Cuando mis amigos me preguntan por la experiencia más extraña de mi vida, pienso un poco y les relato lo que me sucedió en Moldavia cuando viajé para trabajar en un campo donde crecían los melocotones y las ciruelas. En Kishiniov estaba el sitio en el que me dediqué a la recolección de frutas. Laboré un mes completo y conocí a mis mejores amigos de la universidad, nos lo pasamos muy bien, pero en la última semana de nuestra permanencia sucedieron cosas que le pondrían a cualquiera los pelos de punta.
Resulta que en el campamento apareció una mujer poeta, muy morena con el pelo rizado y muy negro, que se quedó grabada en mis recuerdos por su hermosa voz y su vestido blanco. Se paseaba por las noches recitando versos de Baudelaire y pasajes de los libros de Gautier. Mi compañero Rodrigo reconoció los poemas de inmediato porque había escrito un ensayo que hacía referencia a esos dos grandes escritores a los que unía una fuerte amistad.
“Ellos—me susurraba mi compañero antes de dormirnos—habían decidido acabar con su existencia bebiendo, enamorándose de todas las mujeres e inhalando el humo de un narguile con una mezcla de vainilla y opio”.
En cuanto se hacía de noche el viento tibio de la tarde se enfriaba y el susurro de la brisa escarchada nos obligaba a protegernos debajo de las mantas, luego al apagarse las luces de los dormitorios una farola apuntaba hacia nuestra ventana y se comenzaba a formar una figura en los cristales. No tenía una apariencia tétrica ni mucho menos, yo diría que se parecía a la mujer que veíamos de lejos y que declamaba mientras vagaba por los campos durante el día con su gran melena, su falda almidonada y sus brazos morenos que delicadamente se movían al ritmo de sus caderas. En ninguna ocasión logramos verla de cerca en la noche, pero como hombres mis compañeros y yo sabíamos a la perfección que podría convertirse en una loba y se transformaría en una fiera si pudiera recostarse con alguien en una cama. Esa agradable imagen que nos dejaba por el día, nos instigaba en las noches, nos molía el vientre y nos entraba por los oídos con su cántico.
¿Un canto de sirena? —me preguntan ustedes—. Sí, creo que podríamos compararlo con eso, pues quien lo oyó de cerca y miró los profundos ojos verdes y la sonrisa blanca de la poetisa y no pudo resistirse, porque salió de noche a buscarla, el profesor Vladimir Shustikov, desapareció para siempre. Así como lo oyen. A nosotros nos dijeron que había tenido que quedarse a cumplir con algunos requisitos burocráticos, pero tres meses después en la facultad no apareció. Se había borrado del mapa. Preguntamos en la cátedra de lenguas extranjeras y nos dijeron que lo habían contratado en otra universidad. Con el tiempo hasta sus fotografías, que colgaban en el tablón de los académicos honorables, se convirtieron en polilla. Todos mis compañeros volvieron a su país y el único que siguió residiendo en Moscú no puede dar fe, ni seña, ni santo de aquel ilustre catedrático con peinado gallináceo y traje gris pescado que nos hablaba de la mitología antigua con tanto énfasis y que nos hacía sentir transportados a Atenas, Creta y Troya.
No habría pensado nunca más en aquel profesor porque de hecho ya lo había olvidado, sin embargo, hace unos años, cuando me invitaron al trigésimo aniversario de nuestra Alma mater, oí que alguien había vuelto de Moldavia y había contado la siguiente historia:
“Aparecen como fantasmas por las noches a la luz de la luna, caminan abrazados y recitan en francés, se oye su declamación como un canto. Ella siempre va de blanco y descalza, él con aspecto gallardo la abraza, se elevan en el aire y desaparecen. Eso pasa cada vez que hay luna nueva. La gente los evita porque dicen que quienes los han encontrado en su trayecto han desaparecido para siempre. Nadie sabe si creerlo o no, pero por si las dudas todos se alejan de ellos. Durante el día no se les ve”.
¿Ustedes qué piensan, queridos amigos? ¿Les parece que todo lo he inventado? ¿Cierto? Vayan a ese campo de ciruelos y melocotoneros y busquen un refugio donde hay dos pequeñas construcciones de tres plantas, una cancha de voleibol y un comedor. Pregunten por el profesor Vladimir Shustikov y la poetisa y entonces oirán lo mismo que yo les he contado aquí.
Resulta que en el campamento apareció una mujer poeta, muy morena con el pelo rizado y muy negro, que se quedó grabada en mis recuerdos por su hermosa voz y su vestido blanco. Se paseaba por las noches recitando versos de Baudelaire y pasajes de los libros de Gautier. Mi compañero Rodrigo reconoció los poemas de inmediato porque había escrito un ensayo que hacía referencia a esos dos grandes escritores a los que unía una fuerte amistad.
“Ellos—me susurraba mi compañero antes de dormirnos—habían decidido acabar con su existencia bebiendo, enamorándose de todas las mujeres e inhalando el humo de un narguile con una mezcla de vainilla y opio”.
En cuanto se hacía de noche el viento tibio de la tarde se enfriaba y el susurro de la brisa escarchada nos obligaba a protegernos debajo de las mantas, luego al apagarse las luces de los dormitorios una farola apuntaba hacia nuestra ventana y se comenzaba a formar una figura en los cristales. No tenía una apariencia tétrica ni mucho menos, yo diría que se parecía a la mujer que veíamos de lejos y que declamaba mientras vagaba por los campos durante el día con su gran melena, su falda almidonada y sus brazos morenos que delicadamente se movían al ritmo de sus caderas. En ninguna ocasión logramos verla de cerca en la noche, pero como hombres mis compañeros y yo sabíamos a la perfección que podría convertirse en una loba y se transformaría en una fiera si pudiera recostarse con alguien en una cama. Esa agradable imagen que nos dejaba por el día, nos instigaba en las noches, nos molía el vientre y nos entraba por los oídos con su cántico.
¿Un canto de sirena? —me preguntan ustedes—. Sí, creo que podríamos compararlo con eso, pues quien lo oyó de cerca y miró los profundos ojos verdes y la sonrisa blanca de la poetisa y no pudo resistirse, porque salió de noche a buscarla, el profesor Vladimir Shustikov, desapareció para siempre. Así como lo oyen. A nosotros nos dijeron que había tenido que quedarse a cumplir con algunos requisitos burocráticos, pero tres meses después en la facultad no apareció. Se había borrado del mapa. Preguntamos en la cátedra de lenguas extranjeras y nos dijeron que lo habían contratado en otra universidad. Con el tiempo hasta sus fotografías, que colgaban en el tablón de los académicos honorables, se convirtieron en polilla. Todos mis compañeros volvieron a su país y el único que siguió residiendo en Moscú no puede dar fe, ni seña, ni santo de aquel ilustre catedrático con peinado gallináceo y traje gris pescado que nos hablaba de la mitología antigua con tanto énfasis y que nos hacía sentir transportados a Atenas, Creta y Troya.
No habría pensado nunca más en aquel profesor porque de hecho ya lo había olvidado, sin embargo, hace unos años, cuando me invitaron al trigésimo aniversario de nuestra Alma mater, oí que alguien había vuelto de Moldavia y había contado la siguiente historia:
“Aparecen como fantasmas por las noches a la luz de la luna, caminan abrazados y recitan en francés, se oye su declamación como un canto. Ella siempre va de blanco y descalza, él con aspecto gallardo la abraza, se elevan en el aire y desaparecen. Eso pasa cada vez que hay luna nueva. La gente los evita porque dicen que quienes los han encontrado en su trayecto han desaparecido para siempre. Nadie sabe si creerlo o no, pero por si las dudas todos se alejan de ellos. Durante el día no se les ve”.
¿Ustedes qué piensan, queridos amigos? ¿Les parece que todo lo he inventado? ¿Cierto? Vayan a ese campo de ciruelos y melocotoneros y busquen un refugio donde hay dos pequeñas construcciones de tres plantas, una cancha de voleibol y un comedor. Pregunten por el profesor Vladimir Shustikov y la poetisa y entonces oirán lo mismo que yo les he contado aquí.
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