Cuando el vecino del tercero aparcó su coche y salió acompañado de su nueva
novia, el vecindario puso el grito en el cielo. Ya le habían tolerado que anduviera
con mujeres más jóvenes que él, pero esto era el colmo. La atención se centró
en la muchacha y un murmullo anegó el edificio como si hubiera sido atacado por
un enjambre de avispas. Jimeno Fuentes Moore, a quien llamaban Jifumore, subió
las escaleras abrazado de su pareja, ascendió con lentitud y demostrativos
pavoneos.
La señora Dolores, quien era la más cotilla, pero, a la vez, la mujer
con la moral más severa en cuestiones conyugales no pudo resistir el intenso
deseo de hacer justicia y llamó a la policía. Dos horas después, llegaron dos
gendarmes y tocaron en el piso del indeseado cohabitante. La conversación duró
más de media hora y las personas que por casualidad vieron a doña Dolores
interrogando a los policías, dedujeron que no había ninguna violación a la ley
y que la conducta del Jifumore era la misma que la de todos. De inmediato
cundió el pánico entre las madres, que muy aterradas, pensaban en la
posibilidad de ver que sus hijos adoptarían la misma postura que la adolescente
que vivía con el desagradable y perdido vecino. El señor Vargas, que era el encargado
de atender los asuntos administrativos y mediar los conflictos que surgían en
el edificio, convocó a una reunión urgente. Asistieron casi todos, el ingeniero
García se comprometió a comunicarle a Jifumore que estaba citado para que
explicara las razones de su inapropiada conducta, el padre Rosales prometió
repasar los principios éticos y morales de la biblia y de la esencia de la teología
y, por último, doña Dolores, quien daría el golpe final para exigir que el
señor Jimeno Fuentes abandonara su piso y se trasladara a otro sitio donde no
afectara la integridad de la gente decente.
La reunión se llevó a cabo en la entrada del edificio, había unas treinta
personas haciendo un corro alrededor de Jifumore, los adolescentes se habían
ido integrando de forma discreta y cuando la señora Dolores los quiso echar, ya
era imposible hacerlo. Quien tomó la palabra primero fue el padre Rosales que
aderezó su sermón dándole gracias a Dios por todas las bendiciones que les
había dado el día de la fiesta de San Juan, luego arremetió con los siete
pecados capitales, hizo tres citas del Antiguo Testamento sobre Sodoma y
Gomorra y se centró en el tema del abuso sexual de menores. Las mujeres
escuchaban con atención, mientras los hombres bajaban la mirada para evitar que
alguien, por una mala interpretación de las cosas, los implicara en pecados semejantes.
El padre Rosales logró, con sus cualidades de orador, desatar los más fuertes aplausos.
Se necesitaron diez minutos para que los concurrentes dejaran participar al enjuiciado
Jifumore, que no perdió la calma y empezó a hablar como un experto en lo que
respecta a las relaciones humanas.
“Queridos vecinos—dijo con una voz suave, pero segura—, les agradezco de sobremanera
que se preocupen por mi vida privada y que se hayan decidido a llamarme para
aclarar mi noviazgo. Comenzaré remarcando que actúo respetando todas las normas
de la sociedad, considero que mi pareja y yo no violamos ningún principio
religioso, ético o jurídico y, si me lo permiten, podría recomendarle de todo
corazón al padre Rosales que haga lo mismo que yo. He oído que la iglesia ha
anunciado una tregua para aquellos de sus miembros que sienten debilidad por
los niños o los adolescentes. Seguir mi ejemplo liberaría del abuso a muchos
inocentes y la iglesia podría redimirse limpiando todos los escándalos que han
surgido los últimos años”.
La señora Lola se tambaleó y tuvieron que sostenerla para que se mantuviera
en pie. Las mujeres se santiguaron al oír los argumentos del desagradable
Jifumore que estaba llegando al límite de la paciencia de los reunidos. El
padre Rosales se irguió y dijo que Jimeno estaba cometiendo un pecado al
blasfemar de esa forma, pero el señor Vargas le pidió que fuera más
condescendiente y mientras no se manifestaran los demás, no se daría ningún
veredicto. Incitó a la gente para que continuara de forma pacífica la
discusión. El siguiente en hablar fue el ingeniero García que expuso su
preocupación por la mala influencia que ejercería la conducta indeseable en los
jóvenes del vecindario. Comentó que los chicos estaban pasando por una reforma educativa
muy delicada y, para evitar que muchos jóvenes eligieran el camino incorrecto,
era primordial predicar con el buen ejemplo. Les pidió a las parejas que se
encontraban en proceso de divorcio que recapacitaran, que pensaran en el futuro
de sus hijos. También intentó persuadir a aquellos hombres que, por falta de
control, agredían a sus esposas para que desistieran de hacerlo. Cuando dejó de
hablar, Jifumore levantó la mano y comentó que, de conducirse igual que él,
podrían desahogar sus frustraciones con sus respectivas chicas; que evitarían
las escenas de celos en sus casas; que hasta sus esposas podrían unirse a la
relación; y que si alguna mujer tenía tendencias lésbicas encontraría en ese
trío amoroso el alivio físico requerido. Los ánimos empezaron a calentarse y se
redujo el círculo que rodeaba a Jifumore, alguien ya tenía levantada la guardia
y avanzaba en dirección del acusado cuando se oyó la voz del señor Díaz. Había
terminado pronto de trabajar ese día y al ver la reunión se acercó a fisgonear
para cerciorarse de que eran verdad todos los bulos que había oído.
“Un momento, queridos amigos—gritó
con voz seca—. Antes de que cometan un error atacando a este inofensivo hombre,
me gustaría decirles que, en cierto modo, tiene razón. Pregúntense nada más, si
los sacerdotes gozaran de una compañera como la suya, se reducirían las
violaciones en los seminarios, los abusos en las clases de catecismo y, esto lo
consideró muy importante, no sufrirían los clérigos por la tentación del
cuerpo. Por otro lado, en mis años de experiencia en la comisaría, he visto que
los delincuentes, violadores y golpeadores de mujeres, reinciden. Tienen
problemas psicológicos que ni los abogados, ni los jueces, ni la cárcel y, por
lo visto, ni los psiquiatras pueden resolver. Si esas personas con
desequilibrios mentales tuvieran la posibilidad de convivir con una chica como
la de Jimeno, todo iría mejor, piénsenlo.”.
Comenzaron los abucheos, los muchachos silbaban y gritaban como si se
encontraran en un concierto y el hombre que se disponía a agredir a Jimeno avanzó
con determinación. Lo detuvo el padre Rosales. En ese instante apareció Bertha,
la nueva novia de Jifumore, y todos se quedaron helados. “No está bien que se
hable de una persona a sus espaldas—dijo con una voz aguda que recordaba levemente
un acento extranjero—. He oído lo que dicen de nosotros—miró con ojos amorosos
a su pareja y continuó—. Pienso que todos están en un error. Quiero que sepan que
no me causa daño y estoy aprendiendo a quererlo con una rapidez increíble. Me
eligió entre un grupo. La decisión que tomó no fue sencilla. Me siento muy
afortunada de estar con él”. Todos le echaban miradas de rana. Tenía la
apariencia de una japonesa, pero hablaba como sevillana. Su voz transmitía
placer y miraba con mucha ternura. Cogió a Jimeno de la mano y dijo que, si
supieran realmente lo que es el amor, no estarían criticándola como lo hacían
en ese momento. Nadie sintió pena ni remordimiento, pero Bertha rompió el
silencio preguntándole al padre Rosales si pensaba que amar a Jimeno era un
pecado. La respuesta fue que amar no era un pecado, pero que había ciertas
normas para irse a acostar con alguien y que se necesitaba tener una edad
determinada. Citó los consejos que Dios daba al respecto en el Antiguo Testamento.
No fue muy convincente y se vio en un tremendo apuro cuando Bertha le dijo que
los sacerdotes que abusaban de los niños perdían el control porque realmente
experimentaban amor, pues era lo que predicaban a diario, y no podían evitar
caer en la tentación por más que se resistieran y la única solución sería
dejarlos unirse de la misma forma que lo habían hecho ella y Jimeno.
Ante la evidencia de los abusos a
menores por parte de los eclesiásticos y la determinación de la joven, el padre
se quedó callado con el rostro muy rojo. “Y ¿qué va a ser de mis hijos?
—preguntó el señor García—. Están muy jóvenes y no quiero que cojan malos hábitos”.
No se preocupe por eso, señor García—respondió Bertha con voz sensual—, sus
hijos podrían encontrarse unas chicas como yo para que pudieran experimentar
las sensaciones de su cuerpo y descubrir el placer. He de decirle que contamos
con una predilecta capacitación y dominamos la psicología. Nuestra educación es
tan completa que podemos persuadir a una persona para que no se suicide por causa
de sus traumas sexuales, podemos evitar la frustración porque tenemos paciencia
y dotes que, sin lugar a duda, despiertan el deseo que estamos dispuestas a
satisfacer siempre”. “Y ¿qué hay de nosotras? —preguntó una viuda que tenía
fama de cascarrabias—. ¿De qué forma ver esas obscenidades nos va a ayudar?”.
Bertha le preguntó su nombre y le dijo que hasta ese momento había hecho
referencia a los hombres porque eran ellos los que más mostraban su incapacidad
para amar y que era esa la razón por la que violaban, golpeaban y asesinaban a
las mujeres. Luego, agregó que las representantes del sexo débil, a veces,
ponían su granito de arena para fomentar dicha conducta y que si lo deseaban
ella les ofrecía ayuda presentándoles a sus amigos que eran igual de jóvenes e
inteligentes. Cuando se oyeron las protestas, Bertha, dijo que por desgracia la
sociedad tenía sus cánceres y que no había quien no tuviera cola que le pisaran
o vicios ocultos. Comenzó, por arte de magia, a revelar los traumas que
atosigaban a cada uno de ellos. Del padre Rosales dijo que no deseaba ser
sacerdote, que estaba enamorado de Raúl, un adolescente muy noble que acudía a
las clases de catecismo y tocaba muy bien la guitarra. El padre Rosales
desmintió que hubiera intentado en dos ocasiones seducir al muchacho, pero la
actitud de Raúl dio a entender que Bertha decía la verdad. El escalofrío
recorrió las espaldas de los presentes que guardaron silencio e intentaron
esconderse para que Bertha no sacara sus trapos sucios al sol. No se salvó el
ingeniero García y su mujer que enrojecieron cuando oyeron que él tenía
tendencias al sadomasoquismo y Alicia, la esposa, contrataba los servicios de
una mujer que le proporcionaba el placer que su marido le negaba. Con la
pregunta: “¿A quién podemos juzgar cuando vivimos en una sociedad tan enferma?”
Bertha invitó a todos los presentes para que acudieran a la fiesta que
organizaría el siguiente viernes por la tarde. Recalcó que asistirían sus
amigos y amigas y que si alguien estaba dispuesto a comprometerse con ellos no
se arrepentiría porque encontraría la felicidad que había buscado tanto tiempo.
Se marcharon cabizbajos, pero con la fecha de la velada bien guardada en la
memoria.
Llegó el viernes, los vecinos se ducharon, se vistieron con la ropa más
presentable que encontraron y fueron a comprar vinos, bombones, flores y pizzas
para llegar puntuales a la casa de Jimeno. A las seis en punto sonó el timbre y
Bertha recibió al padre Rosales, quien al notar que no habían llegado los
demás, preguntó si existía la posibilidad de que le presentaran a una amiga.
Jifumore le enseñó un catálogo con más de treinta modelos. Reconoció en una
foto a Bertha, sólo que tenía otro nombre. Estaban escritas, al pie de cada
fotografía, todas las características y atractivos de los ejemplares. El padre
escogió a una chica rubia de ojos verdes que llevaba la ropa de una monja y le
pidió la mayor discreción a Jifumore, pero éste le dijo que no tenía porqué
ocultarlo, pues la gente entendería su elección e, incluso, lo felicitarían por
su buen sentido común. El padre Rosales respiró con satisfacción y se atrevió
con unas copas de tinto que estaban en unas bandejas. Entró una llamada y
Bertha se alegró al saber que sus amigos llegarían en unos minutos. Salió y se
encontró a la familia García, les pidió que citaran a todos en el sitio donde
habían tenido la reunión la semana pasada. Bajaron sin tardanza todos los
interesados y el único que permaneció un poco más de tiempo en su piso fue
Jifumore.
Llegó un camión y bajaron unos hombres muy delgados. Su ropa era elegante y
saludaron haciendo reverencias. La señora Dolores dijo que era injusto que le
hubieran prometido la llegada de unos jóvenes atractivos y lo que tenían en
frente era un par de orientales desnutridos de ojos rasgados. Los hombres
dijeron que no se preocuparan, que en la parte trasera del vehículo estaban
todos los invitados esperando que los eligieran. Se apaciguaron los ánimos y
las miradas se dirigieron a la parte trasera de la enorme furgoneta. Después de
un modesto discurso, los amables hombres trajeados comenzaron a mostrar a los invitados.
Enumeraban las funciones que tenían, hablaban de las condiciones de pago y las
ventajas que ofrecía cada uno de ellos. Se improvisó una pequeña puja para
ganar más derechos sobre los muchachos o jovencitas que se iban mostrando, pero
los elegantes hombres dijeron que había condiciones establecidas para la
adquisición de cada ejemplar y que tenían que firmar un contrato antes de
llevárselo, que la garantía era de cinco años y que los servicios de
mantenimiento eran gratuitos, siempre y cuando, la descompostura no fuera
ocasionada por el usuario. Hicieron una demostración de la resistencia de sus
productos y todos quedaron satisfechos. Por último, Bertha les agradeció su
confianza y comprensión. Subrayó que estaban adquiriendo la mejor tecnología
del siglo y que por fin verían satisfechas sus demandas sexuales. Esa noche hubo
un interminable griterío de satisfacción en todos los dormitorios.
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