Se sentía fascinado por el tipo de vida de la gente de esa nación. Había
imaginado muchas veces su llegada, pero no sabía que sería como dar una
voltereta en el tiempo. Miraba con los ojos de su infancia las tiendas, los
coches y la ropa, todo parecía pertenecer a otra época. Le renació su espíritu
infantil, tenía más de veinte años, cierto, pero esa sensación de ver las cosas
que ya consideraba desaparecidas lo animó. Se dejó llevar por la locura de los
chicos que se sienten capaces de desafiar cualquier reto y realizar proezas que
desconciertan por lo inimaginable. Pensó en algo que pudiera mostrar como
prueba de su heroísmo y no puso atención en las condiciones que lo rodeaban. No
midió las consecuencias porque había encontrado un método muy simple de engaño.
Era como un truco sencillo de magia, nadie lo notaría hasta que se encontrara a
miles de kilómetros de allí. Efectuó su plan con destreza. Descolgó el cuadro,
desmontó el lienzo y puso un dibujo que había elaborado durante la noche, tenía
mucho talento y la copia, a primera vista, se confundía con el original, pero
estaba hecha con crayolas y había un rostro de alguien importante que, en lugar
de tener una expresión seria, se mofaba de los que lo veían sacándoles la
lengua.
Llegó a la estación de trenes. Le
faltaba una hora para salir. Se sentó en un banquillo y estiró las piernas. No
hacía mucho calor y el aire estaba gris, parecía ser su calidad innata, también
la ropa de la gente tenía esa tonalidad, a pesar de ser azul marino, rojo
granate y verde olivo oscuro. Los rostros manifestaban esa alegría, opacada por
la nebulosa gris, transformada en un gesto de respeto a las tradiciones y
normas de un país absolutista que dictaba incluso las reglas para los
sentimientos. Había oído hablar de otras naciones con la misma filosofía, la
única diferencia era que la modernidad había hecho de ellas países prósperos y
productivos, pero él estaba en un suelo pulcro. Una tierra en la que la
sumisión a los grandes principios impedía la penetración de ideologías falsas o
contaminantes. Recordó lo que había visto en su estancia de tres días. Le había
gustado la parsimonia de la gente, la ausencia de prisa que era la prueba
contundente de que el cine, la literatura y los medios masivos de comunicación
mal dirigidos estropeaban la vida de la gente. Vio autopistas sin coches,
bicicletas de motor, se le llenó la cabeza de esas imágenes que había visto en
los libros de los años sesenta. Le pareció que sí existía la máquina del tiempo.
La única diferencia que saltaba a relucir era que mientras todo el mundo era
gris, él tenía colores firmes y reales. Su rostro blanco, el cabello castaño y
sus ojos verdes estaban exentos de la nebulosa de esa nación. Reía con
sinceridad y pensaba que los que lo veían bajaban la vista para ocultar su
alegría. Pensó que eso era imposible en los seres humanos, pero vino en su
ayuda el profesor de historia que le repitió la lección del cumplimiento de las
leyes. Apareció Solzhenitsin con su barba de listón con su uniforme de
presidiario, guardando en la memoria su “Un día en la vida de Iván Denísovich”,
se preguntó, con un susurro, cuál sería el significado exacto del artículo
cincuenta y ocho del código penal de la desaparecida URSS y qué relación
tendría con los archipiélagos.
Al conjuntar mundos tan incompatibles con el suyo, su mente se dedicó a olvidar
sus lecciones de historia y economía de la universidad y se concentró en su
futuro. Las chicas al verlo con tanta experiencia se volverían locas. Les diría
que tenía un recuerdo de la sociedad guarecida e impenetrable, que lo habían
llevado unos expertos en viajes a lo inhóspito y tenía una prueba irrefutable.
Apareció James, uno de sus compañeros de viaje, tenía un rostro tranquilo. Su
actitud mostraba su indiferencia ante lo que veían sus ojos y estaba
desesperado por volver a su casa. Las causas de ese intenso deseo eras su rechazo
a la comida de allí, la aburrida existencia, la falta de comunicación con los
lugareños porque, aunque algunos conocían su idioma, no se comunicaban y, lo peor,
era que lo evitaban a toda costa. Se sentó junto a Carl, sonrió un poco y dejó
de empeñarse en sus convicciones para librarse del aburrimiento. Faltaban unos
quince minutos para que el tren soltara un fuerte pitido y se fueran borrando
las imágenes reales para almacenarse en su cabeza en forma de cromos de un
álbum de viajes al oriente. Carl empezó a mofarse un poco de las cosas chuscas
que le habían sucedido. Lo ridículo del militar que le prohibió que se hiciera
una foto con la estatua del líder nacional, la joven que salió ahuyentada
cuando le dijo que quería saber si había burdeles para disfrutar de la
gentileza de las mujeres, el rostro serio de los niños observados por sus
padres quienes les hacían señas para que se callaran y se alejaran lo más
pronto posible de él. Empezaron las comparaciones de lo que se puede hacer en
un país libre y las horrendas prohibiciones de allí. La conversación se empezó
a animar con gritos y fuertes críticas. Se despertó la curiosidad de los
soldados que estaban cerca. Comenzó un pequeño desfile de militares curiosos
que lo miraban y husmeaban como pequeños canes. Se acercó un oficial con los
ojos muy pequeños e hizo una pregunta. No hubo respuesta. Segundos después lo
registraron y unas miradas cómplices le indicaron que estaba en un atolladero.
Lo cogieron de la mano y se lo llevaron. Carl pensó que habría algún trámite o
formalidad que no había cumplido y que era la causa de que se lo llevaran. No sospechó
de su dibujo porque sería completamente ridículo retrasarlo por esa nimiedad.
Se despidió de James y le hizo una broma. Prometió volver para subirse con él
en el tren. Por desgracia, James no tuvo la oportunidad de esperarlo porque el
guía le pidió que por ninguna razón dejara pasar la oportunidad de salir. Dijo
que había una gran posibilidad de que los detuvieran a ellos también. Los diez
minutos que los separaban de sus asientos pasaron como una corriente de aire
polar. Estaban muy nerviosos, no querían levantar la vista y se refugiaron en
su silencio. Un empujón de sus respaldos los obligó a mirar por la ventana para
comprobar que el ferrocarril andaba. Nadie los quería interrogar y les devolvieron
sus billetes trozados por la mitad. El señor Lee asintió cuando James le
preguntó con los ojos si todo iba bien.
Diez horas más tarde James acudió a la embajada para informar que un
paisano suyo no había podido salir por causa de un mal entendido. Le preguntaron
por la causa y no supo qué responder. La incertidumbre no dejó que la familia
Moore durmiera tranquila. Los periódicos publicaron noticias sobre la nación
cerrada con puertas de hierro y única en su género. La madre dijo que ese no
era su destino, que Carl iba a hacer estudios en una prestigiosa universidad y
era impensable que fuera a parar precisamente a ese país. “Lo sentimos mucho,
señora —le dice el ministro del Interior—, pero la información nos ha sido
proporcionada por una fuente de confianza”. Se inició el rastreo, la familia,
reconstruyó la ruta que había seguido su querido hijo, pero las pistas sólo
llegaban hasta el hotel desde donde les llamó por última vez. Pasó una semana
completa sin noticias. El gobierno se esforzó por localizarlo, pero la cortina metálica
que protegía a los militares de la ciudad de O no permitió que se filtrara
ninguna información. De pronto, cuando la esperanza se iba perdiendo, en la
televisión mostraron a Carl haciendo declaraciones. Nadie lo podía creer. La
señora Moore se desplomó al escuchar que su preciado hijo estaba acusado de un
delito que se castigaba con casi dos décadas en la cárcel. Se comunicaron entre
sollozos, nadie quiso aceptar la realidad, por eso cubrieron de anhelo sus
opiniones. Entró una llamada. Era otra vez el ministro del Interior, habló con
fuerza, transmitiendo seguridad. Les pidió paciencia y les explicó que la
situación era muy complicada, pero que prometía una satisfactoria resolución.
Mientras los extensos brazos de la actividad diplomática se movían para encontrar
una salida fiable, Carl sufrió el aislamiento. Tenía poco espacio, casi nada de
luz, las condiciones eran paupérrimas, pero eso no lo inquietó, lo que no pudo
resistir fue la mentira que había dicho ante un tribunal militar como si
hubiera cometido una deserción. El primer día lo interrogaron ocho horas
pidiéndole, en la lengua local, que explicara la razón de su delito. Él suponía
que las preguntas eran por qué, para qué, quién te lo pidió, etc. Contestaba
con las únicas palabras que había aprendido en sus días de estancia y repetía
los no sé, gracias, sí, por favor, buenos días y hasta pronto; sin cesar, pero
cuando explicaba cosas en su lengua, los torturadores le gritaban y lo
golpeaban. En su desesperada situación Carl fue tratando de memorizar lo que
sus verdugos decían y comenzó a repetírselo, pero enfadados salieron del
calabozo.
Volvieron con un traductor. Era un joven muy flaco y pálido. Tenía un
uniforme diferente. Habló con un acento muy marcado, pero se le entendía todo. “Mire,
señor Carl—dijo con amabilidad, pero sin mirarlo—, estos hombres quieren saber
por qué realizó ese acto hostil hacía nuestra nación. ¿No sabía que está
prohibido realizar actividades de espionaje? Usted ha violado la ley”. No he
hecho nada malo—contestó desesperado, pero no le hicieron casi y siguieron por
la misma línea—, les juro que no he realizado ninguna actividad de espionaje.
Soy estudiante de economía, nada más.
Le prometieron que si colaboraba con ellos lo ayudarían a resolver el caso
lo más pronto posible. Le indicaron lo que tenía que declarar ante las cámaras,
le avisaron que no intentara mandar mensajes en clave y que se limitara a decir
lo que le ordenaran los comandos de alto rango. Hizo la exposición ante un
tribunal, había periodistas, abogados, jueces y público; pero no encontró un sólo
extranjero entre los presentes. Habló claro cómo se lo indicaron. Se declaró
culpable y manifestó su arrepentimiento, luego volvió a su celda. El segundo y
tercer día fueron muy duros porque el joven de las traducciones cambió el tema
y empezó a hacerle preguntas concretas. Quería saber quiénes eran sus contactos
y qué programas había usado para hackear información secreta. Al no obtener
respuestas concretas, lo comenzaron a martirizar. Le propinaron golpes con
trapos mojados, le dieron descargas y lo dejaron sin comer unos días. Carl no
pudo ser convincente porque sólo decía lo que sabía. Los martirizadores tenían
órdenes específicas, y necesitaban respuestas exactas.
Dejaron que Carl descansara y se recuperara un poco para arremeter con más
fuerza los próximos días. En el período que tuvo para restablecerse, Carl,
logró comunicarse con el vecino de la celda contigua. Era Francis, un europeo a
quien le contó su situación y, éste, le dijo que alguna vez había leído una
historia en la que un joven de nombre Billy Hayes había tratado de sacar de Turquía
sustancias prohibidas y que había cumplido, casi hasta el final su condena, pero
que un golpe de suerte lo había ayudado a escapar. Él también tenía un plan
para fugarse y se lo reveló después de analizar con lujo de detalle los
problemas que un individuo puede contraer por no informarse. En el caso de
Billy, si hubiera abierto el periódico el día anterior a su partida, habría
entendido que lo más sensato era desistir de su plan y tirar lo que llevaba
pegado al cuerpo con cinta adhesiva. Carl, habría podido librarse del problema
si no hubiera pensado más en el cuadro, pero era tarde para arrepentirse y sólo
quedaba la esperanza de salvarse a toda costa. Francis le contó su situación y el
plan para fugarse.
“Hay una forma bastante arriesgada—le dijo con voz ronca—, pero infalible.
Se trata de salir de aquí contagiado de una enfermedad difícil de curar en las
condiciones en que estamos, por eso, tendrán que sacarnos para internarnos en
un hospital. Me refiero a una intoxicación, necesitamos una lata de conservas
estropeada, de las que aquí hay muchísimas. Nos la comemos, esperamos a que
haga efecto y listo”.
A Carl le fue imposible realizar el
plan porque en el siguiente interrogatorio los soldados se pasaron con el agua
y tuvieron que asistirlo para que sobreviviera a un infarto. La asistencia fue
muy deficiente y de puro milagro pudieron mantenerlo con vida. Francis, por su
lado, logró conseguir unos pescados en lata y se enfermó como deseaba, lo
llevaron a un hospital para hacerle un tratamiento inmediato, pues valía para
el gobierno como rehén y se podía intercambiar por algún favor por parte de su
influyente nación. Por desgracia, una enfermera no cumplió con los requerimientos
del tratamiento y France empeoró, había peligro de que muriera, por lo que se
tomó la decisión de extraditarlo. Fue un acto sin precedente y tuvo resonancia
internacional. La familia Moore tuvo un aliciente para seguir adelante, avivaron la llama
de fe casi extinguida, dedujeron que recuperarían a su hijo prodigo redimido.
Pasaron los meses y no hubo respuestas. El silencio era mortífero, pero el
ministro volvió a comunicarse para decirles que los trámites para hacer una
visita a esa tierra inhóspita estaban ya en marcha.
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