Se levantaba muy pronto. Se duchaba, se peinaba, se ponía ropa cómoda y a
las seis de la mañana ya se encontraba tomando su taza de café, listo para
trabajar. Si durante el sueño había percibido alguna historia creada por su
inconsciente, la escribía con escrupulosidad, pero si amanecía con la cabeza
vacía de ideas, entonces abría los diarios y buscaba alguna noticia que lo
inspirara. Elegía primero los títulos interesantes, luego leía la información y
dejaba que ésta le diera vueltas por la cabeza. En ocasiones las alarmas se
disparaban de inmediato y empezaba a escribir sus narraciones de un tirón,
luego las corregía, las leía en voz alta y cambiaba lo que consideraba
conveniente. Cuando la inspiración se retrasaba por lo complicado del tema,
esperaba con paciencia a que se conectaran todos sus recuerdos y su bagaje cultural
con ese suceso y esperaba hasta que se cuajara la historia y saliera en forma
de huevo para romperlo, ver el contenido y ponerse manos a la obra.
Dentro de su cerebro se llevaba a cabo un viaje por las palabras de sus
escritores favoritos, sus estilos y personajes, y su vida imaginaria, que era
mucho más interesante que la que llevaba de ermitaño, se desarrollaba en
lugares fantásticos. No tenía que ganarse la vida en un empleo de oficina u
otro oficio porque la herencia que le habían dejado unos parientes le dejaba lo
suficiente para sobrevivir. No se permitía lujos y con dificultades llegaba a
fin de mes, pero era feliz haciendo lo que le gustaba. Prescindía de las
mujeres, el alcohol, las buenas comidas y las reuniones con amigos. A pesar de
ser muy prolífico, era completamente desconocido en el ámbito editorial. Era
probable que se citaran sus obras y que se hablara de su estilo en algún sitio,
pero él no lo sabía y, además, no le importaba mucho. Estaba satisfecho con su
forma de vida.
En una ocasión, por casualidad, que es como siempre se encuentran las cosas
raras, de cierto valor o perjudiciales, encontró un blog de un aficionado a la
escritura que vivía en el otro extremo del planeta. Al principio le llamó la
atención el tipo de ilustraciones que usaba para acompañar sus historias, luego
los títulos de los ensayos y cuentos cortos, después los inicios de cada cuento,
luego el planteamiento y después todo lo demás. Con mucha curiosidad buscó la
información del autor. Se llamaba Jean Lee, hijo de un francés que había
abandonado a una china en Pekín y le había dejado hacía treinta años un bebé.
Escribía en francés y era muy prolífico. Tenía una apariencia de chino con una
cara muy redonda y plana, la nariz respingona, los ojos rasgados y la piel muy amarilla,
sin embargo, se notaba una herencia europea en su pelo rizado, su bigote y
barba que parecían los de un mosquetero. En su sucinta biografía decía que
vivía de sus rentas y que su única afición era la de escribir cada mañana las
cosas que se le ocurrían.
Paul García se quedó muy extrañado por las similitudes que tenía con aquel
aficionado a la escritura. Él era hijo de un español que había abandonado a su
madre francesa en París. Llevaba barba y bigote al estilo de los Pardaillán, unos
personajes de caballería de Miguel Zévaco, y escribía casi sobre lo mismo. Ahí
era el punto donde había más coincidencias, pues si el chino escribía sobre una
receta de cocina, por ejemplo, él también. Con muchas diferencias en la forma,
el léxico y el estilo, pero, al final era la misma receta. Se interesó por los
detalles de la vida sentimental del otro y encontró, con mucho trabajo, que también
estaba solo, que no tenía trabajo y que vivía gracias a una subvención que le
daba una organización francesa por petición de su padre. La curiosidad lo hizo
aproximarse al desconocido bloguero, pero tuvo el cuidado de no entrar en
contacto con él. Siguió sus actividades durante tres meses y al final de ese período
descubrió que casi habían hecho lo mismo. Sospechó que el otro tenía algún
medio para conocer el trabajo que él realizaba, por eso bloqueó todo lo que
pudiera conectarlo por Internet con ese desconocido chino-francés que le estaba
copiando las ideas.
Sabía que debía tomar una decisión importante porque, tal vez, había una
conexión desconocida entre los dos. No sabía si estaban enchufados a través de
un aura o una fuerza magnética o una forma de telepatía, el caso es que, si
Paul se esmeraba en mejorar su estilo, Jean lo hacía también, o si empleaba una
forma especial de expresión, la encontraba en los escritos del chino. Era
imposible hacer las cosas de forma independiente porque siempre notaba la
influencia de sus acciones en los textos de su contrincante. Siguió
investigando sobre el escritor abandonado y supo que no había tenido mujeres,
que era muy introvertido y soso, que no realizaba ninguna actividad que no
estuviera relacionada con la lectura y la escritura. Según creía el
chino-francés no podría encontrar una mujer que lo hiciera feliz al conocer el
amor y eso era lo único que marcaba la diferencia entre los dos porque para Paul
el sexo y los sentimientos relacionados con el amor carnal eran algo que no
merecía importancia, en cambio, aquel ingenuo bloguero si se sentía atraído por
las mujeres.
Había pensado alguna vez, que el otro podría influir en él, pero desechó
rápido la idea porque se quedó inmóvil esperando algún efecto de la fuerza del
alejado chino y no sintió nada, así que quién tenía el poder de influencia era
él. Decidió cambiar sus hábitos. Era primordial perder el contacto por completo
con su rival, así que apagó su ordenador, lo guardó en el fondo del armario y
se fue a conseguir una máquina de escribir, cintas y mucho papel. Dejó de
consultar los diccionarios electrónicos y puso unas estanterías en las que fue
acomodando muchos libros. Al cabo de seis meses su habitación había perdido sus
proporciones y había dado paso a una inundación de pilas de carpetas,
cuadernos, notas, libros, revistas y periódicos. Se sentía feliz porque se
había liberado de sus preocupaciones y su actividad narrativa era muy fecunda.
Llevó sus escritos a una editorial y le prometieron una edición de sus trabajos
con tiradas muy limitadas al principio, pero con las buenas perspectivas que
veían en él, le prometieron que pronto le harían publicidad. Trabajó día y
noche durante tres largos años y al final surgió el fruto de su trabajo.
Contaba con tres novelas, una colección enorme de cuentos, antologías poéticas,
traducciones y unos cuantos ensayos muy meritorios. Se podía decir que era un
escritor famoso y feliz.
En una ocasión fue a presentar uno de sus nuevos libros en una cafetería,
famosa por las grandes personalidades del mundo de la cultura que se daban cita
allí, y vio a un hombre con la cara redonda y plana, con los ojos rasgados y
una perilla, era muy parecido a su contendiente. Lo vio y no comprendió por qué
le llamaba tanto la atención, entonces una campanita sonó en el fondo de su
memoria y se abrió una puerta que fue dejando ver al hombre que tanto había
odiado por copiarle sus escritos. Por fortuna, el hombre que estaba en la fila
para pedirle su autógrafo no era ni chino ni francés, sino un simple emigrante coreano
que iba acompañado de su esposa y ésta era la que le insistía que pidiera el
autógrafo a Paul porque a ella le daba vergüenza. Firmó el libro para una tal
Marie y entregó el ejemplar preguntando, por si las dudas. “¿Usted escribe, por
casualidad?”. No, de ninguna manera—contestó el emigrante con acento oriental. Las
ventas fueron un éxito y al terminarse los ejemplares que tenían previstos para
ese día, Paul se levantó y se fue a su casa. Sintió la necesidad de
resquebrajar el silencio que reinaba en su piso, por eso encendió la radio y se
dejó llevar por las notas suaves y alargadas del intermezzo de la Caballería
Rusticana de Pietro Mascagni. Al terminar la melodía sintió la necesidad de
escribir y llenar el ambiente con los golpeteos de su máquina de escribir, pero
no pudo hacerlo porque apareció sentado frente a él Jean Lee. “¿Qué ha sido de
ti, Jean Lee? —le preguntó mirando su aspecto cansado y encorvado—. Perdóname
por haberte dejado. Era la envidia y el orgullo lo que me obligaron a romper
nuestra relación, es decir, nuestra conexión—. Esperó sin resultado que Lee le
respondiera porque, aunque su imagen seguía ahí, era imposible esperar que
hablara, ya que la silueta era sólo el producto de su imaginación.
Decidió sacar el ordenador y buscar el viejo blog que le había mostrado los
trabajos de Lee. Escribió en el buscador el enlace y se abrió la página.
Entonces, a pesar de que en la radio estaban las notas precipitadas de Mozart
que tintineaban como gotas de lluvia, Paul sintió pena del color del plomo. Sus
ojos se detuvieron en el texto de la última entrada. No había nuevas y esa
publicación fue la última que vio cuando tomó la decisión de comprarse su
máquina de escribir. Lee llevaba muchos años sin publicar nada. Eso era
terrible porque cabía la posibilidad de que también se hubiera comprado papel y
cintas y hubiera arrumbado el portátil en un armario. “!Dios mío! —gritó—¡¿Será
tan cabrón ese maldito, Jean Lee?!”.
Una fuerza arrolladora lo invadió y comenzó a buscar por todos lados a
algún escritor que publicara en francés y tuviera aspecto de chino con barbita
francesa. Buscó en los best sellers del momento, los blogs de literatura, en
los suplementos culturales, en las revistas y en las bibliotecas. Se le hizo un
hábito buscar a Lee, pero no tuvo suerte en sus pesquisas. Pasaron los años y
Paul siguió con la duda. No sabía si Lee se había dedicado a la escritura y era
elogiado al otro lado del mundo. Paul hizo un viaje por Oriente en busca de
algún famoso escritor que coincidiera con las señas de Lee, pero no encontró
nada. Contrató traductores por si su extrañado fantasma pudiera haber publicado
en chino, pero no halló ni una pizca de sus escritos. Pasaron los años y Paul siguió
con la esperanza de encontrar algo, pero no fue posible. Aunque Paul García había
cambiado sus hábitos de escritura volviendo al ordenador, no pudo conectar de
nuevo su destino con el de Lee. En muchas ocasiones se le amargaban las tardes
por la frustración de la duda. Veía el blog abandonado con los escritos que se
iban desvaneciendo como si el ordenador se estuviera quedando sin batería.
Nunca habló con nadie sobre su deseo frustrado de unirse a ese ignorado chino y
en su trayecto firme hacía la fama siempre lamentaba que él no estuviera con él.
Se lo imaginaba acabado, con hijos, casado, encerrado, sin empleo, en un
cubículo de su casa de Pekín. Lo odiaba y amaba al mismo tiempo. Nunca escribió
nada sobre él, pero llegó a tomarlo como un compañero con quien mantenía largas
conversaciones. Algunas personas se extrañaban al oír que no se dirigía a ellos
con sus nombres, sino que les decía Lee. Nadie sabía de quién se trataba y
cuando lo corregían Paul bajaba la cabeza, se disculpaba y continuaba hablando
forzándose para no repetir el apellido de su fantasma. La duda lo martirizó, lo
avejentó y al final, lo obligó a convertirse en Jean Lee para no sufrir, pero
nunca lo logró del todo.
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