La gente me desprecia, me ofende y se asombra de las decisiones que he
tomado, bueno no de todas, más bien de las relacionadas con la maternidad y la
última que adopté. Por lo general, no soy bien recibida en los lugares donde me
presento y las personas, sobre todo las mujeres, me miran de la cabeza a los
pies para manifestarme su desprecio, pero no las tomo en cuenta, a mí me
importan un comino por moralistas falsas. Soy, para ser sincera, muy feliz.
He
ganado una batalla, un enfrentamiento que empezó hace una década cuando decidí
reunir dinero para realizar mi proyecto. Seguí los consejos que me daba mi buena
conciencia, mas no los doctores porque se habían aliado con la gente “cuerda”
que desconoce lo que es el heroísmo. Estaba consciente de mis posibilidades, la
medicina decía que era casi imposible lograr lo que yo quería y que podría
morir en el intento— ¡Ah, caray! Eso sonó a título de libro—, pero, aclaro, con
los años se fue acumulando una buena suma de dinero en mi cuenta bancaria y
aparecieron algunos artículos en los periódicos y revistas especializadas sobre
mujeres, que, como yo, aceptaban el enorme riesgo de quedar embarazadas. Mucho
tiempo me interesé por las matrices de alquiler, incluso oí una noticia sobre
una suegra que para darle una alegría a su hija estuvo de acuerdo en ofrecer su
matriz para alojar un crio inseminado y estuve a punto de caer en la tentación,
pero me dije: “Ruth eres una mujer, llevas el nombre bíblico de aquella que
prolongó su estirpe y fue sumisa, hazlo tú también, esa es tu tarea en el
mundo”. Tomé la decisión, era una quincuagenaria y para cuando lograra mi
objetivo sería una señora carcacha de más de sesenta y pico de años. Me imaginé
lo que diría la prensa: “Sorprende a la humanidad, una abuela sexagenaria, con
su parto”. En lo que a mí respecta, estoy muy pasada de edad, diría que medio
rancia y guanga, pero con todo y eso, ahí está la prueba de que quien quiere,
puede.
Se preguntarán a qué viene todo esto y por qué les comento todas estas
cosas. La razón es que soy, desde el punto de vista de mis familiares y ex
amigos, una esquizofrénica, egoísta e inadaptada que sólo piensa en su
beneficio. Antes de que ustedes también me critiquen, me gustaría dar mis argumentos,
ya me los rebatirán después. ¿Alguien de ustedes recuerda lo que hizo el
soldado Desmond Doss? Es probable que no, pero si quieren informarse un poco
sobre él, vean la película del americano ese que se emborracha y les grita a
los policías en los Estados Unidos, ¿cómo se llamaba? ¡Ah! Sí, El Guilsón, creo
que se llama Mel, Mel Gibson, también tiene una película sobre la pasión de
Cristo, muy fea, por cierto. Bueno, creo que me estoy yendo por otro lado y
mejor paro aquí, para no perderme en el tema y no digan luego que si estoy loca
de verdad. Pues, bien. El famoso soldado Doss se fue a Okinawa durante la
Segunda Guerra Mundial y salvó a muchos de sus compañeros. No, no los salvó
matando japoneses, ni disparando una metralleta, ni echando granadas, sino
curándolos y sacándolos del terreno peligroso, es decir, de “La tierra de
nadie”. Eso hacen todos los soldados—me dirán, sin duda—, ¿está mal de la
cabeza o qué? A ver, déjenme explicarlo bien, pues. Ese chico Desmond era
predicador y había jurado no coger un arma en su vida, lo vi en un documental
allá por el año de 1987 y me conmovió su historia, luego como ven me influiría
su Vía Crucis para hacer lo que he hecho. Por negarse a disparar, Doss, fue
llevado a juicio y ganó la disputa. Era muy enclenque y los muchachos fornidos
se reían de él. Al final Doss se convirtió en héroe, su historia me inspiró y
me ayudó a alcanzar mi meta. ¿Por qué no se inspiró en una mujer? —se
preguntarán—. Buena pregunta, señores, pero en la vida no escoges los momentos
ni sabes cuándo te llegará la inspiración. Yo me iluminé cuando vi a ese hombre
tan guapo y sencillo hablando de sus rescates y sus heridas, sus enfermedades.
Luego, leí más cosas sobre ese misionero Adventista del Séptimo Día. Repasé su
vida y me di cuenta de sus principios. Me encontraba, también, en una guerra.
Una tierra de nadie dónde se escondían fantasmas surgidos de mi desconfianza
hacia los hombres y el tremendo ejército de mis familiares que por procurarme
el bien, me hacían un mal letal. Trataron de obligarme a casarme sin amor, me
dejaron las tareas de la casa porque tenía paciencia y talento para coser,
cocinar, hacer la limpieza, cuidar niños, atender a los abuelos y así se
comieron mi tiempo. Quedé liberada cuando ya tenía medio siglo reposando sobre
mi espalda.
Mi familia se había encargado de robarme el tiempo para conocer hombres y,
mi desconfianza, a parte de todas mis exigencias, me alejó de todos mis
pretendientes. No, no siempre fui una vieja achacosa y débil como me ven ahora.
Tuve una época en la que los hombres me acosaban, me miraban con unos ojos que
me arrancaban la ropa a tirones. No me eran indiferentes, los deseaba también,
pero llegada la hora, por una u otra razón. No podía alcanzar el final. Está
claro, a ningún hombre le gusta que le calienten la cabeza, por decirlo así, y
se iban. Nadie volvió a intentar por segunda vez, pero estoy segura de que
quien lo hubiera hecho me habría obtenido de forma incondicional. Creo que es
tarde para estar mortificándome con esas tonterías de niña mojigata y estúpida.
Una noche que no podía dormir decidí que tenía que hacer algo para realizar
mi naturaleza femenina. No había venido a este mundo nada más a limpiar
ventanas, hacer guisados y ponerle botones a la ropa. Miré a toda mi familia y
los vi casados, con hijos reuniéndose los fines de semana con toda la prole, yo
quería ser igual, pero el tren se me había ido hacía mucho. Se lo comenté a
todos mientras comíamos y la única reacción que hubo fueron gritos de sorpresa
y risas por la idea tan descabellada. No lo tomé muy a pecho y comencé a
analizar mis cualidades, mi fortaleza y mis debilidades, luego me marqué una
meta y decidí tomarlo como el proyecto de mi vida. Estaba dispuesta a todo por
tener un hijo. Diseñé mi plan, a largo plazo, imagínense nada más, una mujer
cincuentona haciendo un plan de diez años para embarazarse. Si me dicen que
estoy mal de la cabeza, lo acepto sin rechistar. Lo más duro fue no caer en
actitudes depresivas como sentirme débil, desprotegida y sola. Tampoco tenía
mucha gente de mi lado. La única que me siguió la corriente fue Dora, mi vecina,
que está como una cabra, pero tiene buen corazón. Me compartió su optimismo, me
dio ánimos, a pesar de que se preocupaba más por mi salud que por mi proyecto.
A ella le agradezco haber podido seguir con esto, de todo corazón lo digo, si
no hubiera estado ella, todo se habría ido al carajo. El mejor momento fue
cuando me convenció de ver mi problema como algo distante, como si no fuera yo
la loca anciana que se quiere embarazar para ser feliz viendo a sus hijos, sino
como otra persona. Muchos me lo han echado en cara. Señora—me dicen con unos
ojos saltones de sapo—usted es una egoísta que por rejuvenecerse unos años está
dispuesta a traer a un pobre niño al mundo y este no verá a su madre cuando
llegue a los diez años. Sí, señores— les contesto—tienen razón, pero no lo hago
por eso. No siquiera conocen mis razones, así que cállense la boca y vayan a
regañar a sus abuelas. Aquí nadie quiso ayudarme en nada. Los doctores se
rieron de mí y me dijeron que lo olvidara, así que tuve que ir al extranjero.
Me llevé un dineral y descubrí que los americanos estaban de acuerdo en
hacerlo. ¡Menudo chasco me llevé! Toda la vida echándoles en cara los problemas
del planeta y vienen a darme precisamente lo que les pido.
Me leyeron la lista de posibles
complicaciones, me hicieron firmar un documento en el que los eximía de cualquier
problema que pudiera surgir, me metieron a una habitación y me hicieron el in
vitro. Volví feliz a mi casa, mis familiares notaron mi cambio de humor. Primero,
estaba feliz, pero luego se preocuparon todos cuando me comencé a marear,
cuando me asaltaban los vómitos. Las primeras en quedarse blancas por la
sorpresa fueron mi hermana y mis sobrinas que notaron los síntomas del
embarazo. Pusieron el grito en el cielo, nadie me quería ver y si se acercaban
era para gritarme y decirme que era una locura, que mejor hubiera sido suicidarme. Fuera por preocupación, miedo u odio, todos
se alejaron de mí. Salió en mi ayuda Nora, con su apoyo salí adelante porque hasta
antes de los cólicos nadie se me acercó. Todos estaban indignados por mi
persistencia, por esa terquedad de querer tener hijos y no abortar, pero no
sabían que había gastado cincuenta mil dólares por el tratamiento y no los iba
a tirar a la basura nada más porque me decían que mi acto era inmoral. Al final,
me trajeron anteayer, el doctor me dijo que haría una cesárea. Me revisaron
todo y me llevaron al quirófano. Me anestesiaron y cuando desperté ya tenía
toda la panza rajada. Les pregunté por los niños. Uno pesó casi tres kilos y el
otro es un poco más flaco, pero están bien de salud. Ya he logrado lo que
quería, ahora me toca enfrentar la realidad, se me avecinan las noches en vela,
los biberones y los montones de pañales. Eso, creo, sí que es un gran reto y si
nadie me ayuda me lo voy a tener que apechugar solita. Y, otra cosa, ni piensen
que lo hice por romper un récord y quedar allí en el Guinness, pues he oído que
hay una rusa que dio a luz con setenta años, seis más que yo. Bueno, ya no les
quito su tiempo, ahora les toca a ustedes dar su opinión. ¿Qué piensan?
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