sábado, 19 de noviembre de 2016

Despertar de un coma

La muerte de un hombre resulta generalmente tan insignificante para el mundo, que no puede ser una cosa de gran importancia en sí misma; y sin embargo yo no observo a través de la experiencia de la humanidad, que la filosofía o la naturaleza nos hayan armado suficientemente contra los temores que la rodean. Ni encuentro ninguna cosa capaz de reconciliarnos con ella, sino el extremo dolor, la deshonra o la desesperación. Porque la pobreza, la prisión, la mala suerte, el pesar, la enfermedad y la vejez, generalmente fallan.
                                                               Jonathan Swift.


Cuando Jeremías despertó del coma sentí que el muro de felicidad que había estado levantando durante cinco años se me venía encima. Los ladrillos de ese muro comenzaron a golpearme la cabeza en forma de preguntas desagradables. Las peores fueron las que no formulé yo, sino Salomé. Estábamos en una situación muy comprometedora y, lo peor, es que no sabíamos qué esperar. ¿A qué atenerse? Nos habían llamado del hospital para informarnos de que, como en las películas, nuestro ser querido había vuelto a la vida. Ya estábamos demasiado acostumbrados a pasar un rato a verlo en su cámara y fingir ante el personal de enfermeros y médicos que deseábamos con toda el alma que se recuperara. Han de haber pensado todos que hablábamos con sinceridad porque la encargada de transmitirnos la noticia nos trató con una voz muy dulce y amable, nos felicitó y nos dijo que podíamos ir inmediatamente a comprobarlo; que el milagro se lo debíamos a un doctor que había llegado de Oxford y al escuchar que nos compadecíamos mucho de Jeremías, reunió a un equipo de enfermeros con los que le aplicó una estimulación cerebral profunda con dos electrodos.

 No queríamos ir a verlo, ni hablar con él porque no podíamos adivinar qué era lo último que recordaba. Suponíamos que Jeremías no había visto al hombre que le disparó por la espalda y que el asesino, a quien habíamos convencido nosotros, pues era un amigo mío; había tenido la prudencia de no dejarse ver el rostro. “Lo maté, se lo juro que lo maté”— con esas palabras Saúl nos trató de convencer de que la bala le había deshecho el cráneo a Jeremías, pero al llegar al hospital el doctor nos explicó durante más de una hora que la bala había afectado el sistema nervioso periférico y que Jeremías sólo podía respirar, pero que era casi un vegetal. Estaba en coma por una obstrucción que le había ocasionado la bala. Preguntamos si se recuperaría y el doctor dijo que existía la posibilidad de que se recuperara, pero nadie podía asegurar cuándo podría ocurrir. Leímos todo lo que encontramos sobre los casos de coma en los que los enfermos se habían recuperado y obtuvimos un modesto 5%, porcentaje que nos dio muchísimas esperanzas. Ya habíamos ampliado ese mínimo cinco a un cero y, en realidad, ya estábamos a punto de desconectarlo y hacerle la eutanasia, pero sucedió lo imposible. Ya estaba despierto y teníamos que sacarlo del hospital para traerlo aquí. Eso no era tan fácil porque ya había cambiado mucho nuestra vida.

El exceso de confianza y la falta de previsión nos hizo tomar decisiones erróneas. Pero ¿díganme sinceramente si ustedes lo habrían previsto con esas posibilidades casi nulas? ¿verdad que no? Tiramos todas sus pertenecías: la ropa, los libros, sus discos, sus muebles, los zapatos y sólo nos quedamos con sus documentos más importantes por si las dudas y más para formalizar el entierro que para otra cosa. Yo me divorcié, perdí todos los derechos sobre mi hijo y me quedé con la obligación de pagarle los alimentos hasta que cumpliera la mayoría de edad. Las hijas de Salomé, Rosa y María me trataron, desde el primer día, como al padre que les faltaba. Al compararme con Jeremías dijeron que yo era muy condescendiente, nada agresivo, generoso e inteligente. Les cogí cariño y en cinco años de convivencia me convertí en el cabeza de familia.

Y ¿ahora qué? —me espetó Salomé urgiéndome a inventar algún plan con el que pudiéramos cambiar las cosas, es decir, toda nuestra relación en cuestión de minutos. Me quedé bloqueado porque en lugar de urdir algo sensato, sólo me sumía en el recuerdo de nuestro encuentro y los momentos felices que habíamos compartido juntos. La recordé con su delantal, sus medias corridas y sus zapatos sin tacón, escribiendo mi orden en su bloc, aclarando punto de cocido de la carne, el tipo de vino y la cantidad de pan. Eso se repitió varias veces hasta que un día me decidí a pasar en la noche cuando ya estaban cerrando el restaurante. “Ya no es hora, señor José María, estamos cerrando. Vaya y busque otro sitio para cenar”. No vengo a cenar—le contesté con mi sonrisa de Don Juan, vengo a robarte. Y así fue, nos encerramos en una habitación de hotel y salimos hasta el sábado por la mañana.

 Luego los encuentros fueron durante las horas de comida, pero en un piso que un amigo mío tenía desocupado y que pronto se convirtió en nuestro lecho de amor. Éramos felices, habíamos encontrado nuestra otra mitad. Sólo había un obstáculo que nos impedía que fuéramos completamente felices. Esa fue la razón de que contratáramos a Ramiro Sánchez, el detective que me había mandado mi primo para investigar a algunos morosos que no querían liquidarnos las cuentas en la empresa y se dedicaban a negocios sucios. Mi relación con Sánchez fue buena desde el principio y entablamos amistad con rapidez. Lo invité los fines de semana a comer a mi casa, discutimos acaloradamente algunos libros policíacos que habíamos leído y le ayudé a ampliar su clientela. Ramiro tiene una mente ágil y entendió a la perfección lo que le quería proponer. Fue él mismo quien me dijo que si quería deshacerme de Jeremías, se lo dejara en sus manos. Luego me planteó su estrategia. Era como mover las piezas en un tablero de ajedrez. Estaban todas las jugadas previstas, cada quien tenía su coartada y el asesino tenía la facilidad de encontrarse en el sitio del crimen y, al mismo tiempo, en un bar cerca de nuestro barrio. De hecho, todo salió a pedir de boca y si Jeremías se hubiera muerto, la policía no habría encontrado más que un círculo vicioso, de pistas que no llevaban a ninguna parte, atado con un nudo ciego difícil de deshacer.

“¿Qué vamos a hacer ahora Chema?”. Con esa tediosa pregunta tuve que lidiar hasta que se me prendió el foco. Mira, Salomé —le dije abrazándola para que se estuviera quieta y no anduviera corriendo como gallina asustada—, lo primero que hay que hacer es ir a ver en qué condiciones está tu marido, tal vez la terapia para que se recupere sea larga y no muy efectiva. En cuanto Jeremías sepa que ha estado cinco años en coma quedará impresionado y se despistará con facilidad, podremos engañarlo como a un niño. Lo más importante es saber qué recuerda exactamente de su relación contigo, tal vez ni te reconozca y piense que su mujer es otra persona, así lo podremos controlar con facilidad y, por último, hay que decirle que todo el dinero que tenía en el banco y lo de su seguro, lo hemos empleado para pagar los gastos generados por su conservación y los estudios de nuestras hijas, es decir, de tus hijas.

Todo esfuerzo resultó inútil. Salomé no estuvo de acuerdo con nada de lo que le propuse, por dicha razón tuve que llamar a todos los implicados en el asesinato frustrado para ponerlos en alerta. Primero se lo comuniqué a Ramiro, quien, con sangre fría, me dio indicaciones exactas de lo que tenía que hacer y cómo actuar. “No digas nada, cierra el pico y deja que las cosas tomen su curso, no actúes ni siquiera cuando temas que alguien encuentre una pista para involucrarnos, por último, infórmame todo lo que se relaciones con la recuperación de Jeremías”. Seguí su consejo y le dije a Saúl que hiciera lo mismo que yo, Saúl le dio las mismas instrucciones a Daniel, quien le había proporcionado la pistola, así los tres nos hicimos de palo. La última del grupo fue Salomé, a quien le dije que actuara como si nada hubiera pasado y escuchara con atención a Jeremías para contármelo después.

El día de la visita la espera fue larga. Una tortura. Todo el tiempo traté de seguir las instrucciones de Ramiro, pero la mente trabaja sin control, era imposible ponerle un freno y me surgieron ideas terribles que mezclaron todos mis temores. La falta de lógica en mis hipótesis me encerró en una celda de castigo en la que tenía que luchar contra un monstruo que me aterraba porque sentía su presencia, pero era invisible. Salomé llegó muy alarmada.

 —Chema, Jeremías se acuerda de todo. No lo vas a creer, pero recuerda hasta del momento en el que le dispararon, es decir, el momento en que Saúl le disparó.
 —¿Cómo es posible? Saúl nos dijo que le había disparado por la espalda. ¡Era imposible que lo viera!
— Pues, ya lo ves. Jere me dijo que vio a un hombre cuando iba haciendo footing y que la curiosidad lo hizo voltear para verlo, pues le extrañaron sus desordenados pelos, y en ese momento oyó el disparo. Dijo que reconocería al hombre si lo viera ahora mismo. ¿Crees que sea posible eso?
—Es verdad, porque para él no han pasado más que tres o cuatros días y tiene los recuerdos frescos de ese momento por ser lo último que vio.
—Me ha dicho que me estoy más rellenita, más madura y que está deseoso de ver a nuestras hijas.
—Y ¿qué vamos a hacer cuando las vea? Ellas le van a echar en cara todos sus insultos, la mala vida que te dio siempre y, quizás, le revelen lo de nuestra relación. ¡Hay muchas cosas en juego, ¿entiendes?!
—No sé José María, él está muy raro. Es como si la parte violenta de su carácter se le hubiera caído o perdido. ¿Te imaginas que me abrazó con ternura? Eso nunca lo había hecho. Creo que esa bala le desprendió la parte agresiva que tenía, ni siquiera grita y es muy amable.
—Bueno, ya deja eso y dime qué aconsejan los doctores.
—Pues, me han dicho que su sistema motor está bien, que tiene bien los reflejos y la coordinación y que en unos días me lo podré llevar a la casa.
—Mierda, ¿y cómo le vamos a decir lo de los cambios?
—Pues hay que explicarle que las circunstancias nos fueron poniendo en una situación difícil y que…
—¿Estás mal de la cabeza o qué? Me refiero a nosotros. ¿Recuerdas que dejé a mi hijo por ti? Y ahora vuelve tu marido y yo me quedo en la calle, ¿no es cierto?
—Pero, no estoy divorciada y tú no me has pedido que me case contigo.
—¡Cómo eres inútil! Si no te pedí que nos casáramos era porque estábamos esperando a que lo pudiéramos desconectar para hacer nuestra vida. Eso se sobreentendía, ¿no?
—Pues no sé, José María, nunca me lo dijiste y aunque estábamos bien, tenías la obligación de proponérmelo, al menos.

Después de la estúpida conversación que tuve con Salomé en el hospital, decidí buscar un lugar para vivir porque ya no podría llegar tranquilamente a casa de Salomé y decirle al imbécil de Jeremías que me estaba follando a su mujer y que él era un cornudo. Luego, por alguna razón, caí en la cuenta de que el trato de Salomé había cambiado. Durante cinco años me había dicho Chema, y Chemita después de las largas noche de sexo que pasamos, pero ahora se había dirigido a mi como si nos hubiéramos conocido hacía unos días. Era como si esos largos años de convivencia hubieran desaparecido por completo y ahora, Jere, como le llamó todo el tiempo a su resucitado Jeremías, se había convertido en algo importante en su vida. Era el brillo de los ojos y las pausas en la voz lo que la delataron.

Tuve que ponerme en alerta porque si Rosa y María quedaban bajo la influencia compasiva que sentía Salomé, todo se iría al demonio. Llamé a Ramiro y le pedí que me guiara en ese laberinto de ideas que me comenzaban a oprimir los sesos. Su consejo fue simple y lógico, como era de esperarse, pero yo tenía mil urgencias. No estaba dispuesto a dejar a Salomé con la que ya tenía una vida marital, no le devolvería las hijas a Jeremías, pues ya me había convertido en el sucesor de su padre. Les pagué viajes por Europa, sus estudios, su ropa y muchos de sus caprichos. Era mucho dinero invertido y con la crisis que comenzaba a afectar a toda la gente ese respaldo económico que les había proporcionado era mi único seguro. Si me iba de la casa de Salomé, no tendría en que caerme muerto. Con el pago de los alimentos para mi hijo, un alquiler y la deuda de las matrículas de las niñas, que arrastraba con dificultad, me vería obligado a no salir del trabajo para solventar sólo esos gastos.

Podría presentarme en casa de Jeremías con una cuenta exigiéndole que pagara él, pero todo estaba a nombre mío, pues Salomé con su sueldo raquítico de la cafetería no haría frente a todas esas necesidades. Por un lado, sentía ganas de matarla y maldecía el día en que había ido por ella para llevármela a cenar, pero, por el otro, me la imaginaba en la cama, sumisa, excitada, pidiéndome que la complaciera. Rebotaba en mi vientre su imagen con su minifalda y sus medias color carne que usaba cuando me quería seducir mostrándome sus carnes aprisionadas por la lencería. Sus posiciones de yagua parca esperando con una sonrisa que la jineteara toda la noche era lo que me hacía perder el juicio. Estaba desesperado y los malos presentimientos fueron cayendo como lluvia con granizo. Las cosas iban caminando rápido. Era como en esas jugadas finales del dominó, en las que los participantes ya saben lo que tienen sus contrincantes, y estrepitosamente van mostrando sus fichas para ponerlas con fuertes vociferaciones que resuenan en la mesa como golpes.

A los tres días Jeremías volvió a su casa. Se habituó con rapidez. La actitud de Salomé y sus hijas era muy condescendiente. Al principio, las niñas, se habían acercado a él como gatas curiosas midiendo el peligro que pudiera representar, pero al comprobar que estaba más manso que Moisés, lo abrazaron y el respondió con cariñitos y palabritas dulces. Las cosas se iban a poner peor y el colmo fue que Salomé se enamoró de su resucitado nuevo esposo. No es que estuviera harta de mí, sino que el cambio le llegó justo a tiempo para enfrentar el duro sendero que vislumbraba hacía la menopausia. Pasaron los días y Salomé no sólo se habituó a la presencia de Jeremías, sino que me olvidó por completo. Mientras yo seguía con la esperanza de que ella le pidiera el divorcio a Jeremías, las ventanas de su corazón se fueron cerrando una por una hasta que no quedó ninguna abierta. Yo seguía empecinado en que echara a su marido, pero ella lo único que hacía era darme largas, ya no venía a verme y sólo me llamaba por teléfono para recordarme que tenía que seguir pagando las colegiaturas y que, si intentaba incumplir con los pagos, iría a toda prisa a ver a la policía. Que me hubiera denunciado no me preocupaba, el problema eran Ramiro, Saúl y Daniel a quienes consideraba mis amigos y no estaba dispuesto a sacrificarlos por una tontería, sin embargo, el agua me fue llegando hasta el cuello y ya no pude resistir más.

Decidí desaparecer. Le informé a los cómplices de nuestro fallido crimen que estaría a unos doscientos kilómetros de distancia y que permanecería en contacto para cualquier cosa que se requiriera. Me libré de la presión de Salomé, supe que Jeremías se había recuperado y había conseguido un empleo modesto, que Rosa y María trabajaban en su tiempo libre para pagar sus estudios y que todo mundo estaba en paz. Por fin, pude respirar con tranquilidad, incluso empecé a salir con una de las secretarias de la filial de mi empresa en la que fungía como jefe de logística. Mi ex mujer se calmó y dejó de molestarme. Envié con regularidad una suma de dinero para mi hijo y seguí mi vida normal.
Un día Saúl se encontró con Jeremías, pero no lo reconoció. Se había quedado con la imagen de un hombre fornido, de pelo recortado al estilo Tyson y con un andar seguro de gladiador de ring. El flacucho, canoso y medio cojo ser que iba hacía su encuentro le dio lástima y se hizo de la vista gorda cuando pasó junto a él. Jeremías, por el contrario, afinó las pupilas y un resorte del recuerdo le rompió una capa de la mente dejando salir una frase que sonó fatídica y se estrelló en el suelo. Lo malo es que esa frase se fue por una alcantarilla y se salió por otro lado para llegarle a Ramiro en forma de tufo. No tardó en hablarme.

—¿Chema?
—Sí, dime Ramiro, ¿qué tal? ¿a qué debo el honor?
—Te tengo malas noticias.
—¿De qué se trata?
—Es sobre Saúl y Jeremías.
—¡No me jodas!
—Sí, Chema, me lo ha comunicado Salomé y está deshecha.
—Pero, ¿qué ha sido exactamente?
—Pues, resulta que Jeremías iba por la calle cuando vio a Saúl que iba a su encuentro y sintió un dolor en la nuca, después le saltó el recuerdo del sonido del disparo, ató cabos y fue corriendo a decírselo a Salomé. “Es el hombre que me disparó, te lo juro”—así se lo dijo Jeremías.
—Y, ¿lo han denunciado ya?
—No, la cosa ha ido peor.
—¿Peor? ¿Qué cosa puede ser peor?
—Saúl, ya sabes que es muy superficial para algunas cosas y muy cobarde para otras, se acojonó cuando lo supo y decidió actuar de nuevo.
—No entiendo nada, explícamelo bien.
—¿No te das cuenta? Fue de nuevo a buscarlo y cuando Jeremías salió por la tarde, lo esperó en una esquina y le volvió a disparar…
—Y ¿lo mató?
—No, no, no.
—¿Entonces qué?
—Lo dejó otra vez en coma.
—!Maldita sea!




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