El tema del adicto psicodélico siempre había sido como una leyenda urbana.
Decían que en un barrio del centro de la ciudad se encontraba, perdido entre
los escombros de una casona del siglo XVIII, un toxicómano que escribía
fantásticas historias. Nadie había visto jamás sus escritos y lo describían de
diferentes formas. Unos decían que era muy flaco y alto, que llevaba una coleta
y que casi no veía y por eso usaba unas gafas de fondo de botellón, otros
desmentían esa versión y lo presentaban como un hombre corpulento, muy moreno,
con la cabeza pelona y manos de piedra, otros decían que iba bien arreglado,
que lucía un copioso bigote y se peinaba con brillantina. Eran muchas las
formas en que lo presentaban, pero lo cierto era que, de haber existido, lo
habrían visto sólo los que en aquella época se drogaban con él. Por desgracia,
habían pasado más de treinta años y lo más seguro es que los testigos ya no
vivieran o estuviesen manteniendo su lucha contra la vejez y la necesidad de
inyectarse o fumar algún estupefaciente.
Pedro Garcés, el más petulante de la oficina, nos obligó a apostar a que lo
encontraba. Se había valido de una estrategia infalible: herir el amor propio.
Cuando dijo que éramos unos inútiles fracasados y que nos enorgullecíamos de
nuestra mediocridad, estuvimos a punto de partirle la cara, pero el cínico nos
retó a que lo hiciéramos para demostrar que decía la verdad. Fue tanta la
verborrea barata con que nos atosigó que Mario y yo fuimos los únicos que
sacamos la cara, pues los demás compañeros lo habían tomado como la estupidez
más grande del mundo. Mario me lo dijo y estuve de acuerdo, nos íbamos a meter
en una aventura absurda, vacía y fracasada de antemano; pero alguien tenía que
cerrarle la boca al estúpido de Garcés.
A partir de ese día, en la hora de la comida, nos íbamos al barrio de
Tepito a buscar las pistas del famoso drogadicto fantasma. Le preguntábamos a
la gente, pero se reían al oírnos y su respuesta era la misma: “No sabe que eso
es una vil mentira inventada por los drogos, mi cuate”. La gente estaba
dispuesta a contarnos algunas de las supuestas historias a cambio de algunos
pesos, pero referencias del autor, ninguna. Buscamos por todas partes y
descubrimos casas antiguas abandonadas, sin techo y casi derrumbándose. En los
sitios más insólitos se conservaban algunas paredes y vestigios que indicaban
que en antaño habían existido patios, habitaciones, cocinas, baños y culturas
antiguas. No sacamos nada en claro y después de un mes, de estar divirtiendo a
la gente con nuestra absurda búsqueda, apareció la señora Josefa. Estaba al
final de la calle, debajo de un toldo de una tienda de maletas. Permanecía
quieta como una estatua de piedra caliza. Tenía la espalda encorvada, llevaba
un vestido de percal blanco y sus trenzas canosas parecían las crines de un
poni. Al pasar a su lado oímos una voz que parecía el silbido pausado de una
flauta de barro. Tenía los ojos ocultos por las cataratas y su boca era pequeña
y reseca. Le quedaban unos cuantos dientes. “Tengo algo que les podría
servir—dijo tratando de intrigarnos con la mirada blanca y se giró. Caminó unos
metros y se metió en un hueco que había en una pared de cantera diamantina—.
Entramos a un patio húmedo. La sensación fría nos puso la piel de gallina. A
pesar de que entraba un buen chorro de sol por el pedazo de tejado que faltaba,
la temperatura era baja. Nos invitó a sentarnos en unas sillas de madera muy
maciza y pesadas. Trajo unas vasijas con champurrado y orientó su rostro hacia
nosotros. Esperó con paciencia y cuando nos terminamos la bebida espesa, cogió
de la mano a Mario y lo condujo al hueco, le pidió que volviera más tarde. Le
pregunté por qué lo había hecho y con una voz más clara me contestó que mi
amigo no estaba preparado porque era muy incrédulo y me había acompañado hasta
ahí sólo por la oportunidad de salir de la rutina. Me dijo unas palabras
tiernas y con el pulgar y el índice me pidió que la esperara un momento.
Me encontraba sentado entre la
sombra de un techo de vigas de madera negra y paja y la cascada de luz natural
que tenía miles de motas de polvo. Volteé a la derecha y vi unas estanterías
llenas de juguetes de latón y madera. Había un caballito de palo arrumbado en
un rincón. Los muebles eran muy parecidos a los de los mercados de comida y
había una mesa con una sola silla. El espacio era pequeño y estaba alumbrado
por un quinqué antiguo. La anciana volvió con una bolsa negra de plástico, como
esas que se usan para la basura, y me enseñó unas hojas amarillentas. Ordénelas
si puedes. Lee lo que te interese. Volveré más al rato. No me dio la
oportunidad de preguntarle nada. Se fue alejando despacio y salió por una
puerta que colgaba de una bisagra.
Abrí la bolsa y un olor rancio salió como si hubiera abierto un cofre
podrido. Tomé varios papeles y fui leyendo las primeras líneas de cada una. Me
di cuenta de que algunas eran pensamientos aislados y otras parecían cuentos
cortos o algo así. Decidí ir separando los trozos de papel en los que había
unas cuantas frases y las hojas completas donde había textos más largos. Cuando
ya tenía varios montones de tamaños diferentes y un gran tocho de folios
comencé a leer para ver si podía ordenar las historias. Pensé que a pesar de
todo lo extraño de la situación, la señora Josefa, se había enterado de que
estábamos buscando información sobre el yonki escritor y nos había traído hasta
aquí. Como no era muy comunicativa había decidido pasar a la acción saltándose
todas las explicaciones. Me reí con un aire de triunfo porque ya podía imaginar
la cara que pondría el imbécil de Pedro Garcés cuando le mostrara la bolsa de
hojas que tenía a mi lado. Empecé a leer:
Veo un horizonte de arena, no distingo el mar, pero sé que está ahí, me lo dice su voz complaciente, su arrullo colosal. El firmamento está separado por un hilo de color turquesa y la potente luz sideral empalidece el azul del cielo. Se han terminado los escalofríos y la resaca de los agrios días se ha esfumado. Me siento renacer, soy arroyado por la sensualidad del optimismo, mis dientes manchados por fin ven la luz y mis pulmones se llenan otra vez de la brisa de la vida. Salgo de ese laberinto líquido que, como argamasa viscosa, me mantenía apresado en la duda. Se libera mi mente y la fiebre calienta mi cuerpo, es la necesidad de descubrir, llevo la aureola de la lucidez sobre mi cabeza, miro con escrutinio y descubro la fuerza de la razón. Mi felicidad está en el plexo, es visceral, siento sus besos como la miel y el placer como un piquete de avispa mortífero, pero delicioso. Oigo cantar al cenzontle, pero lo hace en silencio porque sus ojos son su instrumento musical y la melodía sus bellas miradas de ámbar. Sus alas se agitan abrazando al astro rey y una corona se posa en el hermoso valle donde el montículo es para la fe. La madre tierra que está pálida porque la han cubierto los granos de maíz que como perlas la engalanan. Mi compañera es la curiosidad, me abraza con ternura y siento su carne tibia, sus ojos ingenuos me conducen por la estela que deja la melodía del caracol. El murmullo áspero de los cascabeles es de vetas doradas y mi amada me reclama, me perturba con su ingenio, es espontánea, actúa de forma natural y me llena el pecho de seguridad. Improvisa un nicho de paja, las llamas de su fuego son como el dorado de los campos de trigo. Nos elevamos como dos aves y le damos libertad a la fantasía. Ella es la faraona del viento, su frescura me sana las heridas del corazón y caemos como cascada sobre las piedras de ojo de tigre. Se tiende como leona complacida y sonríe. Ya es mi reina, la más bella emperatriz engalanada con dos cúpulas divinas. Me recibe en su pecho y me abraza hasta que el sueño me aleja de la avaricia de su cuerpo, de la vanidad de poseerla y de la solemnidad con las que hablo de ella.
Veo un horizonte de arena, no distingo el mar, pero sé que está ahí, me lo dice su voz complaciente, su arrullo colosal. El firmamento está separado por un hilo de color turquesa y la potente luz sideral empalidece el azul del cielo. Se han terminado los escalofríos y la resaca de los agrios días se ha esfumado. Me siento renacer, soy arroyado por la sensualidad del optimismo, mis dientes manchados por fin ven la luz y mis pulmones se llenan otra vez de la brisa de la vida. Salgo de ese laberinto líquido que, como argamasa viscosa, me mantenía apresado en la duda. Se libera mi mente y la fiebre calienta mi cuerpo, es la necesidad de descubrir, llevo la aureola de la lucidez sobre mi cabeza, miro con escrutinio y descubro la fuerza de la razón. Mi felicidad está en el plexo, es visceral, siento sus besos como la miel y el placer como un piquete de avispa mortífero, pero delicioso. Oigo cantar al cenzontle, pero lo hace en silencio porque sus ojos son su instrumento musical y la melodía sus bellas miradas de ámbar. Sus alas se agitan abrazando al astro rey y una corona se posa en el hermoso valle donde el montículo es para la fe. La madre tierra que está pálida porque la han cubierto los granos de maíz que como perlas la engalanan. Mi compañera es la curiosidad, me abraza con ternura y siento su carne tibia, sus ojos ingenuos me conducen por la estela que deja la melodía del caracol. El murmullo áspero de los cascabeles es de vetas doradas y mi amada me reclama, me perturba con su ingenio, es espontánea, actúa de forma natural y me llena el pecho de seguridad. Improvisa un nicho de paja, las llamas de su fuego son como el dorado de los campos de trigo. Nos elevamos como dos aves y le damos libertad a la fantasía. Ella es la faraona del viento, su frescura me sana las heridas del corazón y caemos como cascada sobre las piedras de ojo de tigre. Se tiende como leona complacida y sonríe. Ya es mi reina, la más bella emperatriz engalanada con dos cúpulas divinas. Me recibe en su pecho y me abraza hasta que el sueño me aleja de la avaricia de su cuerpo, de la vanidad de poseerla y de la solemnidad con las que hablo de ella.
Era asombrosa la forma en que ese loco describía sus visiones. Estaba
seguro de su existencia. Busqué a Josefa exaltado de alegría. Quería irme a ver
a mis compañeros para demostrarles que el mito no lo era, que si existía y no
era una vil leyenda urbana como decían todos. No estaba Josefa. Una mujer más
joven se acercó.
—Ya sé cómo es la broma—dije loco de emoción—. Lo ha contado Fuentes en una
de sus obras, pero eso conmigo no va a resultar. Me tengo que ir, ¿dónde está
la salida?
—No soy Aura—contestó con gesto duro—, ni sé quién sea. Sólo he venido para
que conversemos un poco.
—No tengo ganas de quedarme aquí. Necesito irme, hay algo muy importante
que debo hacer.
—No te preocupes, en unos minutos te podrás marchar.
Conforme hablaba me iba poniendo de buen humor. Parecía que tenía un
dominio completo de las cosas y su actitud seductora me envolvía suavemente.
También, podía adivinar mis sensaciones porque cada vez que alguna parte de mi
cuerpo se sobresaltaba por su alegría contagiosa, me sonreía con picardía. Si
con la lectura del texto del yonki me había despejado la cabeza, ahora sentía
estimulada mi capacidad erótica. Veía correr por mi cabeza imágenes que luego
se convertían en pensamientos incitantes. Me pareció que la mujer era más joven
de lo que aparentaba. Tenía la piel de melocotón y despedía un olor cítrico.
Pensé en los perfumes de Kenzo, muy populares entre las chicas de nuestro
trabajo, pero este aroma era como el azahar. Desconfié por un momento, pero una
de sus gotas de sudor calló sobre los folios que sostenía y me hizo cambiar de
parecer. Ya no me levanté de la silla y dejé que Diana se acercara. Miré sus
ojos dulces y sus dientes redondeados. Sentí el frescor de sus labios que eran
como pulpa de albaricoque. Me parecía que sus palabras eran símbolos borrosos.
Adivinaba sus sentimientos materializados como gajos de mandarina. Empecé a
marearme un poco, pero su voz cromada era jugosa en sus labios de caléndula. Me
distrajo con una pregunta.
—¿Has entendido lo que leíste?
—En verdad, no mucho. Estaba mal de la cabeza el tipo ese, ¿no crees?
—Sí, puede ser. Debió alucinar con tanta cosa que se metía, pero plasmó
bien sus sentimientos en el papel, los escribió con sinceridad y nadie lo
conoció. Ahora sus historias distorsionadas vagan por ahí y nadie las aprecia.
—Sí, es verdad, además se duda mucho de su existencia.
—¿Y tú, también dudas?
—No, ahora estoy completamente seguro de su existencia y tengo las pruebas.
Levanté la bolsa negra y se la mostré, pero al fijar la vista en ella noté
que la realidad estaba distorsionada. Ya no llevaba su vestido de azafrán, o si
lo tenía puesto, era transparente porque sus redondas formas relucían como en
un jardín frutal. La miré como si fuera algo exótico, como si viera su piel
aterciopelada por primera vez.
—Algo me está pasando…
—No te preocupes, estás entrando al espacio de la fertilidad emocional.
No entendí lo que me decía, pero su cuerpo con frutos maduros y su rostro
con flores tiernas me volvieron loco. Sus labios se movían diciéndome en
silencio que en antaño había sido la manzana del paraíso representada en los
cuadros de la Edad Media, que venía, en realidad, de Oriente y que era símbolo
de la fertilidad, que tenía la virtud de limpiar asperezas, y que contagiaba la
sed de diversión. Me abrazó y apoyó su cabeza en mi pecho. Tienes que incendiarte
conmigo, debes seguir hacia la pasión. Le contesté que temía hundirme en las
brasas y que ya no podría volver a la reflexión y la calma; que perdería el
camino hacia la espiritualidad. Dijo que el camino en el hombre es vertical,
pero que en el espacio el desplazamiento era circular, que no debía temer.
Descendí, entonces confiado, sin reparo y gocé la entrega. Ardimos entre
pétalos de rosa, probé el licor de su cuerpo y caí rendido de amor.
Desperté en la misma silla, desnudo, bronceado por el sol y con el corazón
hinchado. Vino Diana con una pluma de faisán muy larga. Traía también un
tintero antiguo. Me los dio y dijo que los escritos se estaban borrando. Cogí
la bolsa y saqué unas hojas, estaban muy borrosas en efecto y se leían con
mucha dificultad. Me ordenó que las reescribiera. Me levanté y ella me condujo
a la mesa. Acercó el quinqué y me besó en la mejilla. Empecé a trabajar. Puse
el primer papel en la tabla lisa y suave y comencé a escribir:
Veo un horizonte de arena, no
distingo el mar, pero sé que está allí, me lo dice su voz complaciente, su
arrullo colosal. El firmamento está…
Me detuve asombrado y le dije a Diana que esto ya lo había leído. Tienes
que reescribirlo, ordenó con palabras dulces. Levanté la cabeza para deleitarme
con su belleza, pero descubrí que delante de mi había una fila larguísima de
hombres que, como yo, estaban sentados y la miraban. Luego me sentí como en una
noria. Ella estaba desnuda en mis piernas, sonriente, luminosa y cándida dijo
que siguiera con el trabajo. Mojé de nuevo la pluma y seguí escribiendo:
…separado por un fino hilo de
color turquesa y la potente luz sideral empalidece el azul celeste...
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