El inspector Leblanc caminó por la estrecha calle de Saint Simon, le echó
un vistazo rápido al escaparate de una vinatería y se cruzó a la acera opuesta
donde había varias personas frente a un edificio de cinco plantas. Una
ambulancia y dos patrullas acababan de llegar. Se abrió paso entre los
curiosos, iba de mal humor porque le habían interrumpido su agradable encuentro
con un primo lejano que radicaba en Nueva York y a quien no había visto por más
de treinta años. La llamada le entró en el momento en que se disponía a
revelarle a Jean Claude su aventura con Clarice, una adolescente que les
encantaba a los dos y que, en secreto, había besado a Theophile convirtiéndolo
en el joven más feliz del mundo. Lo malo fue que la chica emigró a Inglaterra y
su romance duró sólo unos días. Lamentó tener que dejar la acogedora terraza
del hotel d ´Angleterre en Saint Germain de Pres y la amena tertulia. Prometió llamar
para un segundo encuentro, pero le fue imposible ver Jean en los siguientes
días.
Lo recibió Bastián con un gesto que parecía sonrisa, pero expresaba la pena
que sentía por haber interrumpido el encuentro de su jefe. Leblanc le extendió
la mano y asintió con movimientos de cabeza a las explicaciones y disculpas de
Rouge. Subieron por las escaleras hasta la última planta y entraron en un piso
pequeño con olor rancio y mal iluminado. Ya había gente trabajando en el
escenario del crimen. Se dirigieron al dormitorio donde había una mujer, de
unos sesenta y cinco años, tendida en la cama. Estaba atada de pies y manos,
daba muestras de haber sufrido bastante dolor porque tenía una expresión de
pánico y el pelo muy enmarañado. Le habían puesto cinta adhesiva en la boca
para que no se oyeran sus gritos. El colchón estaba manchado de orina, alguien
había abierto un poco la ventana. El forense le informó al inspector que la
víctima había fallecido por causa de una sustancia letal, al parecer un anti coagulante,
pero que antes le habían propinado una buena paliza. No se encontraron huellas
dactilares del asesino, pero había unas, casi imperceptibles, huellas de
calzado que no pertenecían a la mujer. Leblanc hizo su informe con ayuda de una
testigo que había visto a un hombre fornido de estatura media, no muy joven, tocando
en la puerta de la señora Anna Cloutier, pero afirmó no lo había visto entrar
al piso. Recalcó que tenía un rostro afilado, llevaba bigote y barba, unos
vaqueros negros, una sudadera con capucha y un bolso deportivo con un dibujo de
un pájaro rojo parado en una rama o algo así. Leblanc no obtuvo más información
y se fue con su ayudante a la comisaría. Por el trayecto, sintió el deseo de
volver a la Saint German des Pres para terminar su conversación, pero lo estaba
esperando Clement Fouché.
Leblanc entró a la comisaría y se chocó con él. Le pidió una disculpa y le
invitó a sentarse. Clement se negó y le informó que estaba organizando una
reunión en su casa, que irían algunas personas importantes y que era
imprescindible su asistiera. Al mirar los ojos asombrados de Leblanc, Fouché
agregó que había sido idea de su mujer y que en el último momento decidieron
que su presencia era necesaria, ya que iría un secretario de seguridad nacional
que deseaba saber cómo iban los asuntos en la comisaría. Leblanc dijo que estaba
de acuerdo en preparar un informe para la ocasión y se puso a trabajar. Minutos
después entró Bastián y le preguntó por el motivo de la visita de Fouché y el
esmero con el que revisaba los últimos expedientes. Leblanc le explicó la
situación y Bastián se puso manos a la obra con él, pero Leblanc dijo que
prefería hacerlo él solo. Intercambiaron algunas bromas relacionadas con los
crímenes y se despidieron.
Leblanc llegó a su casa, no había avanzado casi nada en su informe, estaba
agotado y se durmió pronto. Hacía mucho tiempo que no conciliaba el sueño tan
rápido. Esta ocasión el recuerdo de los encuentros con la jovencita Clarice y,
ese beso apasionado que se dieron, fueron como un somnífero que lo mantuvo
entretenido en sus sueños hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Entró
una llamada y notó que los rayos del sol le daban directamente en la cara.
Levantó el auricular y oyó la voz de Bastián. Le informó que los resultados de
la autopsia ya estaban listos, que podía decírselos por teléfono, pero Leblanc
dijo que mejor no lo hiciera, que en una hora estaría en la comisaría.
Theophile llegó sin prisa, saludó a algunos compañeros, vio a Fouché ocupado leyendo
las noticias y pasó rápido para que no lo llamara. En la oficina estaba Rouge
con un café en la mesa, estaba muy concentrado viendo un artículo sobre unas
enfermeras que habían asesinado niños en una clínica austriaca. Se lo comentó a
Leblanc y éste, asombrado, le preguntó cuál era su interés en una cosa tan
macabra.
—No es por gusto, inspector, tampoco por morbosidad, es que está
relacionado con nuestro caso, en cierto modo.
—Explícate, Bastián.
—Bueno, inspector, según lo que hemos podido investigar de la señora
Cloutier es que emigró hace muchos años al extranjero, radicó mucho tiempo en
Saint Louise y trabajó de enfermera.
—Pero, que haya sido enfermera no quiere decir que fuera una asesina.
—No, inspector, se equivoca. Precisamente, esta señora estuvo condenada por
infanticidios y salió hace poco de la cárcel.
—¡Fantástico! Eso quiere decir que tendremos que ocuparnos de un asunto
escabroso en el que seguramente hay un ajuste de cuentas.
—Tal vez, inspector, pero es necesario que nos demos prisa porque el
asesino podría ser un extranjero, ¿no cree?
—Sí, Bastián, tienes razón, pero tendrás que atender el asunto tú solo
porque mañana por la tarde es la reunión que ha organizado la señora Fouché y
es imprescindible mi presencia.
—¡Ah, muy bien! O sea que necesita tiempo para arreglarse, ¿no? ¿Se tomará
el día para ir a la peluquería y comprarse un traje nuevo?
—No, Bastián, es que Clement me ha pedido el informe que me has ayudado a
empezar, pero lo quiere completo y muy detallado. Me ha ordenado entregarle todos
los asuntos de este año y tengo que elaborarlo sin tardanza. De cualquier forma,
estaré aquí metido y, quizás, ni me dé tiempo de salir a comer. Así que
encárgate del asunto y déjame trabajar.
—Le llamaré si encuentro alguna complicación, inspector. Y si quiere le
puedo pedir una pizza para que no se muera de hambre.
—Está bien, Bastián, te lo agradezco.
—De nada inspector, para eso estamos los amigos.
Bastián salió de la comisaría. Leblanc miró el archivo enorme que tenía
enfrente y suspiró. Abrió unos cajones puso dos pilas de carpetas en el
escritorio, dos más en el sofá y tres en el piso. Cogió varios folios y empezó
su trabajo. Se concentró en su tarea, disipó algunas dudas relacionadas con
algunos casos que le habían dejado una espina en la conciencia y recordó sus
éxitos y metidas de pata. Sonrió con amargura, levantó la vista y notó que sus
compañeros no sólo no hacían ruido, sino que se habían salido con disimulo,
quedaban dos eternos adictos al trabajo que nunca se dirigían a él y ni
siquiera recordaba sus nombres. Es increíble—pensó—llevamos unos años juntos y
sólo sé sus apodos. Tendré que preguntarle sus nombres a Bastián. Estaba
pensando en la forma de no llamar su atención para no tener que hablarles y en
ese instante llegó el chico de las pizzas. Decidió que lo mejor que podía hacer
era invitarles un trozo, pero en cuanto lo hizo se negaron y reinó el silencio
de nuevo. Leblanc comió agachado intentando no chasquear mucho la boca, luego
se levantó por un café y cuando volvió ya no encontró a nadie. Se sentó de
nuevo, estiró las piernas, se desabrochó el cinturón y siguió con su trabajo.
Terminó cerca de las ocho y como no lo llamó Bastián, salió dejando en su
gaveta el informe casi terminado. En su casa se acordó de su primo Jean Claude
y lo llamó al hotel, pero le dijeron que no se encontraba. No terminó de ver un
programa de televisión en el que alargaban, con cortes comerciales, el caso de
una mujer que había planeado mal el asesinato de su amante y la habían
descubierto. Se metió a la cama y leyó el desenlace del libro de James Ellroy
que lo tenía enganchado.
Al día siguiente se presentó en la oficina y habló con Fouché para aclarar
algunos detalles del trabajo y de la velada que tendrían por la tarde, luego
salió a tomar un café y se fue a su casa para ponerse ropa presentable. Sacó un
traje que había usado sólo en dos ocasiones y se asombró de que todavía le
quedara bien. Le alegró saber que esa imagen, que tenía de si mismo de hombre
mofletudo, era falsa y en realidad estaba en buena forma. Se recortó el bigote con
esmero, se peinó y se fue a la casa de Fouché en la Rue Gutemberg. El
matrimonio vivía en una primera planta y tenían la ventaja de que la parte
trasera del edificio daba a una plaza bastante grande donde se podían organizar
eventos al aire libre. Lo recibió la señora Marie, la ama de llaves, que lo
trató como si fuera uno de los invitados y no como a uno de los empleados de
Clement. Le ofrecieron champagne y trató de perderse entre la gente para
conversar con alguien mientras lo encontraba Fouché. La espera se prolongó casi
media hora. Clement lo llamó y le presentó Gerard Foucault. Mantuvieron una conversación
corta y el ministro, después de hacer unas cuantas preguntas superficiales,
dejó a Leblanc con el resumen completo de su trabajo sin iniciar. Se desanimó y
cuando se disponía a probar los platillos que tenían para la ocasión, se le
acercó Fouché para decirle que había cumplido bien su cometido, que lo
esperaría al día siguiente en la oficina y que podía irse cuando le apeteciera.
Theophile no se sentía muy a gusto, se bebió una copa más y probó unos canapés.
Sin despedirse de nadie se salió. Cogió un taxi y por el camino se dio cuenta
de que estaba cerca del hotel de su primo. Por el efecto del alcohol se decidió
a darle una sorpresa. Llegó a la administración y preguntó si podía comunicarse
con Jean Claude, pero le dijeron que se había ido de allí y que le había dejado
una carta. Leblanc cogió el sobre y, al sentir la mirada curiosa de la chica
que lo atendía, se lo metió en el bolsillo y se marchó. En su casa sacó una
botella de coñac y se sirvió una copa, luego otra y después de media botella se
quedó dormido. Despertó cerca de las dos de la madrugada, se desvistió y se
metió en la cama. Llevaba una semana un poco desordenada y con retrasos en el
trabajo. Se levantó otra vez tarde, se duchó y se fue a la comisaría. Iba
entrando al baño cuando se encontró a Bastián.
—Hola, Bastián, supongo que todo va muy bien y por eso no me has molestado,
¿verdad?
—Bueno, inspector, tanto como bien, no puedo afirmarlo, pero he podido
investigar todo lo que necesitamos. ¿Quiere que le cuente…? —Leblanc le indicó
que no se podría concentrar mientras orinaba y que sería más apropiado hablar
en la oficina.
Llegaron a su escritorio y se sentaron. Leblanc vio a sus dos compañeros de
al lado y quiso preguntarle a Bastián por sus nombres, pero su ayudante no se
lo permitió.
—Inspector, según el informe del forense, la mujer murió por los golpes que
le propinaron y una sobre dosis de anti coagulante, pero eso ya lo debe saber.
Lo que ignora es que dentro del vientre le encontraron una jeringa con una
nota. Mire—le extendió una fotografía y Leblanc la cogió.
—Este mensaje lo aclara todo, Bastián.
—Sí, inspector, se trata de una venganza.
—¿Sospechas de alguien?
—Ese es el problema, inspector. Para que entienda la situación le voy a
explicar los detalles. Primero, la señorita Anna Cloutier estuvo presa en
América por el asesinato de unos niños en una casa de maternidad del estado de
Saint Louise, después, cuando cumplió su condena y salió por su buena conducta
decidió desaparecer, por eso vino a Francia a rehacer su vida, encontró trabajo
de dependienta a media jornada y se estableció en la Rue Henri Moisson donde le
rentaban una habitación, pero vivía sola en el pequeño piso, tenía allí unos
seis meses y por lo regular pasaba bastante tiempo en la Iglesia Protestante
Americana de París que está a dos pasos de su casa. No tenía amigos, era muy
introvertida y en su trabajo era puntual y amable. Para terminar, la última vez
que la vieron estaba un poco nerviosa, una de las vecinas dice que se lo
comentó, no de forma muy clara porque sus palabras fueron las siguientes: “Algún
día me lo cobrará´”. La vecina dijo que pensó que se refería a algo relacionado
con la religión y, como asistía mucho al templo, se imaginó que se trataría de
un pecado o algo así.
—Y vaya que tenía un pecado, Bastián, pero sospechamos que esa frase tiene
otro significado, ¿verdad?
—Por supuesto, inspector, ella tenía un temor más terrenal.
—¿Te refieres al hombre que vio otra de las vecinas de la Rue Henri
Moisson?
—Sí, exactamente, lo único que no sé es dónde podremos encontrarlo.
—Eso no será tan difícil porque si pensamos en las personas que tendrían un
móvil para asesinarla, ya tenemos el que dejó esta nota. “Quedamos en paz,
enfermera Cloutier. Ojo por ojo…s”.
—Bastián, ¿tú sabes de caligrafía o grafo-patología? ¿podrías decir qué
persona escribiría así?
—¿Se está burlando, inspector? Bien sabe que ese era uno de los requisitos
que me pidió para trabajar con usted.
—Bueno, entonces, antes de que me digas qué tipo de persona escribió la
nota que le encontraron a la señora Cloutier, dime las características
morfo-psico-lógicas del asesino.
—Mire, inspector, según dice la señora Amelie, con quien habló usted, el
hombre tiene un mentón muy amplio, la nariz gruesa y los pómulos muy
pronunciados, el contorno de la cara abollado, por eso sería un hombre
afectivo, pero con malos instintos e irritable, además sería una persona con
dificultades para empatizar con su entorno. No sé si eso podría coincidir, pero
de ser cierto, el asesino tendrá una profesión que no requiera mucho la
comunicación con la gente. Lo que si sabemos es que es calculador e
inteligente.
—Bien, descartemos las de abogado, profesor, doctor…
—Espere, podría ser un cirujano, ¿no?
—Sí, Bastián, pero de serlo, habría dejado algún rastro y no lo hizo.
—Pues, el que dejara una jeringa dentro del vientre indica que lo era o
¿no?
—No, Bastián, eso fue sólo para explicar la razón de…!Espera! ¿Cómo
ejecutaba esa mujer a sus víctimas?
—Lo que sabemos del informe que nos han dado es que inyectaba niños con
sustancias toxicas y a los pocos días fallecían. Nadie sospechó nada, hasta que
alguien declaró que había muerto su bebé en condiciones anormales, se buscó la
causa y salió a relucir el peine. Lo único malo fue que en el momento en que se
descubrió el pastel, ya habían sufrido unas veinte parejas de padres.
—Bueno, Bastián, pues ya tenemos claro lo que hay que buscar. Primero, los
nombres de todos esos padres, luego, investigar quién de ellos pudo hacer un
viaje hasta aquí para buscarla y, por último, apresurarnos para que no se nos
escape. Quizás ya sea bastante tarde.
Leblanc propuso que Bastián se ocupara de los detalles y se fue al piso de
la señora Cloutier para fisgonear entre sus pertenencias. Cuando llegó, sintió
el olor de la madera rancia de las ventanas y ventiló la habitación. Se puso a
buscar en los cajones. La ex presidiaria tenía muy poca ropa, conservaba un
uniforme de enfermera muy amarillento. Tenía un maletín de los que usaban los
doctores en los años setenta. Había algunas fotografías, gracias a las cuales,
se deducía que era una mujer soltera y que no había tenido muchos encuentros
con hombres. No era una mujer muy femenina, incluso de joven parecía un
muchacho duro con gesto amenazador, aunque algo suavizaba esa expresión. Tal
vez fuera una sentimental mirada que, en lugar de provocar temor, despertaba la
compasión en las personas que la trataban. Leblanc escarbó en el armario y la
cómoda y encontró ropa interior, zapatos de tacón bajo, faldas, blusas y otras
prendas de mujer, todos muy pasados de moda. No había nada especial. Leblanc
quedó decepcionado y se fue a hablar con Bastián.
—¿Qué tal le ha ido, inspector?
—Mal, Bastián, esa mujer parece que no tenía pertenecías y viajó con lo
indispensable. ¿Cuánto tiempo estuvo en la cárcel?
—Mucho, inspector, veinticinco años.
—Sí, tienes razón, es mucho tiempo. Sin embargo, le rebajaron mucho la condena,
¿no? ¿Estaba enferma?
—No, inspector, gozaba de buena salud y no era una anciana.
—¿Has investigado algo sobre el sospechoso?
—Según nos han informado de la embajada, estos últimos meses el turismo
americano ha subido. Lo que tendríamos que hacer sería investigar, si entre
todos los viajeros hay alguno que haya perdido a su hijo hace veinticinco años.
He pensado que podríamos pedir los nombres de los padres de las víctimas al gobierno
americano y encontrar al culpable.
—Pero ¿no sería mejor optar por lo sano y dejar de caminar como cangrejos?
—¿Qué quiere decir con eso, inspector?
—Mira, Bastián, tenemos un sospechoso, es americano, sin duda, debió hacer
el trabajito y largarse. Por lo tanto, hay que investigar qué hombre de unos
cincuenta o sesenta años ha salido de París hacia EEUU en estos días. Pregunta
en el ministerio por los visados y seguro que lo encuentras. Hazlo ya para que
podamos avisarle al gobierno americano u otros, si es que ha decidido exiliarse
a otro territorio, cosa que dudo mucho.
Bastián se despidió y Leblanc se fue a dar un paseo para despejar la
cabeza. Pensó sobre las razones que tendría Anna Cloutier para asesinar bebes
en una clínica. La juzgó como criminalista y lo primero que le llegó a la
cabeza fue que era una insensible, como todos los asesinos en serie, más
parecida a un reptil que a un humano. Se acordó del caso de Chicatilo y sintió
una fuerte náusea. Luego, pensó que tal vez la mujer tendría un trauma de la
infancia y la imagen de los recién nacidos le producía odio, quizás había
abortado alguna vez o, había sufrido de abusos sexuales o, tenía complejos
raciales. Se le fueron amontonando las ideas en la cabeza y no sacó nada en
claro. Tuvo el impulso de ir a consultar en los periódicos todos los casos de
enfermeras asesinas, pero desistió de inmediato y al ver a una joven de pelo
castaño, piernas delgadas y ojos verdes, su imaginación voló y retrocedió en el
tiempo. Se imaginó su único, pero inolvidable paseo por El Sena de la mano de
Clarice. Sintió otra vez el sol tibio, una mano delicada y sudorosa, recordó su
copete alborotado por el viento y su bigote floreciente. Unos tiernos labios lo
volvieron a besar y se quedó parado mirando el horizonte como si fuera la
pantalla de un cine al aire libre. De pronto, una paloma le trajo otro recuerdo
más fresco. Se dio un golpe en la frente y se fue a su casa a leer la carta de
Jean Claude.
No pudo dormir en toda la noche. Había leído la breve carta de su primo. La
información era clara, cada frase servía de fundamento para hacer razonamientos
alternos que explicaban más cosas de las que decía el texto. Leblanc maldijo
otra vez su trabajo y decidió que renunciaría en la primera oportunidad. No le
importaba su futuro, ni la pensión, lo único que le importaba era que la vida
dejara de burlarse de él. Theophile supo que Jean había radicado en Saint
Louise en el estado de Misuri y que se había casado allí, antes de que le
sucediera una tragedia, después se había conseguido un nuevo empleo en Nueva
York, había tenido dos hijos, los había educado y se había retirado con una
buena suma de dinero que amasó gracias a una importante empresa de
construcción. El descanso y el ocio le permitieron relajarse un poco, pero no tuvo la tranquilidad deseada porque se le despertó un deseo corrosivo de desquite contra el que no
pudo luchar.
—Buenos, días, inspector.
—¿Qué tal Bastián?
—Bien, inspector, he avanzado mucho en el caso, pero las noticias son muy
malas.
—Sí, Bastián, me lo imagino. No he podido dormir por estar pensando en eso.
Seguro que ya lo sabes, ¿no?
—Sí, inspector y lo asombroso es que teníamos todas las pistas enfrente de
nosotros. ¿Recuerda lo del pájaro rojo en una rama?
—Sí, resulta que un día que estábamos en un bar, en la tele había un
partido de béisbol y los jugadores traían ese logotipo en el pecho. Lo recordé
ayer.
—Y, ¿lo demás, inspector?
—Ayer comparé la caligrafía y no hay duda, es él.
—Lo siento mucho, inspector, ¿qué vamos a hacer?
—No sé, Bastián, la vida es jodida, pero esas cosas sólo pasan en las
novelas. Nosotros estamos en la vida real y me parte que sucedan cosas así. ¿Tú
que harías?
—Yo usaría su estilo, inspector.
—¿Mi estilo?
—Sí, sí, lo resolvería con este dicho: “Ladrón que roba a ladrón, tiene
cien años de perdón”.
—¿Lo dices en serio?
—¡Claro que sí!
—Eres la perdición, Bastián.
—No se enfade y mejor invíteme a comer ese pescado a la Marsellesa que le
gusta tanto.
—Bueno. Allons enfants de la patrie...
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