Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte. Si esa frase fuera verdad—pensé—, entonces el doble de Natalia Vodiánova debía andar por alguno de los rincones de Rusia. Decir que estaba enamorado de la modelo sería quedarse muy corto, pues en realidad ella era el objeto idolatrado que me motivaba a vivir, aunque estaba representando ya una muerte lenta y segura. Me levantaba todos los días con la idea de encontrar a una mujer con esa cara angelical y habría dado cualquier cosa por poseerla.
En mi país no hallé ni siquiera su variante oscura, es decir, morena con ojos castaños, por eso empecé a buscar en las páginas de contactos y modelos en Rusia. Aprendí un poco del idioma, compré un billete de avión y me fui a buscarla. Sabía que Natalia se había ido de su casa de Nizhny Novgorod a los diecinueve años. Viajé a esa provincia y anduve buscando en las universidades, en el centro, en cualquier lugar donde hubiera jóvenes modelos, bailarinas o actrices. No resultó. Era lógico porque siempre que se busca algo que se necesita con urgencia, la vida se empeña en hacerlo todo más difícil. He de confesar que recorrí el territorio ex soviético por más de un año y medio y no encontré ninguna mujer que se pareciera a la famosa modelo. Vi muchísimas mujeres, incluso más bellas, pero como mi deseo era encontrar una doble de Vodiánova, no intenté entablar amistad con copias exactas de Kúrnikova, Sharapova y muchas más. Un día se me ocurrió la idea de seguir paso a paso la posible ruta de mezclas raciales que dio origen a una mujer como Natalia.
Por la posición de su ciudad natal debían haber participado en su creación algún eslavo, un tártaro, un nórdico, un mongol y un kazajo. Descarté al último y me centré en los primeros. Busqué mujeres con apellidos característicos de dichas razas, me contacté con todos los Vodiánov del mundo, pero todo fue inútil. Cuando me di por vencido, hice la maleta y me fui a tomar una copa a un club famoso de la ciudad de Moscú. Después de pasar el control de seguridad me dieron una mesa cerca del bar. No me sorprendió ver las copias exactas de Cindy Crawford, Madonna, Jennifer López y Ornella Muti. No podía creer que fuera tan sencillo ver duplicados de muchas famosas y no encontrar la que yo quería. Se debía a los rasgos tan específicos de Natalia—me decía para tranquilizarme—, pero si hubiera deseado en aquel momento la copia de Cameron Díaz, seguro habría aparecido sin chistar. Ya estaba pagando la cuenta, cuando una mujer delgada bajó por una escalera, logre ver su perfil y la curiosidad me impulsó como un resorte hacía ella. Me dio un infarto cuando la vi de frente. Era ella, más bajita, más gordita, pero con la misma cara. Temblando me le acerqué y entablé conversación. No me salían muy bien las palabras y con señas le propuse que se sentara conmigo. Pedí una botella de champagne y ella me ofreció ejecutar un baile erótico en privado. Acepté y después comenzamos a hablar.
Me decepcioné al saber que estaba casada, que tenía hijos y que llevaba una vida de perros, con desvelos, maltratos y abstinencias. Le propuse que se fuera conmigo que dejara todo y que pasara el resto de su vida a mi lado. Dijo que el único impedimento era su marido. Me lo mostró. Estaba allí parado. Era alto, muy gordo y trabajaba como guardia de seguridad. Maldije mi suerte y perdí el control. Estaba obligado a tomar una decisión. Le dije que estaba dispuesto a todo, incluso a morir si era necesario. Aceptó y echamos al esposo, nos casamos. Encontré un trabajo modesto para permanecer con ella.
Al principio nos entendíamos bien, yo no cabía en mi regocijo. Trataba de ser amable y comprensivo, sin embargo, ella mostró su carácter muy pronto. Era muy caprichosa, bastante holgazana e infiel. Al mes de casados, comenzó a salir con otros hombres. Llegaba borracha con flores y regalos y me gritaba cosas que no entendía. Supe entonces que mi decisión no había sido la mejor y toda la ilusión que había tenido se esfumó.
Hasta el día de hoy sigo tratando de sobrevivir y mantener la relación cediendo a sus deseos y apoyándome en mi sueño perdido, pero creo que pronto claudicaré.
En mi país no hallé ni siquiera su variante oscura, es decir, morena con ojos castaños, por eso empecé a buscar en las páginas de contactos y modelos en Rusia. Aprendí un poco del idioma, compré un billete de avión y me fui a buscarla. Sabía que Natalia se había ido de su casa de Nizhny Novgorod a los diecinueve años. Viajé a esa provincia y anduve buscando en las universidades, en el centro, en cualquier lugar donde hubiera jóvenes modelos, bailarinas o actrices. No resultó. Era lógico porque siempre que se busca algo que se necesita con urgencia, la vida se empeña en hacerlo todo más difícil. He de confesar que recorrí el territorio ex soviético por más de un año y medio y no encontré ninguna mujer que se pareciera a la famosa modelo. Vi muchísimas mujeres, incluso más bellas, pero como mi deseo era encontrar una doble de Vodiánova, no intenté entablar amistad con copias exactas de Kúrnikova, Sharapova y muchas más. Un día se me ocurrió la idea de seguir paso a paso la posible ruta de mezclas raciales que dio origen a una mujer como Natalia.
Por la posición de su ciudad natal debían haber participado en su creación algún eslavo, un tártaro, un nórdico, un mongol y un kazajo. Descarté al último y me centré en los primeros. Busqué mujeres con apellidos característicos de dichas razas, me contacté con todos los Vodiánov del mundo, pero todo fue inútil. Cuando me di por vencido, hice la maleta y me fui a tomar una copa a un club famoso de la ciudad de Moscú. Después de pasar el control de seguridad me dieron una mesa cerca del bar. No me sorprendió ver las copias exactas de Cindy Crawford, Madonna, Jennifer López y Ornella Muti. No podía creer que fuera tan sencillo ver duplicados de muchas famosas y no encontrar la que yo quería. Se debía a los rasgos tan específicos de Natalia—me decía para tranquilizarme—, pero si hubiera deseado en aquel momento la copia de Cameron Díaz, seguro habría aparecido sin chistar. Ya estaba pagando la cuenta, cuando una mujer delgada bajó por una escalera, logre ver su perfil y la curiosidad me impulsó como un resorte hacía ella. Me dio un infarto cuando la vi de frente. Era ella, más bajita, más gordita, pero con la misma cara. Temblando me le acerqué y entablé conversación. No me salían muy bien las palabras y con señas le propuse que se sentara conmigo. Pedí una botella de champagne y ella me ofreció ejecutar un baile erótico en privado. Acepté y después comenzamos a hablar.
Me decepcioné al saber que estaba casada, que tenía hijos y que llevaba una vida de perros, con desvelos, maltratos y abstinencias. Le propuse que se fuera conmigo que dejara todo y que pasara el resto de su vida a mi lado. Dijo que el único impedimento era su marido. Me lo mostró. Estaba allí parado. Era alto, muy gordo y trabajaba como guardia de seguridad. Maldije mi suerte y perdí el control. Estaba obligado a tomar una decisión. Le dije que estaba dispuesto a todo, incluso a morir si era necesario. Aceptó y echamos al esposo, nos casamos. Encontré un trabajo modesto para permanecer con ella.
Al principio nos entendíamos bien, yo no cabía en mi regocijo. Trataba de ser amable y comprensivo, sin embargo, ella mostró su carácter muy pronto. Era muy caprichosa, bastante holgazana e infiel. Al mes de casados, comenzó a salir con otros hombres. Llegaba borracha con flores y regalos y me gritaba cosas que no entendía. Supe entonces que mi decisión no había sido la mejor y toda la ilusión que había tenido se esfumó.
Hasta el día de hoy sigo tratando de sobrevivir y mantener la relación cediendo a sus deseos y apoyándome en mi sueño perdido, pero creo que pronto claudicaré.
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