Al salir de la prolongada curva preparé mi pañoleta, abrí la mochila y saqué mi pistola. Revisé que tuviera el seguro puesto, no llevaba cómplices y estaba en el asiento que daba al pasillo, no muy lejos de la puerta de apear. Ya había observado con atención a los pasajeros y sabía que ninguno de ellos opondría resistencia. El plan ya estaba listo y las posibles complicaciones que pudieran surgir estaban resueltas porque las había evaluado y solucionado como en un juego de ajedrez. Si salía un listillo que quisiera hablarme de moral, lo aplacaría con un cachazo; si me echaba una bronca alguna señora de las que no saben cerrar la boca, le pondría el cañón de la fusca en la cara; y si un niño se ponía a chillar amenazaría a sus padres para que lo callasen.
Eran las nueve de la noche, las luces del salón iban apagadas y muchos dormitaban para evadirse de la cruda realidad. Todos tenían motivos para fugarse de la paupérrima existencia en sus sueños. Siempre actuaba solo porque ya lo dice bien el dicho: “Más vale solo que…”.
Me levanté y, como estaba cerca de conductor le pedí que encendiera las luces. En cuanto se iluminó el interior di la orden de que nadie se moviera y sacaran las cosas de valor. Mis palabras ni siquiera se oyeron porque las apagó un grito de sorpresa. “¡Es el justiciero! ¡Gracias a Dios que venimos protegidos!”. La gente empezó a aplaudir y recibí las felicitaciones de todos los pasajeros por mis supuestos actos heroicos. Me recordaron que había aplacado a cuatreros y bandidos que tenían aterrorizada la zona. “¿Se acuerda de cómo acribilló a los rateros de la cascada?” —le preguntaba un hombre a una señora que estaba a su lado mientras ella hacía referencia a los encapuchados que habían salido despavoridos nada más verme. Tuve que improvisar y agradeciendo los cumplidos y buenos deseos de la gente bajé del autobús y terminé mi trayecto a pie. Decidí que la próxima vez sería más cauteloso y me taparía la cara cuando comenzara mi asalto.
Así lo hice. Primero, repasé lo del listillo que pudiera hablarme de la moral para aplacarlo con un cachazo, luego, lo de alguna señora de las que no saben cerrar el pico para ponerle el cañón de la fusca en la boca, después, lo del niño chillón para amenazar a sus padres para que lo callaran y, por último, las ovaciones y alientos de los pasajeros diciéndome que soy “El Justiciero” para callarles la boca a punta de pistoletazos. Entré en el salón del autobús y me senté en el lugar de siempre, esperé a que el camionero llegara hasta el tramo de la curva, saqué la pistola, esta vez sin el seguro, me puse el paliacate alrededor de la boca, esperé a que saliéramos de la curva y me levante, le pedí al conductor que encendiera las luces y gritándole a todos que me dieran sus cosas de valor le apunté a un señor, pero en lugar de espantarse empezó a aplaudir y a gritar que mi voz era inconfundible. “¡Es la voz del justiciero! ¡Gracias al cielo que venimos protegidos!”. La gente empezó a aplaudir de nuevo y recibí muchas felicitaciones. Hablaron de que mi misión era aplacar a los cuatreros y bandidos. Algún despistado preguntó si se acordaban de cómo había acribillado a los rateros de la cascada y un estudiante le preguntó a una señora, que estaba a su lado, si se acordaba de cómo habían salido despavoridos, nada más verme, unos ladrones muy temidos. Tuve que darles las gracias a todos de nuevo por los amables cumplidos. Bajé del autobús y me fui desconsolado. Decidí que la próxima vez, como era la vencida, sería más cauteloso, negaría cuanto me dijeran y les robaría todo lo que llevaran encima.
La tercera vez, repasé lo del listillo, luego lo de la señora y el cañón de la fusca en su boca, después lo del niño chillón, por último, lo de las ovaciones y reconocimientos de los pasajeros diciéndome que soy “El Justiciero” para callarles la boca a punta de cachazos. Entré en el salón del autobús y me senté en mi sitio, esperé a que el conductor llegara hasta la dichosa curva, saqué la pistola, me puse el paliacate para cubrirme la boca, esperé a que se terminara la prolongada vuelta y, cuando me iba a levantar, un hombre encapuchado sacó una pistola y le pidió al conductor que encendiera las luces. Nos gritó a todos para que le diéramos nuestras pertenencias, le apuntó a una joven, pero ésta en lugar de espantarse empezó a aplaudirle y gritarle que su estilo era inconfundible. “¡Es el justiciero protector! ¡Gracias a todos los ángeles del cielo por protegernos!”. El falso vengador se fue cabizbajo y tuve que seguir el trayecto hasta la central de camiones.
La última vez que intenté asaltar en un autobús foráneo repasé lo del listillo, lo de la señora, lo de las gentiles palabras y porras, lo de los asaltantes inesperados y me fui a la central camionera. Preparé todo como las veces anteriores, pero cuando ya íbamos saliendo de la curva un hombre con una pañoleta se levantó y pidió que le dieran el dinero. Miré a mi lado y estaba el asaltante de la vez pasada que me miró con curiosidad porque éramos muy parecidos. Yo también me asombré mucho, pero nuestra sorpresa fue mayor cuando comenzaron los gritos de alegría y el asaltante de la pañoleta se descubrió el rostro y se despidió de la gente que le aplaudía.
Me decepcioné mucho porque descubrí que los pasajeros habían encontrado un método para evitar los robos diciéndole a los ladrones que eran el famoso justiciero vengador, pero lo peor no fue eso, sino que también pude ver que todos los falsos justicieros éramos iguales. Teníamos ropa muy ajada, cara de hambre y un aspecto que daba más lástima que pena.
Eran las nueve de la noche, las luces del salón iban apagadas y muchos dormitaban para evadirse de la cruda realidad. Todos tenían motivos para fugarse de la paupérrima existencia en sus sueños. Siempre actuaba solo porque ya lo dice bien el dicho: “Más vale solo que…”.
Me levanté y, como estaba cerca de conductor le pedí que encendiera las luces. En cuanto se iluminó el interior di la orden de que nadie se moviera y sacaran las cosas de valor. Mis palabras ni siquiera se oyeron porque las apagó un grito de sorpresa. “¡Es el justiciero! ¡Gracias a Dios que venimos protegidos!”. La gente empezó a aplaudir y recibí las felicitaciones de todos los pasajeros por mis supuestos actos heroicos. Me recordaron que había aplacado a cuatreros y bandidos que tenían aterrorizada la zona. “¿Se acuerda de cómo acribilló a los rateros de la cascada?” —le preguntaba un hombre a una señora que estaba a su lado mientras ella hacía referencia a los encapuchados que habían salido despavoridos nada más verme. Tuve que improvisar y agradeciendo los cumplidos y buenos deseos de la gente bajé del autobús y terminé mi trayecto a pie. Decidí que la próxima vez sería más cauteloso y me taparía la cara cuando comenzara mi asalto.
Así lo hice. Primero, repasé lo del listillo que pudiera hablarme de la moral para aplacarlo con un cachazo, luego, lo de alguna señora de las que no saben cerrar el pico para ponerle el cañón de la fusca en la boca, después, lo del niño chillón para amenazar a sus padres para que lo callaran y, por último, las ovaciones y alientos de los pasajeros diciéndome que soy “El Justiciero” para callarles la boca a punta de pistoletazos. Entré en el salón del autobús y me senté en el lugar de siempre, esperé a que el camionero llegara hasta el tramo de la curva, saqué la pistola, esta vez sin el seguro, me puse el paliacate alrededor de la boca, esperé a que saliéramos de la curva y me levante, le pedí al conductor que encendiera las luces y gritándole a todos que me dieran sus cosas de valor le apunté a un señor, pero en lugar de espantarse empezó a aplaudir y a gritar que mi voz era inconfundible. “¡Es la voz del justiciero! ¡Gracias al cielo que venimos protegidos!”. La gente empezó a aplaudir de nuevo y recibí muchas felicitaciones. Hablaron de que mi misión era aplacar a los cuatreros y bandidos. Algún despistado preguntó si se acordaban de cómo había acribillado a los rateros de la cascada y un estudiante le preguntó a una señora, que estaba a su lado, si se acordaba de cómo habían salido despavoridos, nada más verme, unos ladrones muy temidos. Tuve que darles las gracias a todos de nuevo por los amables cumplidos. Bajé del autobús y me fui desconsolado. Decidí que la próxima vez, como era la vencida, sería más cauteloso, negaría cuanto me dijeran y les robaría todo lo que llevaran encima.
La tercera vez, repasé lo del listillo, luego lo de la señora y el cañón de la fusca en su boca, después lo del niño chillón, por último, lo de las ovaciones y reconocimientos de los pasajeros diciéndome que soy “El Justiciero” para callarles la boca a punta de cachazos. Entré en el salón del autobús y me senté en mi sitio, esperé a que el conductor llegara hasta la dichosa curva, saqué la pistola, me puse el paliacate para cubrirme la boca, esperé a que se terminara la prolongada vuelta y, cuando me iba a levantar, un hombre encapuchado sacó una pistola y le pidió al conductor que encendiera las luces. Nos gritó a todos para que le diéramos nuestras pertenencias, le apuntó a una joven, pero ésta en lugar de espantarse empezó a aplaudirle y gritarle que su estilo era inconfundible. “¡Es el justiciero protector! ¡Gracias a todos los ángeles del cielo por protegernos!”. El falso vengador se fue cabizbajo y tuve que seguir el trayecto hasta la central de camiones.
La última vez que intenté asaltar en un autobús foráneo repasé lo del listillo, lo de la señora, lo de las gentiles palabras y porras, lo de los asaltantes inesperados y me fui a la central camionera. Preparé todo como las veces anteriores, pero cuando ya íbamos saliendo de la curva un hombre con una pañoleta se levantó y pidió que le dieran el dinero. Miré a mi lado y estaba el asaltante de la vez pasada que me miró con curiosidad porque éramos muy parecidos. Yo también me asombré mucho, pero nuestra sorpresa fue mayor cuando comenzaron los gritos de alegría y el asaltante de la pañoleta se descubrió el rostro y se despidió de la gente que le aplaudía.
Me decepcioné mucho porque descubrí que los pasajeros habían encontrado un método para evitar los robos diciéndole a los ladrones que eran el famoso justiciero vengador, pero lo peor no fue eso, sino que también pude ver que todos los falsos justicieros éramos iguales. Teníamos ropa muy ajada, cara de hambre y un aspecto que daba más lástima que pena.
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