Cuando se habla de porno, la gente piensa en cosas como la perversión,
mentes torcidas, suciedad e, incluso, fetichismo o masoquismo; pero para mí esa
palabra se relaciona sólo con el asesinato. No sé cuándo comenzó mi problema
con la sexualidad. Era un adolescente habitual, tenía deseos, ilusiones y
fantasías como cualquiera. Después de dos relaciones frustradas, una con Mary
quien me enseñó lo duro que pueden ser los celos y lo castrante de un engaño
constatado; la otra fue Susan, con quien tuve un cortejo muy largo y cuando se
cuajó la relación se nos agotó tan pronto que ni siquiera nos importó darnos la
vuelta el día que teníamos que decirnos la última palabra. No soy muy
partidario de tener amigas íntimas y siempre me he llevado bien con el sexo
opuesto, claro, mientras no haya compromisos sentimentales o un beso de por
medio. Para no pensar en las chicas, me propuse ser un profesional en mi
especialidad. No lo he logrado del todo porque tengo una carrera que no se
adecua a mi vocación. A decir verdad, tendría que haberme dedicado a las artes.
La pintura, la escultura o la música habrían sido ideales, pero como nací en
una familia con normas establecidas por la tradición, no pude ni imaginar que
mi padre estaría de acuerdo en permitírmelo. Fue por esa razón, por lo que,
desde que terminé la escuela asistí a la oficina de contables de mi padre. Allí
recibí todas las herramientas para destacar un poco en el mundo de las cuentas,
ajustes, presupuestos, gastos, números rojos y demás cosas relacionadas con los
bienes de las empresas. A pesar de llevar tanto tiempo en este mundo del
control del dinero, leyes fiscales y reglas económicas, no he podido ser un
crac o lo que hubiera deseado mi padre. Me limito a cumplir con mis
obligaciones y mi tiempo libre lo empleo para ver películas, viajar o
encontrarme con algunos amigos, tengo muy pocos en realidad. El más cercano es
Johny, terminamos juntos la universidad y trabajamos un tiempo en una famosa
empresa de electrodomésticos. Él sigue ahí y ha subido como la espuma. Me
invita una o dos veces al mes a su casa. Voy con gusto, pero trato de retirarme
pronto porque sus conocidos no me son muy agradables. En primer lugar, está
Andreu, quien parece estar en brama permanente, no hace otra cosa más que
hablar de mujeres, de prostitutas y de las chicas que se ha llevado al huerto.
Fue precisamente por culpa de este sátiro que conocí a Red Rose.
Ya era casi de madrugada y estábamos un poco tomados, se había prolongado
un momento de absurdo silencio y Andreu, con su deplorable barba de chivo, nos
miró con picardía y puso la televisión, buscó un canal para adultos y empezó a
hacer unos desagradables comentarios en voz alta. Estuve a punto de retirarme
igual que James y Thomas que decidieron no seguirle el juego, pero la
protagonista de la película me obligó a desistir. No sé si fue el comentario
que hizo Andreu sobre la forma de hacer el amor de la tal Red Rose o su actitud
melosa. Les parecerá ridículo que hable sobre la actuación de una estrella
porno, pero es que realmente había algo en ella que inspiraba un sentimiento de
ternura. Estaba con dos mastodontes que intentaban destrozarla, pero su rostro
no era libidinoso, ni vulgar, era como si estuviera ausente del escenario y
mirara con ojos dulces la cámara. Decidí que tenía que buscarla. Era una
locura, es verdad, pero me pasó por la cabeza que, de relacionarme con ella,
podría disfrutar de su mirada mimosa y de sus caricias, incluso casarme, por
qué no.
Al principio lo tomé todo como simple curiosidad y no le comenté nada a
Johny. Busqué información sobre la actriz Red Rose. Supe que era de Hungría,
que se llamaba Gyöngyi Kóbor y que no era rubia porque se teñía; también, que
había cumplido veintitrés años y que llevaba en el mundo del cine tres equis,
más o menos, dos años. Como no había muchas referencias en las páginas que
busqué, me decidí a contactar con los estudios con los que había trabajado.
Llamé durante una semana y tuve la suerte de encontrar información sobre el
último filme que rodaría las próximas semanas. Era en “La Orquídea Negra”, una
empresa cinematográfica no muy conocida que se encontraba en Miami. Me tomé unas
vacaciones y me fui en su busca. Me alojé en un buen hotel que estaba lejos de los
estudios. La oficina se encontraba en una construcción de dos plantas que
pertenecía a una empresa de seguros. Tenían una oficina en la que había una
recepción amplia con grandes sillones de piel, biombos, carteles, separadores
de ambiente y un escritorio pequeño en el que atendía una vulgar secretaria,
había también un baño y varios cuartos. Me enteré de que al día siguiente Red
Rose estaría trabajando en su nueva película. Mientras conversaba con la mujer,
oí gritos y quejas de los actores que estaban en ese momento, sentí la mirada
cómplice de la encargada, me despedí y salí. Por el trayecto me asaltaron los
nervios de nuevo. Tenía un torbellino en la cabeza, era de tal fuerza que se me
mezclaron todas las emociones, ideas, sueños y frustraciones. Con la espalda
llena de sudor frío y las manos temblando me fui a mi hotel para cambiarme e ir
a la playa. Quería mirar a la gente, beber un poco y liberarme de mis ideas rancias
fisgoneando en las conversaciones ajenas, pero en lugar de eso, sólo puse
atención en las guapas mujeres en bikini y los musculosos atletas que se
paseaban conquistándolas con su piel perfectamente bronceada. Me quedé pensando
en la posibilidad del rechazo por parte de Gion, como empecé a llamar a
Gyöngyi, tenía que inventarme una estrategia adecuada para poder convencerla de
salir conmigo. Sabía bien que a su alrededor había una cantidad enorme de
compañeros, admiradores y hombres de la calle que se volverían locos por pasar
una noche con ella. Decidí reservar una mesa en el Bazi de comida asiática para
el día siguiente, había oído a algunas personas hablar de su exclusiva variedad
de mariscos y decidí que si Gion aceptaba mi invitación ese sería un lugar
perfecto. Pasé una noche horrible, pues la amenaza del rechazo se erigió frente
a mí en cuanto cerré los ojos y su presencia me estuvo revolcando en la cama.
Amaneció pronto y salí a pasear por la playa. Estaba lleno, todo mundo corría
en bañador o pantaloncillos diminutos. La gente parecía ajena a los demás, pero
en realidad había un lenguaje oculto, no tras de las gafas de sol, sino por lo
que comunicaba el cuerpo. Descubrí que había un coqueteo muy sofisticado y la
actividad deportiva era el último motivo por el que se reunía aquí una cantidad
enorme de atletas, entre comillas, y mujeres despampanantes. Me entró otra vez
la angustia, pero pensé que, si ya había hecho el esfuerzo de venir, tenía la
obligación de continuar hasta el final. Me dije a mi mismo que le prometería
todo lo habido y por haber a mi amada para que me aceptara. Me imaginé paso a
paso la estrategia, lo repasé todo como si se tratara del armado de un
complicado mecanismo; aunque en realidad todo fue muy diferente.
Llegué a las dos de la tarde y ella ya estaba arreglándose para la
filmación. Se encontraba desnuda detrás de un separador de ambientes, con
acrílicos y dibujos circulares, pero se podía ver todo lo que sucedía. Junto
con ella estaba una peluquera que le rizaba el pelo y una maquillista muy gorda
que le pedía que abriera y cerrara los ojos, que le dejara pegarle las pestañas
postizas, que no se moviera mientras le pintaba las cejas o le pasaba una
brochita con polvos traslucidos compactos. Lo más interesante era que se
imaginaba que era una maestra y decía lo que se debía hacer para delinear los
parpados, los labios o las cejas. En realidad, lo supe más tarde, era porque la
famosa maquilladora Lilian faltaba mucho al trabajo o se retrasaba y las mismas
chicas tenían que pintarrajearse como podían. Llegaron dos muchachos altos. Uno
era mulato y tenía un chándal dorado, llevaba unas cadenas de imitación oro con
piedras preciosas de bisutería y unas zapatillas blancas impertinentemente
limpias. El otro tenía ropa casual muy bien combinada y era rubio. Saludaron
con presunción y se fueron a preparar para la filmación. Del cuarto donde
rodaban salió un hombre de aspecto sucio, no iba afeitado y su acento era muy vulgar.
El cámara y el foco eran dos chicos flacos que, de no haber ido vestidos con
andrajos igual que el director, habrían pasado por modelos. Gion se levantó de
su silla, se puso una bata de seda con dibujos chinos y caminó hacia el
escenario, pasó cerca de mí y me miró con disimulo. Me sonrojé cuando me
obsequió su sonrisa. El día anterior le había hecho muchas preguntas a la
secretaria, pero no había sacado nada que no supiera ya o me sirviera para
tener una idea más concreta de la hermosa y tierna Gion.
Se cerró la puerta y pregunté cuánto se tardarían en rodar. “Es el primer
capítulo de una trilogía—dijo con una enorme sonrisa la desagradable
secretaria—, así que máximo dos horas, pero depende del humor del señor
Kanevski, ¿sabe?”. Decidí esperar y la mujer me ofreció un café, un catálogo de
modelos porno y unas revistas. Me tomé la taza sin azúcar y sentí una sensación
de asco en el estómago. Miré la hora, calculé el tiempo y me fui a dar una
vuelta. Cuando regresé había mucho alboroto, me pareció que todos gritaban,
pero las quejas no provenían de los artistas, sino del director que con todo
tipo de ofensas les enseñaba a los dos jóvenes lo que debían hacer. Media hora
después salieron los dos muchachos de la cámara y el foco enfadados.
Mascullaron algo relacionado con Kanevski. Luego salió Gion. Estaba enfadada y
llevaba la bata muy apretada, además se le había corrido el rímel y embadurnado
el maquillaje, por lo que su aspecto era más adecuado para una cinta de horror.
El pelo se le había enmarañado y sus mejillas estaban como tomates maduros.
Pensé que sería por el esfuerzo de su trabajo, pero al mirar bien deduje que
eran las marcas de las bofetadas que le habían propinado. Me enfadé también,
pero cuando iba a hablar con el señor Kanevski, me detuvo la duda y decidí
esperar, pues no había entrado en contacto con Gion y ya quería entrometerme en
su vida. Lo consideré poco correcto. Salí de los estudios y me senté en el capó
del coche. Cuando vi salir a Gion le pregunté si quería que la llevara a algún sitio,
ella afirmó con un movimiento de la cabeza. Se subió al coche y antes de
ponerlo en marcha, traté de decir con naturalidad que la invitaba a comer, que
si tenía hambre para mí sería un gusto enorme invitarla, aceptó. Emprendí la
marcha hacia el centro, conduje despacio y empecé a hablar de tonterías, hice
algunas bromas y ella se sonrió un poco.
Ya en el restaurante tuve la oportunidad de apreciarla con más atención.
Me pareció encantadora. Supe que era de Budapest, que su familia era muy
humilde, que llevaba poco tiempo en América y que tenía muchos planes para el
futuro. Su conocimiento del lenguaje era muy simple, a nivel elemental,
complementaba sus frases con una retahíla de sonidos que me resultaron raros,
pero eran palabras en húngaro. Me encantaron sus ojos verdes y su piel
almendrada. Le pregunté si era porque había tomado el sol en la playa, pero me
dijo que no había tenido tiempo para eso, que tenía algunos problemas
migratorios, que la habían engañado varios productores de películas y que su situación
no era la mejor. Me confesó que no conocía mucha gente y que su única amiga, a
quien le debía el traslado al Nuevo Mundo, era Katja, pero que ingería drogas y
cada vez estaba peor.
Me ofrecí a protegerla, después de estar escuchando todo lo que decía en su
idioma natal. Tardó veinte minutos en volver al cristiano. Aceptó mi ayuda y me
puse feliz. Descubrí que estaba enamorado realmente de ella. Me sentía
desbordar de alegría. Su aspecto mejoró al doscientos por ciento con su simple
“yes” que arrastraba como si la palabra consistiera, de una larga, muy larga
sílaba; y otra reducida, tan reducida que sonaba como un silbidito cuando
enseñaba los dientes. Cenamos muy bien y quedó impresionada por la cuenta.
Cuando saqué los trescientos dólares para pagar la langosta, el vino y lo
demás, se quedó mirándome y dijo que por su primer papel había ganado lo mismo.
Bromeé diciendo que yo había trabajado todo un mes para poder sacar esa suma.
Nos fuimos alegres y nos comunicamos como dos enamorados con abrazos, golpes en
el hombro, chistes, que no sé si entendió, burlas y mimos. Llegamos a mi
habitación del hotel y le prometí que al día siguiente iríamos a recoger sus
pertenencias, ella hizo un gesto negativo y dijo que lo más valioso que tenía
estaba en San Diego. Que en Miami sólo iba a estar una semana para lo de la
película y luego regresaría. Aproveché para preguntarle si no le gustaría que le
comprara el billete de avión, pero ella contestó que estaba muy cansada y que
quería dormir. Antes de meterse desnuda a la cama, se duchó y me pareció que
mientras lo hacía cantaba, pero al acercarme un poco noté que no era una
canción sino una especie de monólogo o diálogo en el que los cambios de tono de
voz indicaban que una de las interlocutoras estaba rabiosa. Traté de no
embrollarme más, ya había dado el primer paso y las cosas habían resultado
mejor de lo que esperaba. Cuando la vi iluminada por la lámpara del hotel
suspiré y me grabé su figura para soñar con ella. Pronto se durmió y luego se
sumió en un profundo relajamiento porque casi ni respiraba. Soñé que me casaba
con ella y que teníamos hijos, que dejaba su horrible trabajo y me complacía en
la cama. Me imaginé que era un hombre con sex appeal de esos que había visto en
la playa y que ella me recibía todos los días como la mujer del cartel de la
cocina de mi madre. La hermosa rubia seguía con sus zapatos negros de tacón,
sus medias excitantes, sus bragas rosas, su delantal verde en forma de baby
doll, seguía sosteniendo una cazuela humeante y llevaba el gorro de cocinera,
pero su cara era la de Gion.
Me desperté de buen humor y la invité a hacer compras, quería que experimentara
la seguridad total y que ese sentimiento me abriera la puerta a su corazón. Una
vez, John me había dicho que la sicología de las mujeres era muy extraña y que
había que tratar a las damas como prostitutas y a las putas como damas. Gion,
que ya había aceptado que la llamara así, me inspiraba. Quería que se sintiera
bien y que se olvidara de su vida pasada. La llevé a las tiendas y le compré un
guardarropa exclusivo, la dejé escoger su la lencería ocultándole mi deseo de
que se comprara un liguero como el que había usado en la película en la que la
había visto por primera vez. Pasamos un día fantástico y decidimos irnos de
Florida, sin embargo, el señor Kanevski llamó de nuevo para decir que se
filmaría otra parte de la trilogía que habían planeado y que esta ocasión
tendría que compartir escenario con otra chica. Le advirtió que habría cosas
muy fuertes. Gion cambió de estado de ánimo, se le había compuesto el humor y
se había conducido como una adolescente durante el shopping y, después de la
conversación con Kanevski, se le humedecieron un poco los ojos. Le pregunté si
podía ayudarla, incluso me ofrecí a retirarla de ese mundo inmoral y sucio en
que vivía. Ella volvió a hablar en su idioma y no me explicó nada. Dijo que
tendría que ir en una hora. El tiempo pasó como gotas de plomo. La tensión me quitó
el deseo de hablarle y me refugié en mi empleo. Me excusé y le dije que tenía cosas
urgentes que hacer. No hice nada más que pensar en la posibilidad de liberarla
de su atadura con Kanevski, pues deduje que le había prometido algún favor, tal
vez dinero o fama. Mientras no supiera la causa real, debía soportar que las
grandes avanzadas que tenía en el territorio sentimental de Gion, se
convirtieran en fracasos con una sola llamada del maldito Kanevski para que
fuera a los estudios.
Una semana después de mi llegada a Miami, Gion salió del estudio con un
tocho de billetes. Era mil quinientos dólares en billetes de veinte. Ella se
puso a escupir. Repetía todo el tiempo tolvaj rohadék, tolvai rohadék. Le
pregunté qué significaba, pero ella estalló en llanto y nos fuimos al hotel.
Tardó mucho en calmarse, pero luego tuve la oportunidad de confesarle mis
intenciones. Dijo que estaba loco, pero le comenté que en algunos estados del
país la gente se podía casar con libertad. Le dije que en Las Vegas era
gratuito y ni siquiera pedían documentos. Se le iluminaron los ojos y aceptó
con escepticismo. Al final, la convencí
para que me acompañara a Colorado, allí podríamos organizar nuestra boda. No me
creyó que fuera en serio, pero estaba decidido. En cuanto llegamos a mi piso en
el condado de La Plata decidimos comprar unas argollas, el vestido y reservamos
mesas en un restaurante. Le comuniqué a mis familiares mi plan y me percaté de
que ninguno de mis amigos o conocidos irrumpiera en la fiesta. Pasamos la Luna
de miel en una playa mexicana y volví feliz. Tenía energía, sueños y una mujer
complaciente que merecía llevar una vida normal. Nos establecimos en una casa
que mis padres nos habían destinado. No era muy grande, pero las tres
habitaciones y el salón eran muy espaciosos. Empecé a trabajar con ahínco y me
hice una idea de lo que significaba ser esposo y luego padre. Tenía el deseo de
que Gion se embarazara lo más pronto posible. Se lo propuse en contadas
ocasiones, pero me dijo que no era tiempo todavía. Decidí que madurara la cosa
y ella misma me lo pidiera. Teníamos tres meses de casados, le propuse que
tomara cursos de idiomas, que sería necesario para la educación de nuestros
hijos, pero a ella le interesaba más mantenerse en forma e iba al gimnasio casi
todos los días. Me comentó que quería ampliarse los pechos, pero me opuse
diciéndole que esperara hasta que tuviéramos, al menos, un hijo. Se enfadó
mucho y dejó de hablarme unos días. Me dediqué a mis cosas y traté de no pensar
mucho en ella. La situación en la que me encontraba era delicada y debía
llevarla con mucho tacto. Había algo que me hacía torcer la boca por lo agrio
de la realidad. Mis relaciones sexuales eran habituales, pero no duraban más de
diez o quince minutos contando el tiempo desde el primer beso hasta la
eyaculación. No sabía si Gion estaba contenta porque ella sólo esperaba a que
yo hiciera lo mío y después se dormía. La comparaba con una de esas muñecas
hinchables de las tiendas eróticas porque no emitía ni un solo ruido. Evitaba
recordarle su pasado y exigirle que actuara como en las películas por miedo a
que reaccionara de forma inadecuada. Traté de hacer un poco de deporte y bajar
los muchos kilos que me sobraban. Empecé a visitar tiendas de ropa de marca,
adquirí buenos perfumes, la llevaba a lugares concurridos, creí que se aburría
y que tenía que ganarme su amor para que saliera a flote su deseo sexual y
pudiéramos avivar la llama de la pasión.
En una ocasión llegué a cenar y Gion me recibió muy cariñosa. Era una
actitud que adoptaba cuando quería pedirme algo. Lo adiviné pronto y me puse a
tono. Sonreí, le adulé los platos que había preparado y le ofrecí vino. Ella
tomó la iniciativa y comenzó a morderme la oreja y llamarme, como siempre, mi gordito
salvador o serté-shús en su idioma, le enseñé la panza que se me había reducido
gracias al deporte y una buena dieta sin helados y chocolates. Fue más activa
en esta ocasión, se paseó desnuda con la lámpara a media luz y me volvió loco
con sus eróticas preguntas que me hacía. Me encantó su actitud, pensé que por
fin mis esfuerzos habían dado resultado. Me levanté por una copa más de vino y me
recosté. La abracé y miré el techo como si fuera el cielo lleno de estrellas.
No me di cuenta de que la nube gris que había estado formándose con las llamadas
telefónicas, las salidas inesperadas, las compras urgentes y los enfados, se
había condensado para que la tormenta empezara. Gion me dijo que necesitaba
volver a filmar, que tenía muchas proposiciones y que Yoan Pablo, el mulato al
que recordaba por sus zapatillas blancas, le había conseguido contactos, que su
trilogía había sido adquirida por una empresa llamada Marcell, una de las más
famosas en Francia y que la estaban buscando para trabajar con las más famosas
estrellas del prestigioso mundo del porno. No sabía qué hacer porque sentí que
todo el terreno que había labrado para separarla de ese mundo había sido
tragado por un pantano mohoso. Se recomienda, según lo que he leído en los
libros de auto ayuda, no actuar de inmediato cuando una situación requiere de
una respuesta rápida, a mí me la exigía Gion con persistencia, pero tenía que
pensar. Durante diez segundos respiré muy profundo bajo la afilada y peligrosa
mirada de mi esposa. Soporté su presión unos minutos y traté de ordenar las
piezas que tenía en mi tablero de ajedrez mental. Cualquier combinación me
dejaba indefenso ante el ataque de las circunstancias. Al final, mi respuesta
fue afirmativa. Lo lamenté muy pronto porque en esa semana llegó Yoan Pablo con
dos tipos trajeados que se daban aires de gente muy importante, hicieron
mentalmente un avalúo de mi casa y sonrieron con mucha alegría cuando fui
presentado como el marido de Gion. El hombre más pequeño, que tenía cara de bulldog,
me preguntó en broma si yo también participaba en las películas tres equis de
mi esposa. Gion se disculpó y me pidió que me quedara en el jardín mientras
discutía las condiciones de su viaje al festival de Cannes. Una hora después
los hombres se marcharon muy alegres. Me estrecharon la mano y me dieron unas
palmadas en el hombro mientras decían que era un esposo envidiable. Gion me
abrazó y agitando la mano dijo que los encontraría unos días después.
Me encontraba muy mal. No podía concentrarme y la imagen de Gion paseándose
por las playas de Cannes desnuda, haciendo no sé que cosas con sus admiradores,
firmando autógrafos y durmiendo con Yoan, me producían latidos tan fuertes que
tuve que empezar a tomar pastillas para regular mi tensión. Fui presa de varios
desfallecimientos y no asistí al trabajo unos días. Corrí en la pista del
gimnasio hasta quedar embarrado en el suelo llorando de furia. Luego me
convertí en un gruñón dando vueltas por toda la casa. Rompí algunos jarrones y
una estatua de yeso que había comprado en un museo. No podía controlar mi ira.
Creí que el único alivio sería el regreso de Gion, pero no volvió sola. Venía
acompañada de Yoan Pablo, unas mujeres rubias de aspecto depravado y los dos
chicos de ropa ajada que ahora se veían mucho mejor por sus trapos franceses.
Estaban muy alegres todos y Gion me dio la maléfica noticia.
“Vamos a empezar a filmar nosotros—dijo sonriéndome y agradeciéndomelo como
si le hubiera concedido su sueño más deseado—. Ha sido idea de Yoan. Él hará de
director y rodaremos con un montón de estrellas. Te va a encantar. Comenzaremos
mañana”. No me dejó decirle nada porque se fue a conversar con Yoan y las
rubias. Hicieron miles de planes, dibujaron en un papel la nueva distribución
de los muebles. Hicieron unas cuantas llamadas y en la noche se fueron a cenar.
Me sentí muy herido, pero el trágico espectáculo no había comenzado. Muy pronto
mi casa se llenó de gente que no me dejaba espacio. Las rubias y Gion no
paraban de filmar. Yoan dirigía desnudo y les enseñaba a los actores invitados
lo que debían hacer. Estaba Liliana la maquillista, la peluquera y, en lugar de
Kanevski los dos hombres trajeados que se habían llevado a Francia a mi esposa
repartían la droga y el dinero.
Algunos vecinos me preguntaban por las mujeres que entraban y salían de mi
casa. Un joven me vio salir hacia el trabajo y me estrechó la mano para luego
decirme que me envidiaba, que de estar en mi lugar gozaría de todas las tías
que se paseaban desnudas por mi salón. Fue el momento que me hizo recapacitar,
pues entendí al final que eso era lo que precisamente no quería. Toda mi vida
me había guiado por los buenos principios, era creyente y si había tratado de
redimir a Gion era por mi vocación de predicador, quizás de profeta, pero ahora
me había convertido en una voz solitaria en mi propia tierra. Tenía que tomar una
resolución muy pronto. No fue necesario esperar mucho tiempo. La ocasión llegó
como la oportunidad, calva y sin tapujos. Después del trabajo entré en la casa
que ni siquiera tenía cerrada la puerta. En el salón estaban dos negros
follándose a Gion. Gritaba muy fuerte, agitaba la cabeza y uno de los negros le
tenía apresado el cuello, su rostro enrojecido me pareció casi morado, así que
cogí lo primero que encontré y arremetí contra el salvaje animal que estaba estrangulando
a mi mujer. Se oyó un griterío terrible. Me empujaron y arrinconaron cerca de
la cocina, pero lo peor fue que Gion me empezó a patear y propinó una paliza,
gritó como leona, dijo que le había estropeado la escena, que por mi culpa
tendrían que volver a empezar. Me echó de mi casa y me ordenó que la dejara en
paz.
No pude controlarme, dentro de mí había una voz, quizás la de la moral que
me decía que los corriera a todos de allí. Era mi casa y tenía todo el derecho.
Otra voz, más cruel y despiadada, me incitaba a usar el arma que tenía en mi
cajón. Perdí la cabeza. Vi como toda la gente se volvía hacia el sofá donde los
dos negros volvieron a montarse a Gion. Cogí un vaso y empecé a beber whisky a
pelo, me lo tomé como refresco. La cabeza me iba a estallar por los gritos de
la venganza que clamaba el uso del revólver. Ya no pude resistirlo más y subí
hasta mi cuarto. Revisé que estuviera todas las balas en el tambor. Retiré el
martillo, quité el seguro y bajé furioso al salón. Le apunté al negro y su
cabeza estalló como una fuente roja emanada de una sandía, le soltó el cuello a
Gion. El dedo siguió tirando del gatillo. Cayeron cinco personas más. Oí por
última vez los gritos de mi esposa moribunda. Le ordené a los restantes que se
marcharan, que no tenían derecho a sodomizar mi casa. Recité un pasaje del
viejo testamento. Luego arrojé el arma y me senté con la mirada fija en el cuerpo
magullado y ensangrentado de las rubias. Sabía que vendrían por mí para
arrestarme. No tenía motivos ni para escapar ni para suicidarme. Llegó la
policía y me entregué dócilmente. Poco después declaré ante el tribunal y
recibí condena por asesinato premeditado. No me resistí ni busqué justificación
alguna porque de esa forma encontré el descanso y el alivio para siempre.
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