Hacía mucho frío, le temblaban un poco los pies y se sentía agobiada. Se le
habían mezclado varios sentimientos incompatibles como el amor y el odio, la
vanidad y el desprecio y otras sensaciones que no se podía explicar. La noche
anterior los soldados del servicio secreto se habían divertido con ella. A
pesar de que la habían tratado como un trapo o, peor aún, como un urinario, no
se sentía humillada. La costumbre y la repetición de sus encuentros en la cama la
habían insensibilizado, tenía mutilado el amor propio desde hacía mucho tiempo.
Ni siquiera el enorme peso y la pestilencia del cerdo Heberhard la irritaban,
era más bien el suplicio de la comezón en la entrepierna. El constante roce de
la carne viva de sus labios vaginales era lo que le endurecía la expresión de
la boca y que su mirada destellara odio. Las mujeres que llegaron ese día por
la mañana tuvieron mala suerte porque, aparte del malestar que Zytka
experimentaba en el vientre y el ánimo, estaba la estricta orden de Fremont
Schroeder de eliminarlas a todas sin excepción. Dio órdenes claras. Las viejas
y las niñas primero. Las mujeres maduras, después. Por último, las jovencitas
adolescentes. La temperatura bajó al mediodía los hornos estaban a tope, no
cabían más cuerpos, pero las instrucciones eran claras y si no se cumplían
habría represalias.
“Maldita judía vendida y traidora—le
decían las mujeres desnudas que la miraban pasar a su lado—, ojalá te pudras en
el infierno”.
Ella lo sentía, interpretaba bien el mensaje de los ojos porque conocía la
psicología. Desde los quince años había coleccionado en su memoria la
circunspección de los ojos que la habían acosado siempre. Para unos era una
mujerzuela, para otros una ladrona, para aquellos una basura y, sólo, su madre
le brindó caricias con sus glaucos luceros de paz antes de marcharse para
siempre. Caminando sobre la nieve, envuelta en su abrigo de fieltro, marcado
con la estrella azul y la palabra oberkapo, gritaba para que la cola avanzara
con más rapidez. La hilera de cuerpos desnudos despedía un pequeño halo de
vapor que iba dejando los cuerpos sin alma. De pronto la vio. Estaba temblando
y sus trenzas parecían dos cuernos marchitos de carnero con escarcha, se
restregaba con una mujer que seguramente era su madre y, ésta a la vez, bañaba
con lágrimas de hielo la cabeza de otra joven. Al pasar sintió un empujón en la
espalda. Una voz desconocida le susurró al oído que las salvara. Se acercó y
con el fuete que llevaba en la mano les gritó y las agredió. Las tres mujeres
sin entender nada se echaron al suelo llorando, las otras seguían caminando
esquivándolas como si fueran algo contagioso. Tenían la sangre a flor de piel,
entonces les ordenó que se levantaran y se las llevó lejos de allí. Dio rápidas
instrucciones para que nada alterara el orden.
Al pasar unas enfermeras les pidió
unas mantas y se las puso a sus presas. Luego, con una voz suave que no le
pertenecía a ella dijo que las ocultaría y que si se portaban bien nadie
sospecharía de ellas. Les buscó acomodo y uniformes, ella misma hizo el
registro en uno de los bloques donde había sitio para las que podían realizar
labores en la cocina y las enfermerías. Se le grabó el nombre Sylwia Stein, la
miró como si descubriera en ella algo sagrado, bajó la vista y se fue. La cola
seguía avanzando, se había acortado un poco y los últimos cuerpos estaban
desfallecidos. Pensó que no llegarían con vida a la cámara de gas. Empezó a
gritar como si estuviera arreando ovejas, se apresuró el trabajo y horas más
tarde había una montaña de cenizas del centenar de cuerpos.
Unos meses después los militares comenzaron la evacuación. Se esmeraban por
no dejar rastro de sus injusticias, pero el tiempo apremiaba. Quemaban los
libros de registro, algunos soldados se tatuaban con urgencia números falsos
para pasar por alemanes judíos. Las bombas del ejército rojo estaban abriendo
una brecha que llegaba hasta el campo de concentración. Los coches cargados de
las pertenencias de los generales emprendieron la retirada. Luego las nubes de
humo se fueron disipando, para dejar tras de sí, la figura de personas
esqueléticas, chimuelas con aspecto cadavérico que caminaban como zombis. Se
oían lamentos y preguntas urgentes, pero ningún soldado los entendía porque su
apariencia no era terrenal y sus voces parecían llegar del mas allá. Zytka tuvo
que cambiar su nombre con urgencia, cogió un uniforme de rayas viejo y se puso
unos zapatos apretados. Su corpulencia la delataba, pero el barro que embadurnó
en la cabeza, la cara y las manos convenció a los soldados que, enfurecidos,
perseguían a los nazis.
Se despertó y se levantó de la cama con dificultad. Caminó con lentitud a
la cocina y puso agua a calentar para prepararse un café. Tenía pocas cosas en
la alacena, pensó en lo que compraría en el supermercado cuando saliera más
tarde. Fue hacia la ventana y empezó a regar sus plantas. Le dolía el cuerpo
por el reúma. Miró la calle poco concurrida, las pocas personas que pasaban por
allí la sacaron completamente de su sueño. Se dio cuenta de que hablaba consigo
misma con su nombre. Repitió en voz alta las dos sílabas: Zyt-Ka. La desolaron,
le dolió el estómago. Se le amargó el gesto y sintió que su vida tenía tres
partes: la primera, su Varsovia amada, en la que la obligaron a prostituirse;
la segunda, el campo de concentración; y la tercera, el anonimato. Ninguna etapa había sido dulce, salvo la
infancia que tuvo su encanto, pero que había perdido el colorido y los
recuerdos cada vez eran menos. Llevaba cuarenta años con un nombre falso,
recibía una pensión. Cada mañana una manta de acero le impedía levantarse con
ánimo. Encendió la televisión y en las noticias de la mañana, se enteró del
suceso. La muchacha a la que había salvado de los hornos había sufrido un paro
cardíaco. Se enunció un luto nacional, pues Sylwia Stein era una personalidad
en el mundo de la política. Estaba retirada, pero su nombre era conocido en todo el planeta.
“Nunca la vi de nuevo—decía Stein en
una entrevista que le habían hecho en una cadena pública—, nunca supe su
paradero y siempre me quedé con la pregunta en la boca. ¿Por qué lo hizo? ¿Por
qué de todas esas mujeres, sólo a mí me salvó? Nadie lo sabrá jamás”.
Vera Enoumisé habló con su voz vibrante y aguda: “Eras como yo hubiera
querido ser. Tenías la misma luz que yo en los ojos cuando era inocente y no
quise que terminaras calcinada. Oí una voz que me dijo, sálvala, es una
elegida, es la Zytka que no pudiste ser tú. Con el tiempo lo sabrás. Si no lo
haces te arrepentirás toda la vida. Y, por si no lo sabes, querida Sylwia, sí
me volviste a ver. Te encontré en una librería y te pedí que me recomendaras
alguna buena novela. Me miraste a los ojos y me preguntaste si nos conocíamos.
Contesté que no, que yo había llegado de un pueblo y que tenía muy poco en
París. Me regalaste un libro sobre el holocausto y lloraste al recordar las
penas que sufriste en el tiempo de la guerra. Yo también lloré y te abracé porque
recordé ese día, me dolieron las víctimas que mandé quemar. Cogí el libro y me
prometí no verte ni en los periódicos ni en la tele, pero fue imposible,
siempre aparecías cuando menos me lo esperaba, con tu sonrisa se avivaba mi
dolor. Ahora que ya no estás, no sé cómo voy a vivir sola soportando el peso de
esa enorme pila humana que se convirtió en humo y asfixia mis pulmones. Para ti
fueron unos meses negros, luego el éxito; en cambio, para mí nunca hubo indulto
ni perdón. Mi vejez es más castigo que goce. Ahora que te has ido, sé que aquella
voz tenía razón. Me consuela saber que con todos mis pecados sufriré
eternamente, sin embargo, tú me has dado el alivio que no me dio ni la
religión. Tú fuiste la otra yo. A la que no violaron, ni martirizaron, ni
sumieron en una vida de porquería. Gracias a ti, puedo continuar el poco tramo
que me resta”.
No tuvo más fuerzas para seguir recordando, cogió una rala bolsa de malla, se puso un jersey, tomó unas
monedas y un billete de baja denominación y se fue a la tienda.
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