Estábamos en una reunión de amigos y alguien sacó a la conversación el
ingenio de Joël Henry, llamado el viajero dadaísta, y sus viajes
experimentales. Nos enteramos de que había una forma muy divertida de pasar el
tiempo con pequeñas tareas para realizar viajes que iban desde un simple
zigzagueo, girando primero a la derecha, luego a la izquierda, después otra vez
a la derecha y así hasta llegar a un lugar sin paso; hasta los más divertidos como
el del ero-turismo o el flechazo, en el que una pareja se va a una ciudad y, al
llegar, cada uno coge una dirección contraria. El objetivo es encontrarse unas
horas más tarde por casualidad y, al converger en un punto indeterminado,
renace el amor con más fuerza. Nos
pareció muy romántico a Sandra y a mí, incluso pensamos, sin decírnoslo el uno
al otro, realizar “El enamoramiento recuperado”, que era como Andrés llamaba a
ese reencuentro en una ciudad desconocida. Pasó una semana y le dije a Sandra
que me gustaría que nuestro amor, el cual estaba sufriendo un proceso de
transformación— en realidad, quería decirle que necesitábamos reavivar el fuego
de la pasión o se nos iría todo al traste—, se reviviera y era imprescindible
hacer algo con urgencia. Ella sólo dijo que pronto sería catorce de febrero,
que podíamos reunir un poco de dinero y, tal vez, si lo permitía el trabajo,
viajar a algún sitio cercano. Sería posible pedir unos días en la oficina—le
dije emocionado—, olvidarlo todo y dedicarnos a atizarle el fuego a nuestro
amor. ¿Qué te parece? Sí, de acuerdo—me dijo apretándose a mí como si fuéramos
dos críos y estuviéramos a punto de realizar algo extraordinario.
Comenzamos a buscar alguna ciudad cercana a la que se pudiera viajar por un
precio módico y que fuera romántica. Decidimos que lo ideal sería ir a Praga,
una ciudad interesante, menos romántica que París o Venecia, pero con mucho
encanto. Compramos una guía turística que estaba de oferta, revisamos los
hoteles, aclaramos todos los detalles y decidimos salir el día de los
enamorados de madrugada.
El avión hizo casi tres horas y en el aeropuerto nos ofrecieron alquilar, por
un precio muy módico, un piso pequeño cerca de la ciudad vieja. Nos dieron una
dirección se la mostramos a un taxista y llegamos a la ciudad pronto porque
estábamos a sólo diez kilómetros del centro. En una oficina una chica que
hablaba un poco de español nos dio un recibo y las llaves de un apartamento que
se encontraba a unas cuadras de allí. Sandra estaba reluciente, parecía que el
viaje le había servido para florecer como una rosa por la mañana abriendo sus
pétalos al mundo. Su habitual sabor matutino, que duraba hasta la tarde, había cambiado
de agrio a dulce y estaba un poco empalagosa y muy emocionada. No nos costó
mucho encontrar el pequeño piso que tenía poco mobiliario, estaba en la tercera
planta y era acogedor. Acomodamos la aparatosa maleta que llevábamos y nos
dispusimos a iniciar el experimento del reencuentro. Sandra se arropó mucho
porque estábamos a unos dos grados bajo cero. Habíamos consultado mucho sobre
la mejor forma de vestirnos para el frío y teníamos un montón de ropa caliente.
Ella se puso un gorro de lana blanco, su chaquetón azul celeste de plumas y
unos pantalones para montaña que hacían ruido al caminar, se puso sus guantes y
sus botas, cogió su bolso y salimos.
En un cruce nos despedimos sin besarnos y me asaltó la idea tonta de que
este tipo de viajes experimentales era magnífico, sin embargo, se debía planear
con cuidado, ya que de haber viajado a Roma o la Habana, Sandra se habría
perdido con algún Mastroianni o un mulato romántico con cuerpo de atleta. Por
fortuna, los checos —pensé—son más fríos y no cortejarían a mi novia cuando la
vieran paseándose por las calles con su ropa de alpinista y su aspecto
distraído. De alguna manera, mi sentido común me dijo que Sandra iría primero a
ver algunas cosas en las tiendas, sonaba raro, pero conociendo su debilidad por
los trapos era lo más probable, luego se iría a la ciudad vieja y ahí nos
encontraríamos sin duda, pues la posibilidad de vernos en el puente Carluv Most
era del cien por ciento porque estábamos cerca de una calle que daba
directamente a él. Me reí por lo ridículo de imaginar que estaríamos dando
vueltas por la tarde cerca del puente para encontrarnos y volver excitados al
pequeño lecho de amor que nos estaba esperando en un edificio viejo.
La vi alejarse, iba balanceando los brazos como si fuera a emprender una
gran ruta de caminata. Había una pendiente y al subirla contoneaba sus
prominentes caderas que le daban más voluptuosidad a su inflado pantalón rosa.
Me imaginé su cara y tuve la certeza de que se iba riendo. Tenía unos dientes
grandes y bien alineados, sus pestañas eran negrísimas y sus labios carnosos,
lo único que desafinaba en su hermoso rostro ovalado era la nariz que, por
herencia de un pariente árabe, era muy larga y se había posesionado de una gran
superficie del rostro y vigilaba los olores con su forma de gancho y las fosas
siempre abiertas. Desapareció detrás de una esquina. Respiré y sentí el olor de
la ciudad, era muy diferente al de Madrid. Emprendí mi marcha en sentido
contrario al de Sandra. Vi en el mapa que la estación del metro más cercana
estaba en la ruta de mi novia, así que no le costaría trabajo ir al centro a
ver lo que deseaba. Calculé que en unas dos horas y media ya se habría aburrido
de mirar sin poder comprar mucho, por lo que descansaría tomándose un capuchino
en alguna cafetería de los centros comerciales y luego emprendería el trayecto
de vuelta para encontrarme en el casco viejo al final del puente de Carluv Most.
Seguro que ella pensaba que yo iría a buscar los museos y fisgonear por las
calles aledañas para irme perdiendo un poco en la selva de asfalto, como llama
a las ciudades toda la gente cuando se refiere a las metrópolis, y luego iría a
visitar la catedral para tomarle fotos al reloj astronómico. No estaba
equivocada y, al parecer, había leído mis pensamientos o, peor aún, tal vez yo
se lo había comentado diciéndole mi plan con la voz e imaginándome una ruta
diferente con los pensamientos. En fin, estábamos allí para recuperar nuestro
amor y eso era lo que más me importaba.
Caminé por una calle que se cruzaba con otra que daba al museo de Alfonso
Mucha de quien había visto alguna vez un cuadro llamado “Job” y me había
encantado su estilo porque era como las ilustraciones publicitarias de
principios del siglo veinte y, además, resultaba muy atractivo por la belleza
tan especial de la modelo. Necesitaba impregnarme de ese optimismo, persuasión
y buen gusto que desbordaban sus ilustraciones. Fui despacio por la estrecha calle
Milantrichova observando los escaparates de los comercios de cristalería y me
detuve frente a una puerta, a través de la que vi un anuncio que decía “Museum”
y en la parte superior del cartel había un cuadrado con la siguiente
descripción “Máquinas del sexo”, que se refería más a los artefactos que a las
máquinas para hacer gozar a la gente. Quería pasar de largo, pero algo me
detuvo y me obligó a entrar, no era el morbo ni la lívido, que llevaba
padeciendo el insomnio varios días, sino el simple hecho de que era igual a la
entrada a una papelería. Me pareció ver un aparato de hierro del tipo de los que
se usaban para torturar en la Edad Media, pensé en la falta de sentido estético
que tenían los checos, pues no le habían dotado nada de erotismo a su aparato
para evitar que se le pusiera la piel de gallina a cualquier espectador que no
supiera los usos sexuales del armatoste. Mucho después, supe que los herreros
de la ciudad eran muy famosos y se conservaba la tradición de hacer pequeños
objetos de hierro en la plaza del casco antiguo y los domingos se les podía
encargar a los forjadores del metal que hicieran alguna figura como souvenir. Decidí
comprar una entrada al museo de artefactos sexuales para ver de cerca el
horroroso mecanismo metálico. Calculé el tiempo que me tardaría en llegar a ver
las pancartas de Alfonso Mucha, que se encontraban a unas dos cuadras de ahí.
Vi unos cinturones de castidad dentados en los orificios por donde orinaban las
mujeres, corsés y reproducciones de goma y madera de las partes íntimas del
hombre. Había un ridículo sillón que indicaba con un termómetro muy grande el
grado de pasión de los que se sentaban en él y los turistas se aposentaban sólo
para sacarse fotos. No había mucha gente, llegué a la enorme silla de hierro
que no era tan antigua como pensaba y servía sólo para que la mujer se apoyara
de forma cómoda en cuatro patas. Perdí el interés de inmediato. Salí con la
determinación de borrar esas absurdas imágenes de mi mente. Caminé hacia el
museo de Alfonso Mucha, pasé cerca del museo del comunismo, pero no me atrajo
mucho la idea de ver los carteles de estilo realista soviético y seguí mi
trayecto por la calle adoquinada hasta que llegué a Panská, vi una banderola
con el nombre del artista checo y llegué hasta la entrada.
“Las estaciones del año” y “El día”
me encantaron y se me despertó el deseo de comprar un biombo y las
reproducciones de esas obras en poster para pegárselos y ponerlo en el
dormitorio conyugal cuando pudiera adquirir un piso. Me imaginé a Sandra
saliendo de la mampara con una bata como la de Ete en las cuatro estaciones.
Terminé de ver toda la exposición, compré un libro de ilustraciones, una
camiseta y unos imanes, luego salí y me dirigí al puente de Carluv Most. Habían
pasado más de tres horas y pensé que Sandra ya estaría esperándome en medio del
río Vitava al lado de una estatua de las que embellecen la construcción
arquitectónica que une la parte vieja de la ciudad con la nueva. Recorrí dos
veces, sin éxito, el puente bajo la mirada de los personajes bíblicos que ahí se
encuentran petrificados atentos de los turistas, quienes sólo se interesan en
tomarles todo tipo de fotografías. Decidí que la curiosidad habría llevado a
Sandra hasta el Castillo y estaría muy cerca del reloj donde pensaba que me
encontraría yo. No la vi y estuve buscándola en la Plaza de la ciudad vieja más
de una hora. Al final, decidí sentarme a un lado del monumento dedicado a Jan
Hus, un reformador religioso que murió en la hoguera por sus ideas, tal vez por
la misma razón que San Valentín. Empezaba a oscurecer cuando noté el cuerpo un
poco encorvado de Sandra, sus movimientos eran inconfundibles. Di un grito de
alegría y corrí hasta ella. Estaba de muy mal humor, pero el hecho de vernos
después de tantas horas de búsqueda inútil nos alegró mucho y, sí, en realidad
sentimos el fuerte pinchazo de Cupido.
Nos abrazamos y después de un largo beso empecé a ver cosas en ella que
antes no había notado. Lo primero era la cara de Sandra que se había hecho un
poco más delgada y pálida, su nariz se había reducido, ya no se le notaba tanto
el abultado tabique, su sonrisa seguía siendo la misma pero sus ojos se habían
puesto un poco aceitunados. Ella notó mi sorpresa y dijo que eran unas
lentillas que se había comprado y que el empleado de la óptica le había dicho
que ese color le quedaba magnífico. Se lo confirmé con un beso y nos fuimos a
cenar. Probé una sopa que servían en un pan negro hueco al que llamaban
Gouliash. Sandra fue más modesta con su orden, pero se nos subió a la cabeza
una bebida que el camarero llamaba červená y eran de color rojo oscuro por la mezcla
de becherovka con zumo de grosellas. Salimos del restaurante riéndonos como bobos.
Era el efecto del amor. En el piso nos entregamos a la pasión y nos quedamos
dormidos cerca de la madrugada.
Teníamos el día libre y por eso no nos importó levantarnos muy tarde.
Salimos y el dolor de cabeza se nos fue quitando por el efecto de las aspirinas
que tuvimos que tomar. Paseamos y vimos los hermosos paisajes medievales de la
ciudad, lamentábamos mucho tener que irnos tan pronto. Bueno—dijo Sandra en voz
muy baja—el objetivo se ha cumplido, ¿no? Sólo veníamos por ese efecto amoroso
de Cupido. Sí—le respondí—, pero me gustaría quedarme aquí y no volver a
Madrid. Si tan sólo pudiéramos encontrar algo en que ocuparnos, podríamos permanecer
un año, tal vez más. Nuestro amor crecería, formaríamos una familia, tendríamos
hijos. Un silencio pesado y gris nos hizo bajar la vista. No podíamos hacerlo,
el avión salía esa noche y no llevábamos mucho dinero.
Sacamos fotos de todo lo que nos pareció interesante, nos pusimos de
acuerdo para contarles a nuestros amigos la versión oficial de nuestra aventura
en la que había resucitado nuestro amor. Le hice un sinfín de preguntas a
Sandra sobre las cosas que había visto, ella también me interrogó y, al final,
la historia quedó terminada. Llegamos al piso y preparamos nuestras cosas para
salir. Llegó un taxi para llevarnos al aeropuerto, pero en las escaleras una
mujer madura nos preguntó por nuestra procedencia. Le respondimos sin ponerle
mucha atención, sin embargo, ella se alegró mucho al saber que éramos sus
coterráneos y nos pidió que la escucháramos unos minutos, nos condujo a su piso
y nos sirvió un poco de té. Le comentamos lo del taxi y ella se ofreció a llevarnos
en su coche en cuanto termináramos la conversación. Nos negamos. Cuando estábamos a punto de salir, la mujer
mirándonos con ojos de detective nos preguntó si no nos gustaría quedarnos,
pues necesitaba gente que le ayudara en sus asuntos y al enterarse de que
éramos recién egresados de la facultad de derecho nos dijo que nos pagaría por
los servicios y trabajaríamos en su oficina. Decirle que sí tenía varios
inconvenientes porque tendríamos que buscar la forma de regular nuestra
condición migratoria, buscar un piso y aprender el idioma que nos sonaba
rarísimo. Florence, que era como se llamaba esa mujer, hija de una española y
un alemán aventurero, dijo que todo sería muy sencillo. Lo pensamos mucho en la
cabeza, pero en tiempo real nos costó unos cuantos minutos decir que sí. Despachamos
al taxista y conversamos sobre los detalles de nuestra nueva situación de
empleados de la gentil Florence.
Pasaron los días y Sandra se fue transformando con cada salida del bastidor
con las imágenes de Mucha que puse enfrente de nuestra cama. Su cuerpo se hizo
muy fértil por las noches de pasión arrebatada y se embarazó. Cambió su forma
de hablar, se acortó su pelo, se le desarrolló un exagerado instinto maternal,
su dedicación y empeño en el hogar empezó a llenar nuestra vida de alegría y
olores y sabores nuevos. Dos años más tarde nuestros amigos nos recibieron con
mucha curiosidad, aunque estaban al tanto de nuestros cambios, gracias a los
correos y las fotos en las páginas de las redes sociales, les dio gusto ver el
efecto de “El flechazo”.
En una velada repasamos algunos recuerdos de aquella tarde en que salieron
a colación las ideas de Joël Henry y de nuevo nos asaltó la curiosidad. Andrés y su nueva novia, Lourdes, se quedaron
pensando en los viajes experimentales que llevaban el nombre de “literario” y “Cinematográfico”,
los dos como reconstrucción de los capítulos de una novela, el primero, y la filmación
sin cámara de un escenario de una película, el segundo. Empezó una tormenta de
ideas, luego los títulos de libros y películas, en la enmarañada nube de
nombres hubo uno que se les quedó atravesado en la cabeza a los dos tórtolos
sin que lo pudieran eliminar. Sí—dijo Lourdes—. “Vacaciones en Roma”, no
estaría mal, nada mal. Sí—dijo Andrés—“Roman Holiday”, yo seré el periodista y
tú mi princesa…
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