué cosa? —inquirió ella sin entender a lo que se refería la importante dama—. Pues mantenerte tú misma dentro del espejo— dijo la importante gata agitando su abanico y alisando su vestido de seda—. No lo sé, simplemente me veo y pienso en cómo me gustaría verme para no desagradar a los demás. No tuvo tiempo de pronunciar otra palabra más porque la empujaron y todos comenzaron a mirarse en la refracción tal y como querían que los vieran los demás felinos. No hubo buenos resultados y alguien gritó que la gata blanca era una bruja. Así fue convocada la comisión de expertos y se decidió que la prueba para determinar que era una bruja era la de verse en el espejo sin sufrir cambios.
El resultado fue evidente. La quemaron en la hoguera y le pidieron al aristócrata que rompiera su herencia familiar porque la gata la había embrujado. Se llevó al pie de la letra la petición y se colocó un nuevo espejo en el sitio que había dejado el otro espejo. Se volvieron a organizar las fiestas y los mininos quedaron encantados al notar que se veían, tal y como eran, en el reflejo del cristal detrás del cual se encontraba un mayordomo poniendo las fotografías que se les tomaban a todos los invitados en cuanto llegaban a las fiestas y reuniones de la mansión.
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