martes, 18 de julio de 2017

La orquídea negra

Cuando se habla de porno, la gente piensa en cosas como la perversión, mentes torcidas, suciedad e, incluso, fetichismo o masoquismo; pero para mí esa palabra se relaciona sólo con el asesinato. No sé cuándo comenzó mi problema con la sexualidad. Era un adolescente habitual, tenía deseos, ilusiones y fantasías como cualquiera. Después de dos relaciones frustradas, una con Mary quien me enseñó lo duro que pueden ser los celos y lo castrante de un engaño constatado; la otra fue Susan, con quien tuve un cortejo muy largo y cuando se cuajó la relación se nos agotó tan pronto que ni siquiera nos importó darnos la vuelta el día que teníamos que decirnos la última palabra. No soy muy partidario de tener amigas íntimas y siempre me he llevado bien con el sexo opuesto, claro, mientras no haya compromisos sentimentales o un beso de por medio. Para no pensar en las chicas, me propuse ser un profesional en mi especialidad. No lo he logrado del todo porque tengo una carrera que no se adecua a mi vocación. A decir verdad, tendría que haberme dedicado a las artes. La pintura, la escultura o la música habrían sido ideales, pero como nací en una familia con normas establecidas por la tradición, no pude ni imaginar que mi padre estaría de acuerdo en permitírmelo. Fue por esa razón, por lo que, desde que terminé la escuela asistí a la oficina de contables de mi padre. Allí recibí todas las herramientas para destacar un poco en el mundo de las cuentas, ajustes, presupuestos, gastos, números rojos y demás cosas relacionadas con los bienes de las empresas. A pesar de llevar tanto tiempo en este mundo del control del dinero, leyes fiscales y reglas económicas, no he podido ser un crac o lo que hubiera deseado mi padre. Me limito a cumplir con mis obligaciones y mi tiempo libre lo empleo para ver películas, viajar o encontrarme con algunos amigos, tengo muy pocos en realidad. El más cercano es Johny, terminamos juntos la universidad y trabajamos un tiempo en una famosa empresa de electrodomésticos. Él sigue ahí y ha subido como la espuma. Me invita una o dos veces al mes a su casa. Voy con gusto, pero trato de retirarme pronto porque sus conocidos no me son muy agradables. En primer lugar, está Andreu, quien parece estar en brama permanente, no hace otra cosa más que hablar de mujeres, de prostitutas y de las chicas que se ha llevado al huerto. Fue precisamente por culpa de este sátiro que conocí a Red Rose.

Ya era casi de madrugada y estábamos un poco tomados, se había prolongado un momento de absurdo silencio y Andreu, con su deplorable barba de chivo, nos miró con picardía y puso la televisión, buscó un canal para adultos y empezó a hacer unos desagradables comentarios en voz alta. Estuve a punto de retirarme igual que James y Thomas que decidieron no seguirle el juego, pero la protagonista de la película me obligó a desistir. No sé si fue el comentario que hizo Andreu sobre la forma de hacer el amor de la tal Red Rose o su actitud melosa. Les parecerá ridículo que hable sobre la actuación de una estrella porno, pero es que realmente había algo en ella que inspiraba un sentimiento de ternura. Estaba con dos mastodontes que intentaban destrozarla, pero su rostro no era libidinoso, ni vulgar, era como si estuviera ausente del escenario y mirara con ojos dulces la cámara. Decidí que tenía que buscarla. Era una locura, es verdad, pero me pasó por la cabeza que, de relacionarme con ella, podría disfrutar de su mirada mimosa y de sus caricias, incluso casarme, por qué no. 

Al principio lo tomé todo como simple curiosidad y no le comenté nada a Johny. Busqué información sobre la actriz Red Rose. Supe que era de Hungría, que se llamaba Gyöngyi Kóbor y que no era rubia porque se teñía; también, que había cumplido veintitrés años y que llevaba en el mundo del cine tres equis, más o menos, dos años. Como no había muchas referencias en las páginas que busqué, me decidí a contactar con los estudios con los que había trabajado. Llamé durante una semana y tuve la suerte de encontrar información sobre el último filme que rodaría las próximas semanas. Era en “La Orquídea Negra”, una empresa cinematográfica no muy conocida que se encontraba en Miami. Me tomé unas vacaciones y me fui en su busca. Me alojé en un buen hotel que estaba lejos de los estudios. La oficina se encontraba en una construcción de dos plantas que pertenecía a una empresa de seguros. Tenían una oficina en la que había una recepción amplia con grandes sillones de piel, biombos, carteles, separadores de ambiente y un escritorio pequeño en el que atendía una vulgar secretaria, había también un baño y varios cuartos. Me enteré de que al día siguiente Red Rose estaría trabajando en su nueva película. Mientras conversaba con la mujer, oí gritos y quejas de los actores que estaban en ese momento, sentí la mirada cómplice de la encargada, me despedí y salí. Por el trayecto me asaltaron los nervios de nuevo. Tenía un torbellino en la cabeza, era de tal fuerza que se me mezclaron todas las emociones, ideas, sueños y frustraciones. Con la espalda llena de sudor frío y las manos temblando me fui a mi hotel para cambiarme e ir a la playa. Quería mirar a la gente, beber un poco y liberarme de mis ideas rancias fisgoneando en las conversaciones ajenas, pero en lugar de eso, sólo puse atención en las guapas mujeres en bikini y los musculosos atletas que se paseaban conquistándolas con su piel perfectamente bronceada. Me quedé pensando en la posibilidad del rechazo por parte de Gion, como empecé a llamar a Gyöngyi, tenía que inventarme una estrategia adecuada para poder convencerla de salir conmigo. Sabía bien que a su alrededor había una cantidad enorme de compañeros, admiradores y hombres de la calle que se volverían locos por pasar una noche con ella. Decidí reservar una mesa en el Bazi de comida asiática para el día siguiente, había oído a algunas personas hablar de su exclusiva variedad de mariscos y decidí que si Gion aceptaba mi invitación ese sería un lugar perfecto. Pasé una noche horrible, pues la amenaza del rechazo se erigió frente a mí en cuanto cerré los ojos y su presencia me estuvo revolcando en la cama. Amaneció pronto y salí a pasear por la playa. Estaba lleno, todo mundo corría en bañador o pantaloncillos diminutos. La gente parecía ajena a los demás, pero en realidad había un lenguaje oculto, no tras de las gafas de sol, sino por lo que comunicaba el cuerpo. Descubrí que había un coqueteo muy sofisticado y la actividad deportiva era el último motivo por el que se reunía aquí una cantidad enorme de atletas, entre comillas, y mujeres despampanantes. Me entró otra vez la angustia, pero pensé que, si ya había hecho el esfuerzo de venir, tenía la obligación de continuar hasta el final. Me dije a mi mismo que le prometería todo lo habido y por haber a mi amada para que me aceptara. Me imaginé paso a paso la estrategia, lo repasé todo como si se tratara del armado de un complicado mecanismo; aunque en realidad todo fue muy diferente.

Llegué a las dos de la tarde y ella ya estaba arreglándose para la filmación. Se encontraba desnuda detrás de un separador de ambientes, con acrílicos y dibujos circulares, pero se podía ver todo lo que sucedía. Junto con ella estaba una peluquera que le rizaba el pelo y una maquillista muy gorda que le pedía que abriera y cerrara los ojos, que le dejara pegarle las pestañas postizas, que no se moviera mientras le pintaba las cejas o le pasaba una brochita con polvos traslucidos compactos. Lo más interesante era que se imaginaba que era una maestra y decía lo que se debía hacer para delinear los parpados, los labios o las cejas. En realidad, lo supe más tarde, era porque la famosa maquilladora Lilian faltaba mucho al trabajo o se retrasaba y las mismas chicas tenían que pintarrajearse como podían. Llegaron dos muchachos altos. Uno era mulato y tenía un chándal dorado, llevaba unas cadenas de imitación oro con piedras preciosas de bisutería y unas zapatillas blancas impertinentemente limpias. El otro tenía ropa casual muy bien combinada y era rubio. Saludaron con presunción y se fueron a preparar para la filmación. Del cuarto donde rodaban salió un hombre de aspecto sucio, no iba afeitado y su acento era muy vulgar. El cámara y el foco eran dos chicos flacos que, de no haber ido vestidos con andrajos igual que el director, habrían pasado por modelos. Gion se levantó de su silla, se puso una bata de seda con dibujos chinos y caminó hacia el escenario, pasó cerca de mí y me miró con disimulo. Me sonrojé cuando me obsequió su sonrisa. El día anterior le había hecho muchas preguntas a la secretaria, pero no había sacado nada que no supiera ya o me sirviera para tener una idea más concreta de la hermosa y tierna Gion.

Se cerró la puerta y pregunté cuánto se tardarían en rodar. “Es el primer capítulo de una trilogía—dijo con una enorme sonrisa la desagradable secretaria—, así que máximo dos horas, pero depende del humor del señor Kanevski, ¿sabe?”. Decidí esperar y la mujer me ofreció un café, un catálogo de modelos porno y unas revistas. Me tomé la taza sin azúcar y sentí una sensación de asco en el estómago. Miré la hora, calculé el tiempo y me fui a dar una vuelta. Cuando regresé había mucho alboroto, me pareció que todos gritaban, pero las quejas no provenían de los artistas, sino del director que con todo tipo de ofensas les enseñaba a los dos jóvenes lo que debían hacer. Media hora después salieron los dos muchachos de la cámara y el foco enfadados. Mascullaron algo relacionado con Kanevski. Luego salió Gion. Estaba enfadada y llevaba la bata muy apretada, además se le había corrido el rímel y embadurnado el maquillaje, por lo que su aspecto era más adecuado para una cinta de horror. El pelo se le había enmarañado y sus mejillas estaban como tomates maduros. Pensé que sería por el esfuerzo de su trabajo, pero al mirar bien deduje que eran las marcas de las bofetadas que le habían propinado. Me enfadé también, pero cuando iba a hablar con el señor Kanevski, me detuvo la duda y decidí esperar, pues no había entrado en contacto con Gion y ya quería entrometerme en su vida. Lo consideré poco correcto. Salí de los estudios y me senté en el capó del coche. Cuando vi salir a Gion le pregunté si quería que la llevara a algún sitio, ella afirmó con un movimiento de la cabeza. Se subió al coche y antes de ponerlo en marcha, traté de decir con naturalidad que la invitaba a comer, que si tenía hambre para mí sería un gusto enorme invitarla, aceptó. Emprendí la marcha hacia el centro, conduje despacio y empecé a hablar de tonterías, hice algunas bromas y ella se sonrió un poco.  Ya en el restaurante tuve la oportunidad de apreciarla con más atención. Me pareció encantadora. Supe que era de Budapest, que su familia era muy humilde, que llevaba poco tiempo en América y que tenía muchos planes para el futuro. Su conocimiento del lenguaje era muy simple, a nivel elemental, complementaba sus frases con una retahíla de sonidos que me resultaron raros, pero eran palabras en húngaro. Me encantaron sus ojos verdes y su piel almendrada. Le pregunté si era porque había tomado el sol en la playa, pero me dijo que no había tenido tiempo para eso, que tenía algunos problemas migratorios, que la habían engañado varios productores de películas y que su situación no era la mejor. Me confesó que no conocía mucha gente y que su única amiga, a quien le debía el traslado al Nuevo Mundo, era Katja, pero que ingería drogas y cada vez estaba peor.

Me ofrecí a protegerla, después de estar escuchando todo lo que decía en su idioma natal. Tardó veinte minutos en volver al cristiano. Aceptó mi ayuda y me puse feliz. Descubrí que estaba enamorado realmente de ella. Me sentía desbordar de alegría. Su aspecto mejoró al doscientos por ciento con su simple “yes” que arrastraba como si la palabra consistiera, de una larga, muy larga sílaba; y otra reducida, tan reducida que sonaba como un silbidito cuando enseñaba los dientes. Cenamos muy bien y quedó impresionada por la cuenta. Cuando saqué los trescientos dólares para pagar la langosta, el vino y lo demás, se quedó mirándome y dijo que por su primer papel había ganado lo mismo. Bromeé diciendo que yo había trabajado todo un mes para poder sacar esa suma. Nos fuimos alegres y nos comunicamos como dos enamorados con abrazos, golpes en el hombro, chistes, que no sé si entendió, burlas y mimos. Llegamos a mi habitación del hotel y le prometí que al día siguiente iríamos a recoger sus pertenencias, ella hizo un gesto negativo y dijo que lo más valioso que tenía estaba en San Diego. Que en Miami sólo iba a estar una semana para lo de la película y luego regresaría. Aproveché para preguntarle si no le gustaría que le comprara el billete de avión, pero ella contestó que estaba muy cansada y que quería dormir. Antes de meterse desnuda a la cama, se duchó y me pareció que mientras lo hacía cantaba, pero al acercarme un poco noté que no era una canción sino una especie de monólogo o diálogo en el que los cambios de tono de voz indicaban que una de las interlocutoras estaba rabiosa. Traté de no embrollarme más, ya había dado el primer paso y las cosas habían resultado mejor de lo que esperaba. Cuando la vi iluminada por la lámpara del hotel suspiré y me grabé su figura para soñar con ella. Pronto se durmió y luego se sumió en un profundo relajamiento porque casi ni respiraba. Soñé que me casaba con ella y que teníamos hijos, que dejaba su horrible trabajo y me complacía en la cama. Me imaginé que era un hombre con sex appeal de esos que había visto en la playa y que ella me recibía todos los días como la mujer del cartel de la cocina de mi madre. La hermosa rubia seguía con sus zapatos negros de tacón, sus medias excitantes, sus bragas rosas, su delantal verde en forma de baby doll, seguía sosteniendo una cazuela humeante y llevaba el gorro de cocinera, pero su cara era la de Gion.

Me desperté de buen humor y la invité a hacer compras, quería que experimentara la seguridad total y que ese sentimiento me abriera la puerta a su corazón. Una vez, John me había dicho que la sicología de las mujeres era muy extraña y que había que tratar a las damas como prostitutas y a las putas como damas. Gion, que ya había aceptado que la llamara así, me inspiraba. Quería que se sintiera bien y que se olvidara de su vida pasada. La llevé a las tiendas y le compré un guardarropa exclusivo, la dejé escoger su la lencería ocultándole mi deseo de que se comprara un liguero como el que había usado en la película en la que la había visto por primera vez. Pasamos un día fantástico y decidimos irnos de Florida, sin embargo, el señor Kanevski llamó de nuevo para decir que se filmaría otra parte de la trilogía que habían planeado y que esta ocasión tendría que compartir escenario con otra chica. Le advirtió que habría cosas muy fuertes. Gion cambió de estado de ánimo, se le había compuesto el humor y se había conducido como una adolescente durante el shopping y, después de la conversación con Kanevski, se le humedecieron un poco los ojos. Le pregunté si podía ayudarla, incluso me ofrecí a retirarla de ese mundo inmoral y sucio en que vivía. Ella volvió a hablar en su idioma y no me explicó nada. Dijo que tendría que ir en una hora. El tiempo pasó como gotas de plomo. La tensión me quitó el deseo de hablarle y me refugié en mi empleo. Me excusé y le dije que tenía cosas urgentes que hacer. No hice nada más que pensar en la posibilidad de liberarla de su atadura con Kanevski, pues deduje que le había prometido algún favor, tal vez dinero o fama. Mientras no supiera la causa real, debía soportar que las grandes avanzadas que tenía en el territorio sentimental de Gion, se convirtieran en fracasos con una sola llamada del maldito Kanevski para que fuera a los estudios.

Una semana después de mi llegada a Miami, Gion salió del estudio con un tocho de billetes. Era mil quinientos dólares en billetes de veinte. Ella se puso a escupir. Repetía todo el tiempo tolvaj rohadék, tolvai rohadék. Le pregunté qué significaba, pero ella estalló en llanto y nos fuimos al hotel. Tardó mucho en calmarse, pero luego tuve la oportunidad de confesarle mis intenciones. Dijo que estaba loco, pero le comenté que en algunos estados del país la gente se podía casar con libertad. Le dije que en Las Vegas era gratuito y ni siquiera pedían documentos. Se le iluminaron los ojos y aceptó con escepticismo.  Al final, la convencí para que me acompañara a Colorado, allí podríamos organizar nuestra boda. No me creyó que fuera en serio, pero estaba decidido. En cuanto llegamos a mi piso en el condado de La Plata decidimos comprar unas argollas, el vestido y reservamos mesas en un restaurante. Le comuniqué a mis familiares mi plan y me percaté de que ninguno de mis amigos o conocidos irrumpiera en la fiesta. Pasamos la Luna de miel en una playa mexicana y volví feliz. Tenía energía, sueños y una mujer complaciente que merecía llevar una vida normal. Nos establecimos en una casa que mis padres nos habían destinado. No era muy grande, pero las tres habitaciones y el salón eran muy espaciosos. Empecé a trabajar con ahínco y me hice una idea de lo que significaba ser esposo y luego padre. Tenía el deseo de que Gion se embarazara lo más pronto posible. Se lo propuse en contadas ocasiones, pero me dijo que no era tiempo todavía. Decidí que madurara la cosa y ella misma me lo pidiera. Teníamos tres meses de casados, le propuse que tomara cursos de idiomas, que sería necesario para la educación de nuestros hijos, pero a ella le interesaba más mantenerse en forma e iba al gimnasio casi todos los días. Me comentó que quería ampliarse los pechos, pero me opuse diciéndole que esperara hasta que tuviéramos, al menos, un hijo. Se enfadó mucho y dejó de hablarme unos días. Me dediqué a mis cosas y traté de no pensar mucho en ella. La situación en la que me encontraba era delicada y debía llevarla con mucho tacto. Había algo que me hacía torcer la boca por lo agrio de la realidad. Mis relaciones sexuales eran habituales, pero no duraban más de diez o quince minutos contando el tiempo desde el primer beso hasta la eyaculación. No sabía si Gion estaba contenta porque ella sólo esperaba a que yo hiciera lo mío y después se dormía. La comparaba con una de esas muñecas hinchables de las tiendas eróticas porque no emitía ni un solo ruido. Evitaba recordarle su pasado y exigirle que actuara como en las películas por miedo a que reaccionara de forma inadecuada. Traté de hacer un poco de deporte y bajar los muchos kilos que me sobraban. Empecé a visitar tiendas de ropa de marca, adquirí buenos perfumes, la llevaba a lugares concurridos, creí que se aburría y que tenía que ganarme su amor para que saliera a flote su deseo sexual y pudiéramos avivar la llama de la pasión.

En una ocasión llegué a cenar y Gion me recibió muy cariñosa. Era una actitud que adoptaba cuando quería pedirme algo. Lo adiviné pronto y me puse a tono. Sonreí, le adulé los platos que había preparado y le ofrecí vino. Ella tomó la iniciativa y comenzó a morderme la oreja y llamarme, como siempre, mi gordito salvador o serté-shús en su idioma, le enseñé la panza que se me había reducido gracias al deporte y una buena dieta sin helados y chocolates. Fue más activa en esta ocasión, se paseó desnuda con la lámpara a media luz y me volvió loco con sus eróticas preguntas que me hacía. Me encantó su actitud, pensé que por fin mis esfuerzos habían dado resultado. Me levanté por una copa más de vino y me recosté. La abracé y miré el techo como si fuera el cielo lleno de estrellas. No me di cuenta de que la nube gris que había estado formándose con las llamadas telefónicas, las salidas inesperadas, las compras urgentes y los enfados, se había condensado para que la tormenta empezara. Gion me dijo que necesitaba volver a filmar, que tenía muchas proposiciones y que Yoan Pablo, el mulato al que recordaba por sus zapatillas blancas, le había conseguido contactos, que su trilogía había sido adquirida por una empresa llamada Marcell, una de las más famosas en Francia y que la estaban buscando para trabajar con las más famosas estrellas del prestigioso mundo del porno. No sabía qué hacer porque sentí que todo el terreno que había labrado para separarla de ese mundo había sido tragado por un pantano mohoso. Se recomienda, según lo que he leído en los libros de auto ayuda, no actuar de inmediato cuando una situación requiere de una respuesta rápida, a mí me la exigía Gion con persistencia, pero tenía que pensar. Durante diez segundos respiré muy profundo bajo la afilada y peligrosa mirada de mi esposa. Soporté su presión unos minutos y traté de ordenar las piezas que tenía en mi tablero de ajedrez mental. Cualquier combinación me dejaba indefenso ante el ataque de las circunstancias. Al final, mi respuesta fue afirmativa. Lo lamenté muy pronto porque en esa semana llegó Yoan Pablo con dos tipos trajeados que se daban aires de gente muy importante, hicieron mentalmente un avalúo de mi casa y sonrieron con mucha alegría cuando fui presentado como el marido de Gion. El hombre más pequeño, que tenía cara de bulldog, me preguntó en broma si yo también participaba en las películas tres equis de mi esposa. Gion se disculpó y me pidió que me quedara en el jardín mientras discutía las condiciones de su viaje al festival de Cannes. Una hora después los hombres se marcharon muy alegres. Me estrecharon la mano y me dieron unas palmadas en el hombro mientras decían que era un esposo envidiable. Gion me abrazó y agitando la mano dijo que los encontraría unos días después.

Me encontraba muy mal. No podía concentrarme y la imagen de Gion paseándose por las playas de Cannes desnuda, haciendo no sé que cosas con sus admiradores, firmando autógrafos y durmiendo con Yoan, me producían latidos tan fuertes que tuve que empezar a tomar pastillas para regular mi tensión. Fui presa de varios desfallecimientos y no asistí al trabajo unos días. Corrí en la pista del gimnasio hasta quedar embarrado en el suelo llorando de furia. Luego me convertí en un gruñón dando vueltas por toda la casa. Rompí algunos jarrones y una estatua de yeso que había comprado en un museo. No podía controlar mi ira. Creí que el único alivio sería el regreso de Gion, pero no volvió sola. Venía acompañada de Yoan Pablo, unas mujeres rubias de aspecto depravado y los dos chicos de ropa ajada que ahora se veían mucho mejor por sus trapos franceses. Estaban muy alegres todos y Gion me dio la maléfica noticia.

“Vamos a empezar a filmar nosotros—dijo sonriéndome y agradeciéndomelo como si le hubiera concedido su sueño más deseado—. Ha sido idea de Yoan. Él hará de director y rodaremos con un montón de estrellas. Te va a encantar. Comenzaremos mañana”. No me dejó decirle nada porque se fue a conversar con Yoan y las rubias. Hicieron miles de planes, dibujaron en un papel la nueva distribución de los muebles. Hicieron unas cuantas llamadas y en la noche se fueron a cenar. Me sentí muy herido, pero el trágico espectáculo no había comenzado. Muy pronto mi casa se llenó de gente que no me dejaba espacio. Las rubias y Gion no paraban de filmar. Yoan dirigía desnudo y les enseñaba a los actores invitados lo que debían hacer. Estaba Liliana la maquillista, la peluquera y, en lugar de Kanevski los dos hombres trajeados que se habían llevado a Francia a mi esposa repartían la droga y el dinero.

Algunos vecinos me preguntaban por las mujeres que entraban y salían de mi casa. Un joven me vio salir hacia el trabajo y me estrechó la mano para luego decirme que me envidiaba, que de estar en mi lugar gozaría de todas las tías que se paseaban desnudas por mi salón. Fue el momento que me hizo recapacitar, pues entendí al final que eso era lo que precisamente no quería. Toda mi vida me había guiado por los buenos principios, era creyente y si había tratado de redimir a Gion era por mi vocación de predicador, quizás de profeta, pero ahora me había convertido en una voz solitaria en mi propia tierra. Tenía que tomar una resolución muy pronto. No fue necesario esperar mucho tiempo. La ocasión llegó como la oportunidad, calva y sin tapujos. Después del trabajo entré en la casa que ni siquiera tenía cerrada la puerta. En el salón estaban dos negros follándose a Gion. Gritaba muy fuerte, agitaba la cabeza y uno de los negros le tenía apresado el cuello, su rostro enrojecido me pareció casi morado, así que cogí lo primero que encontré y arremetí contra el salvaje animal que estaba estrangulando a mi mujer. Se oyó un griterío terrible. Me empujaron y arrinconaron cerca de la cocina, pero lo peor fue que Gion me empezó a patear y propinó una paliza, gritó como leona, dijo que le había estropeado la escena, que por mi culpa tendrían que volver a empezar. Me echó de mi casa y me ordenó que la dejara en paz.

No pude controlarme, dentro de mí había una voz, quizás la de la moral que me decía que los corriera a todos de allí. Era mi casa y tenía todo el derecho. Otra voz, más cruel y despiadada, me incitaba a usar el arma que tenía en mi cajón. Perdí la cabeza. Vi como toda la gente se volvía hacia el sofá donde los dos negros volvieron a montarse a Gion. Cogí un vaso y empecé a beber whisky a pelo, me lo tomé como refresco. La cabeza me iba a estallar por los gritos de la venganza que clamaba el uso del revólver. Ya no pude resistirlo más y subí hasta mi cuarto. Revisé que estuviera todas las balas en el tambor. Retiré el martillo, quité el seguro y bajé furioso al salón. Le apunté al negro y su cabeza estalló como una fuente roja emanada de una sandía, le soltó el cuello a Gion. El dedo siguió tirando del gatillo. Cayeron cinco personas más. Oí por última vez los gritos de mi esposa moribunda. Le ordené a los restantes que se marcharan, que no tenían derecho a sodomizar mi casa. Recité un pasaje del viejo testamento. Luego arrojé el arma y me senté con la mirada fija en el cuerpo magullado y ensangrentado de las rubias. Sabía que vendrían por mí para arrestarme. No tenía motivos ni para escapar ni para suicidarme. Llegó la policía y me entregué dócilmente. Poco después declaré ante el tribunal y recibí condena por asesinato premeditado. No me resistí ni busqué justificación alguna porque de esa forma encontré el descanso y el alivio para siempre.



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