Desde que Martín tenía uso de razón, su abuelo había estado recitando cada cena de Nochevieja su promesa de dejar, en definitiva, el tabaco. Cada uno de enero se despertaba muy pronto, reunía sus cajetillas de cigarrillos, los metía en una bolsa del supermercado y salía a tirarlos al contenedor. Entonces comenzaba la tortura porque, fuera al lugar que fuera, siempre le preguntaban cómo iba su proyecto de librarse de su vicio. “Bien —decía con una sonrisa falsa, que parecía franca, y se alejaba para no sufrir la presión a la que lo sometían con los interrogatorios y, sobre todo, los comentarios desagradables con respecto a las personas que sí lo dejaban de verdad.
Don Jacinto había empezado a fumar a los doce años. Le había tocado vivir rodeado de chiquillos muy traviesos que lo obligaron a chupar cualquier pitillo que se encontraran, así como las colillas. Después, no se pudo desprender del mal hábito. Ahora ya tenía sesenta y siete años y en el fondo pensaba como Mark Twain cuando hizo su famosa broma sobre no fumar al dormir, no dejar de fumar durante el día y no fumar más de un cigarrillo a la vez. La única diferencia era que Twain lo había dicho al cumplir los setenta y ese era el límite de edad que don Jacinto se había puesto para vivir, no pedía más, sólo llegar a los setenta—le pedía por las noches a Dios.
No sufría de achaques y su salud era envidiable. No abusaba del alcohol, trabajaba cuando tenía la oportunidad, ayudaba en todo tipo de tareas y comía siempre de forma austera, lo que le ayudaba a no padecer de pesadez estomacal y agruras, eso sí, después de cada actividad se fumaba de tres a cuatro cigarrillos consecutivos. Martín veía con gran pesar que su abuelo, al pasar la fiesta de Reyes, volvía a comprar las cajetillas. Primero en secreto y, luego, sin inmutarse durante todo el año, pero llegado el mes de diciembre comenzaba otra vez a prometer que lo dejaría para siempre. Todos sus amigos y familiares se reían y apostaban diciendo que eso no se cumpliría nunca. Un día le dieron la mala noticia de que Blanca, su nuera, quien vivía en la misma casa, había contraído el cáncer de mama.
Todos los ojos se centraron en él como si fuera el causante de la enfermedad o, peor aún, como si él fuera la misma afección destructora de las células sanas. Nadie se lo dijo a la cara, pero las indirectas fueron tantas y tan claras que se vio obligado a fumar a escondidas y fuera de la casa. Por fortuna, Blanca se recuperó pronto con un tratamiento milagroso y aplicado a tiempo y no volvió a padecer de tumores malignos. Don Jacinto se sintió muy mal porque si bien no era el causante del daño estaba bajo la vigilancia constante de sus familiares que le exigían fumar fuera del piso y bañarse después de cada cigarrillo. La vida se hizo imposible, pero en diciembre tuvo que volver a su eterna promesa. No fumó casi todo el mes y no fue necesario que se quitara el mal olor tres veces al día bajo la ducha.
Llegó la Nochevieja y cuando iba a empezar con su conocido brindis, Blanca, sacó un estuche envuelto con papel navideño rojo y le dijo: “Con esto ya no tendrá que dejar de fumar, querido suegro”. Era una pipa electrónica con esos atomizadores modernos y boquilla de color marfil, un cargador de batería, tres frasquitos con líquidos para rellenar, de diferentes sabores y porcentajes diferentes de nicotina, el claromizador. La sacó del estuche, entre todos le leyeron las instrucciones, y le pidieron que fumara su primer pitillo electrónico. El salón se llenó del humo que salía de la boca de don Jacinto, pero a diferencia del horrible humo quemado del cigarro, el aroma era de vainilla. Don Jacinto se resignó a su nueva condición de anafe, para que no se le culpara de ser el causante de una de las más temidas enfermedades del siglo XX. Los visitantes y amigos de la familia alababan el olor de la casa y María, la esposa de Jacinto, decía que todo se lo debían a su marido que desde que había cogido la pipa, la casa olía muy bien.
Él no estaba contento con el nuevo hábito y sólo fumaba para complacer a Blanquita, quien no dejaba de llevarle frasquitos de todos los olores y sabores posibles. “Ya no gastes tanto, Blanquita” —le decía don Jacinto, pero ella le contestaba que los conseguía baratísimos en una tienda cerca del metro. No había un momento en que no le preguntaran si le gustaba el nuevo sabor de las esencias de la pipa y se reían de satisfacción al saber que el abuelo estaba en el camino de la vida sana y que el tabaco ya no representaba un peligro para su salud.
Dos años después de haber dejado el tabaco, Jacinto fue internado con una complicación renal que se le complicó mucho y fue operado. No se recuperó del todo y falleció pronto. En una de las últimas visitas, antes del fatal suceso, el doctor le preguntó a Blanca cuáles eran los hábitos de don Jacinto y ella le dijo que fumaba, pero que era una pipa electrónica inofensiva. Le contó lo bien que olía su casa y el esmero con el que había motivado a don Jacinto para usar su pipa desde la fiesta de Nochevieja en la que recibió el regalo. El doctor le preguntó por el origen de los líquidos para repostar el aparato electrónico. Ella le contestó que los compraba de oferta en una tienda. Más tarde, al revisar algunos frasquitos de aromatizador, el doctor le dijo a Blanca que los re-cargadores estaban adulterados y que contenían sustancias químicas peligrosas.
Don Jacinto había empezado a fumar a los doce años. Le había tocado vivir rodeado de chiquillos muy traviesos que lo obligaron a chupar cualquier pitillo que se encontraran, así como las colillas. Después, no se pudo desprender del mal hábito. Ahora ya tenía sesenta y siete años y en el fondo pensaba como Mark Twain cuando hizo su famosa broma sobre no fumar al dormir, no dejar de fumar durante el día y no fumar más de un cigarrillo a la vez. La única diferencia era que Twain lo había dicho al cumplir los setenta y ese era el límite de edad que don Jacinto se había puesto para vivir, no pedía más, sólo llegar a los setenta—le pedía por las noches a Dios.
No sufría de achaques y su salud era envidiable. No abusaba del alcohol, trabajaba cuando tenía la oportunidad, ayudaba en todo tipo de tareas y comía siempre de forma austera, lo que le ayudaba a no padecer de pesadez estomacal y agruras, eso sí, después de cada actividad se fumaba de tres a cuatro cigarrillos consecutivos. Martín veía con gran pesar que su abuelo, al pasar la fiesta de Reyes, volvía a comprar las cajetillas. Primero en secreto y, luego, sin inmutarse durante todo el año, pero llegado el mes de diciembre comenzaba otra vez a prometer que lo dejaría para siempre. Todos sus amigos y familiares se reían y apostaban diciendo que eso no se cumpliría nunca. Un día le dieron la mala noticia de que Blanca, su nuera, quien vivía en la misma casa, había contraído el cáncer de mama.
Todos los ojos se centraron en él como si fuera el causante de la enfermedad o, peor aún, como si él fuera la misma afección destructora de las células sanas. Nadie se lo dijo a la cara, pero las indirectas fueron tantas y tan claras que se vio obligado a fumar a escondidas y fuera de la casa. Por fortuna, Blanca se recuperó pronto con un tratamiento milagroso y aplicado a tiempo y no volvió a padecer de tumores malignos. Don Jacinto se sintió muy mal porque si bien no era el causante del daño estaba bajo la vigilancia constante de sus familiares que le exigían fumar fuera del piso y bañarse después de cada cigarrillo. La vida se hizo imposible, pero en diciembre tuvo que volver a su eterna promesa. No fumó casi todo el mes y no fue necesario que se quitara el mal olor tres veces al día bajo la ducha.
Llegó la Nochevieja y cuando iba a empezar con su conocido brindis, Blanca, sacó un estuche envuelto con papel navideño rojo y le dijo: “Con esto ya no tendrá que dejar de fumar, querido suegro”. Era una pipa electrónica con esos atomizadores modernos y boquilla de color marfil, un cargador de batería, tres frasquitos con líquidos para rellenar, de diferentes sabores y porcentajes diferentes de nicotina, el claromizador. La sacó del estuche, entre todos le leyeron las instrucciones, y le pidieron que fumara su primer pitillo electrónico. El salón se llenó del humo que salía de la boca de don Jacinto, pero a diferencia del horrible humo quemado del cigarro, el aroma era de vainilla. Don Jacinto se resignó a su nueva condición de anafe, para que no se le culpara de ser el causante de una de las más temidas enfermedades del siglo XX. Los visitantes y amigos de la familia alababan el olor de la casa y María, la esposa de Jacinto, decía que todo se lo debían a su marido que desde que había cogido la pipa, la casa olía muy bien.
Él no estaba contento con el nuevo hábito y sólo fumaba para complacer a Blanquita, quien no dejaba de llevarle frasquitos de todos los olores y sabores posibles. “Ya no gastes tanto, Blanquita” —le decía don Jacinto, pero ella le contestaba que los conseguía baratísimos en una tienda cerca del metro. No había un momento en que no le preguntaran si le gustaba el nuevo sabor de las esencias de la pipa y se reían de satisfacción al saber que el abuelo estaba en el camino de la vida sana y que el tabaco ya no representaba un peligro para su salud.
Dos años después de haber dejado el tabaco, Jacinto fue internado con una complicación renal que se le complicó mucho y fue operado. No se recuperó del todo y falleció pronto. En una de las últimas visitas, antes del fatal suceso, el doctor le preguntó a Blanca cuáles eran los hábitos de don Jacinto y ella le dijo que fumaba, pero que era una pipa electrónica inofensiva. Le contó lo bien que olía su casa y el esmero con el que había motivado a don Jacinto para usar su pipa desde la fiesta de Nochevieja en la que recibió el regalo. El doctor le preguntó por el origen de los líquidos para repostar el aparato electrónico. Ella le contestó que los compraba de oferta en una tienda. Más tarde, al revisar algunos frasquitos de aromatizador, el doctor le dijo a Blanca que los re-cargadores estaban adulterados y que contenían sustancias químicas peligrosas.
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