Se giró al escuchar el grito de alegría de su mujer y su hija. Subió la pequeña rampa que lo separaba de la meta, se detuvo en mitad de la línea y levantó con dificultad los brazos, permaneció unos cuantos segundos así y cruzó, por último, el límite final de la agotadora competición. Le parecía increíble que sólo unos minutos antes estuviera a punto de desertar y no porque ya no tuviera la esperanza de llegar al final, sino porque las fuerzas lo habían abandonado por completo. Su voluntad era de hierro, se había sobrepuesto a todos los sufrimientos y los había vencido con valor, pero estaba sentado en la acera llorando su derrota, se encontraba sólo a medio kilómetro del final, pero no se podía mantener en pie, le temblaban las piernas y los brazos y mientras más permanecía sentado, más tieso se le ponía el tronco.
El viento frío era el enemigo que lo iba a aplastar y lo dejaría fuera de juego y de la vida. Hasta entonces sus relaciones familiares se habían estropeado por su carácter. Él tenía sus razones, era un atleta olvidado que se ganaba la vida haciendo trabajos de salvamento o soldando fierros en teleféricos o máquinas pesadas. De él dependía la seguridad económica de la familia. Se sentía mediocre, traicionado por el destino y la economía capitalista, pero un día su hijo le demostró que había un camino alternativo. Una forma de reconciliación que podía convertirlo no sólo en ídolo, sino en el padre más maravilloso del mundo. Aceptó el llamado, se enfrentó a las penalidades con la ayuda de todos sus conocidos que se asombraron por la decisión. Le ayudaron con el equipo, le dieron un asiento especial para su hijo de un material moderno, resistente y ligero, le ayudaron a diseñar una bicicleta doble y le financiaron una silla de ruedas especial para carreras. Los meses empleados en su entrenamiento y, sobre todo, la promesa a su hijo se estaba filtrando por una alcantarilla. De nada había servido nadar tres kilómetros con un bote hinchable atado a la cintura, los ciento ochenta del recorrido en bicicleta y los incompletos cuarenta y dos de carrera. Miró al cielo e imploró, pero una voz lo distrajo.
“Vamos, Papá, no podemos dejarlo aquí, levántate. ¡Estamos a unos metros de la meta!—le dijo Paul con voz firme—.”No tengo fuerzas, hijo, no me puedo mover y me tiemblan las manos y las piernas. Tengo un shock”.
No dijo más y se echó a llorar con un berrido doloroso, entonces sucedió un milagro. Paul, que nunca había logrado coordinar los movimientos de sus manos, impulsó las ruedas de la silla, primero muy despacio, y después con más determinación. Jean no lo vio y siguió con su lamentación. Luego levantó la vista y notó que su hijo se alejaba. Su cuerpo se desentumió y se levantó muy despacio como si fuera una momia. Comenzó a andar y seguir la silla que se movía muy despacio, pero a él le parecía que se desplazaba rápido. Anduvo unos treinta metros detrás y al final logró asirse a los manubrios. Empujó muy despacio y resonó una voz de alegría. “Lo vamos a lograr, papá, lo vamos a lograr”.
Con pasos lentos y con la consigna “Lo vamos a lograr” que no dejaba de sonar en boca de Paul, Jean siguió venciendo el dolor. Sus fuerzas volvieron para que lograra cubrir la última distancia. Jean sentía que era un martirio, sin embargo, veía las manos de su hijo impulsar las ruedas cuando él desfallecía. Terminó. Vio a la multitud aplaudiéndole. No le quedaban lágrimas porque las había gastado antes sentado al lado de una farola. Sabía que su mujer estaba orgullosa de él. Paul no cabía en sí de alegría porque había logrado sus sueños. Ahora su padre era un ironman, pero lo más importante es que había construido con su esfuerzo de dieciséis horas de trabajo una familia que sería inseparable. La gente los rodeó, les entregaron sus medallas y su diploma de participación.
Unas personas se tomaron fotos con ellos, les desearon lo mejor y se asombraron del esfuerzo sobrehumano que habían realizado para terminar esa larga distancia. Se quedaron a un lado. Marie abrazó a su marido y él le entregó con un suspiro y una mirada tierna el amor sincero que le había negado los últimos años. Ella le peinó los cabellos y lo besó como en la época en la que eran novios.
El viento frío era el enemigo que lo iba a aplastar y lo dejaría fuera de juego y de la vida. Hasta entonces sus relaciones familiares se habían estropeado por su carácter. Él tenía sus razones, era un atleta olvidado que se ganaba la vida haciendo trabajos de salvamento o soldando fierros en teleféricos o máquinas pesadas. De él dependía la seguridad económica de la familia. Se sentía mediocre, traicionado por el destino y la economía capitalista, pero un día su hijo le demostró que había un camino alternativo. Una forma de reconciliación que podía convertirlo no sólo en ídolo, sino en el padre más maravilloso del mundo. Aceptó el llamado, se enfrentó a las penalidades con la ayuda de todos sus conocidos que se asombraron por la decisión. Le ayudaron con el equipo, le dieron un asiento especial para su hijo de un material moderno, resistente y ligero, le ayudaron a diseñar una bicicleta doble y le financiaron una silla de ruedas especial para carreras. Los meses empleados en su entrenamiento y, sobre todo, la promesa a su hijo se estaba filtrando por una alcantarilla. De nada había servido nadar tres kilómetros con un bote hinchable atado a la cintura, los ciento ochenta del recorrido en bicicleta y los incompletos cuarenta y dos de carrera. Miró al cielo e imploró, pero una voz lo distrajo.
“Vamos, Papá, no podemos dejarlo aquí, levántate. ¡Estamos a unos metros de la meta!—le dijo Paul con voz firme—.”No tengo fuerzas, hijo, no me puedo mover y me tiemblan las manos y las piernas. Tengo un shock”.
No dijo más y se echó a llorar con un berrido doloroso, entonces sucedió un milagro. Paul, que nunca había logrado coordinar los movimientos de sus manos, impulsó las ruedas de la silla, primero muy despacio, y después con más determinación. Jean no lo vio y siguió con su lamentación. Luego levantó la vista y notó que su hijo se alejaba. Su cuerpo se desentumió y se levantó muy despacio como si fuera una momia. Comenzó a andar y seguir la silla que se movía muy despacio, pero a él le parecía que se desplazaba rápido. Anduvo unos treinta metros detrás y al final logró asirse a los manubrios. Empujó muy despacio y resonó una voz de alegría. “Lo vamos a lograr, papá, lo vamos a lograr”.
Con pasos lentos y con la consigna “Lo vamos a lograr” que no dejaba de sonar en boca de Paul, Jean siguió venciendo el dolor. Sus fuerzas volvieron para que lograra cubrir la última distancia. Jean sentía que era un martirio, sin embargo, veía las manos de su hijo impulsar las ruedas cuando él desfallecía. Terminó. Vio a la multitud aplaudiéndole. No le quedaban lágrimas porque las había gastado antes sentado al lado de una farola. Sabía que su mujer estaba orgullosa de él. Paul no cabía en sí de alegría porque había logrado sus sueños. Ahora su padre era un ironman, pero lo más importante es que había construido con su esfuerzo de dieciséis horas de trabajo una familia que sería inseparable. La gente los rodeó, les entregaron sus medallas y su diploma de participación.
Unas personas se tomaron fotos con ellos, les desearon lo mejor y se asombraron del esfuerzo sobrehumano que habían realizado para terminar esa larga distancia. Se quedaron a un lado. Marie abrazó a su marido y él le entregó con un suspiro y una mirada tierna el amor sincero que le había negado los últimos años. Ella le peinó los cabellos y lo besó como en la época en la que eran novios.
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