Hundido en un hueco del bote, Saúl, miraba el cielo. Su rostro estaba
iluminado por un trozo de luna que lo alumbraba como la luz de una lámpara
vieja que se filtra por una rendija. Sus pensamientos estaban anclados en la
isla que había abandonado el día anterior. Se repetía con intermitencia la
imagen de Joselyn en su mente y la sensación del beso de despedida no lo había
abandonado ni un solo minuto.
Había estado trabajando en secreto con Joan, un
avispado en navegación, y otros tres hombres que habían decidido irse del país
para adquirir la nacionalidad en la tierra prometida. Todos llevaban bien
guardado su sueño americano y en ese momento lo veían con claridad arrullados
por el tranquilo mar que los había ido arrastrando hacia Miami. Él quería ser
músico, formar un grupo y vender miles de discos, ser famoso y aparecer en
revistas, en Internet y la tele. Quería que todos se enteraran de quién era.
Todo—se decía a sí mismo—, menos traidor. He idolatrado al Che, he cantado con
Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, he escuchado los discursos de Fidel y he
recitado las consignas, todas.
Hacía frío y el raído jersey que le habían prestado no lo calentaba en
absoluto, por eso le cascabeleaban un poco los dientes. Por el día, el trapo de
estambre lo cubría mal del sol y por la noche no le servía de mucho, pero ese
insignificante sufrimiento no era nada comparado con el de ver sus ilusiones
encerradas en una jaula, revoloteando sin parar, agitando la cabeza. Eso le
producía dolor en el alma, la repetición de sus hipótesis y sus condicionales.
Fue esa la razón que lo impulsó a salir a mar abierto en busca de la libertad.
No lo detuvieron las lágrimas de su novia, quien lloraba de amargura y de
ilusión. Ella sonreía de alegría al ver al muchacho valiente y lloraba por la
separación. “Nollorej Joseling, tejulo que vendré polti, lo plometo”—le dijo
soltándose de sus manos, mientras ella lo iba dejando marchar con cara de resignación.
Esa imagen de Joselyn agitando la mano y reduciéndose de tamaño, muy
despacio, fue lo que le hirió el corazón. Sabía perfectamente que la llamaría
en cuanto estuviera a salvo y con los primeros dólares que ganara le mandaría
un pasaje para que se uniera a él. No sabía exactamente cómo lo haría, pero
ella llegaría a los Estados Unidos lo más pronto posible. El arrullo del mar,
los recuerdos y la humedad calándole los huesos eran su única realidad. No
pensaba en otra cosa más que en su objetivo. Se dio cuenta de que Joan lo
miraba de reojo.
Saúl respondió con un movimiento de cabeza y cerró los ojos, pero no se
pudo dormir. Siguió con su ilusión, saboreándola como si fuera un caramelo
formado por su dulce novia, el embriagante éxito y la ostentosa prosperidad. Al
notar que empezaba a amanecer, Joan, les golpeó los pies a sus compañeros. Un
poco adormilados lo vieron como a un extraño, pero el dedo índice alargado
hacia el frente les dijo todo. “Nojodachico, ¿nosva a decil que ya llegamo?”-
La respuesta fue que sí, que faltaban unos kilómetros, pero que había que rezar
para que nadie los detuviera y los hiciera dar la vuelta. No llevaban
binóculos, ni ningún objeto que los pudiera ayudar a localizar a los
guardacostas. Joan con determinación encendió el motor y dirigió el timón hacia
el frente. Se veía tierra, se sentía como Pinzón anunciando el final de la
larga travesía trasatlántica. Para ellos en cierto modo había sido igual el
riesgo. Habían visto a la muerte rondando en forma de tiburón. Primero la
aleta, luego la sonrisa sarcástica asomándose como un espectro que surge de debajo
del agua. Los duros embistes de la bestia y las manos apretadas a los bordes
del bote para no caer.
Se levantaron y comenzaron a gritar de felicidad, ya no
es nada, son unos dos kilómetros. Con los dientes pelones y el pelo en forma de
vela, Saúl, miraba con atención la orilla. Un sonido horrible los enfrió. Una
sirena. Era el colmo. Eso no les podía pasar en ese momento. ¿Por qué no los
habían encontrado atrás? Ya era tarde para todos. Joan aumentó la velocidad y
el bote empezó a dar trompicones, era muy difícil mantenerse aferrado a la
embarcación, las fuerzas le fallaron a Saúl y cayó al agua. No hubo oportunidad
de detenerse a rescatarlo, los guarda fronteras estaban pisándoles los talones.
“Sálvate, Saú peldónanopol favó”. Fue lo único que oyó cuando las olas lo
empezaron a balancear. Se echó a nadar, ya no vio el bote, ni la patrulla. No
nadaba muy rápido y sentía que la distancia no se reducía. Braceó casi media
hora hasta que las fuerzas lo abandonaron. Cerró los ojos ardorosos, se sintió
derrotado, pero sintió la proximidad de unas voces caribeñas. Miró unas figuras
borrosas. Eran como él y corrían a su encuentro. Pensó que podría tratarse de
Joan y los otros tres navegantes, pero no. Era una mujer de unos cuarenta años
y unos niños. La mujerona habló sin pensar y le recriminó por haberse salido a
nado desde la isla.
“Pelo, tú estámaela cabeza. Milaque salirte anao e la isla.
Ejtá loco, ejtá loco”.
Saúl se quedó acostado en la arena con los ojos entrecerrados, recuperándose.
Se levantó cuando le alcanzaron las fuerzas y miró hacia el mar. No vio la
embarcación de sus compañeros, sólo notó el bote americano, meciéndose en el
agua. Estaba empapado, pero por ironía de la ley de migración, ya era un pies
secos. Estuvo mucho tiempo atento como un perro esperando a su dueño, pero
nadie llegó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario