"Es imposible sacarse la lotería—les decía a sus conocidos, Rogelio
Campos—deberían mejor ayudar al prójimo en lugar de perder el tiempo con sus
discusiones estúpidas".
Nadie le hacía caso. Se le tenía como a un hombre inadaptado que refunfuñaba por todo. En realidad, Rogelio, era un tipo inteligente que había hecho su carrera de sociología, pero la falta de empleo y las circunstancias de la vida, aunados a su poca capacidad para escribir ensayos y su poca paciencia lo habían orillado a llevar una vida de pordiosero con un cartel de dignidad. No era del todo pobre y hacía trabajillos de vez en cuando para ganarse la vida. Lo malo era que la mayor parte del tiempo se la pasaba en la calle, incluso en las horas más calientes del día, y renegaba del sistema capitalista, criticaba con saña a los políticos y a uno que otro burgués famoso.
Nadie le hacía caso. Se le tenía como a un hombre inadaptado que refunfuñaba por todo. En realidad, Rogelio, era un tipo inteligente que había hecho su carrera de sociología, pero la falta de empleo y las circunstancias de la vida, aunados a su poca capacidad para escribir ensayos y su poca paciencia lo habían orillado a llevar una vida de pordiosero con un cartel de dignidad. No era del todo pobre y hacía trabajillos de vez en cuando para ganarse la vida. Lo malo era que la mayor parte del tiempo se la pasaba en la calle, incluso en las horas más calientes del día, y renegaba del sistema capitalista, criticaba con saña a los políticos y a uno que otro burgués famoso.
Sus padres le habían dejado un pequeño piso muy viejo cerca del centro de
la ciudad. El mobiliario no había sido cambiado en mucho tiempo y en invierno
Rogelio pasaba un frío de los mil demonios. Tenía su rutina desde hacía diez
años. Ya no esperaba respuestas favorables en las instituciones públicas donde
había metido su currículo, pero de todas formas preguntaba. Al oír que no había
nada para él, se daba tranquilamente la vuelta y se iba recordando el año en el
que lo habían aceptado como profesor de historia en un colegio. En su tiempo
libre leía a Marx, Lenin, Engels, Keynes, Gorz y a otros filósofos y
economistas de talla mundial. Tenía la idea de que la economía, a pesar de ser
una ciencia, se regía por los caprichos de la gente adinerada y las grandes
potencias. No podía explicarse por qué cada vez que pasaba algo en la política
se devaluaba la moneda. Eso lo comentaba siempre frente a la gente y era el
aspecto principal por el que se le evitaba. Las personas sentían lástima por él,
pero el sentimiento de rechazo era más fuerte, por eso le daban para comer las
sobras de la cocina, la última moneda y la última palabra de aliento para que
superara su situación y se alejara lo más pronto posible. Rogelio se había
resignado a vivir solo, no podía establecer relaciones firmes y prolongadas con
ninguna mujer porque su aspecto descuidado y su carácter fastidioso alejaban de
inmediato al sexo débil.
En una ocasión, faltaban unos días para el sorteo de Navidad, Rogelio vio a
una mujer que con dificultad cargaba sus bolsas de comida del supermercado y se
ofreció a ayudarle. La mujer agitada y sudando por el calor aceptó y se
alejaron caminando por una estrecha calle en la que había comercios de todo
tipo. Al pasar por un estanco de la lotería, la señora Carmen Romano, que era
como se llamaba la dama, se detuvo un momento, sacó un rollo de billetes que
llevaba ocultos en el pecho y comenzó a elegir números. Rogelio de inmediato
quiso persuadirla de tirar su dinero a la basura, pero se quedó con sus
letanías amasadas en la boca sin poderlas escupir. Una vez que la señora había
elegido sus tiras de papel le dijo a Rogelio que siguieran su trayecto, pues
faltaba poco para llegar. De pronto, Rogelio sintió que Carmen enrollaba un
papel de los que había comprado y se lo puso en el bolsillo de la camisa. Él
quería devolvérselo, pero con las enormes bolsas en las manos no pudo
reaccionar y pensó que la mujer estaba haciendo algo absurdo. “Ten esto para
ver si te lo llevas tú”—le dijo con una sonrisa sarcástica. Llegaron al
edifico, subieron tres plantas y frente a una puerta blanca con mil capas de
pintura blanca, Carmen le agradeció a Rogelio su amabilidad y lo despidió.
Rogelio tenía ganas de tirar el billete a la basura, pero no se atrevió,
tampoco hubo a quien regalárselo porque las personas que le atraían al
principio resultaban presumidas y muy mal educadas, así que llegó a su casa y
metió el rollito en la gaveta de su viejo escritorio y se olvidó de él.
Pasaron los días y siguió con su vida habitual de intelectual con cara de
hombre desilusionado de la vida. En el fondo se comparaba con un engendro de los
libros de Kafka. Sentía el rechazo de la gente y cargaba resignado con todas
las miradas de reproche que le echaban encima.
Su cara que antes mostraba una
risa franca había cambiado su aspecto por una expresión semejante a la de una
persona que padece de estreñimiento. Sabía que era un revolucionario inconforme
y, de habérselo permitido el destino, habría luchado por los pobres como Robin
Hood, habría castigado a los ricos ambiciosos y habría condenado a todos los
corruptos. Pensaba en los demás con lástima, sabía a la perfección que se le
aceptaba como se acepta al perro callejero que siempre mira con ojos de
nostalgia y mueve el rabo cuando alguien descubre algo incomestible en la mesa
que se le puede dar al animal. No era rencoroso, había aceptado las cosas como
eran. Lo único que lo atormentaba eran las situaciones en las que había tenido
que limpiarse los pies sucios en el felpudo de su orgullo.
Recordaba con pesar
el entierro de sus padres, las limosnas para su operación del brazo izquierdo y
las palabras de la mujer del tendero. “Dale—le dijo a su marido Mauricio —unas
monedas al pobre Roge, no sea que se nos quede manco el pobre y habrá que
ayudarlo hasta para ir al baño”. Le pasaban también por la cabeza las
interminables ocasiones en las que le habían reprochado que no hubiera
trabajado nunca, cosa que resultaba falsa, porque había ido muchas veces a
componer tuberías y ayudar en la construcción, pero con tan mala surte que
siempre le tocaba la menor parte por ser tan desinteresado. No es que no
quisiera ser rico, lo que pasaba en realidad, era que la vida siempre lo había
mantenido en los rincones, proporcionándole disgustos, malas experiencias y
tristezas que para el caso eran lo mismo.
Rogelio había soñado siempre con darle alguna satisfacción a sus padres,
pero el destino se empeñó en que sólo les produjera mal sabor de boca y fuera una
carga insoportable. Era por su carácter rebelde. No quería aceptar el mundo tal
y como era, eso, no le había impedido algunas veces fantasear con verse rico
junto con sus padres, haciendo viajes por infinitos países gracias a su buena
salud que proporcionada por un seguro médico de primera calidad y una jugosa cuenta
en el banco. También, llegó a verse en su imaginación rodeado de mujeres hermosas,
en coches caros, codeándose con gente importante, pero todo eso se había
quedado en los años de su adolescencia, la realidad le mostró que las cosas se
podían obtener de diferentes formas. La más fácil era la deshonesta y no le
gustaba, para las demás tenía sólo algunas puertas abiertas pero el esfuerzo
para moverlas era inmenso y no le alcanzaba el empuje. Se reía con un gesto
amargo y seguía recorriendo las calles con sus zapatillas deportivas
agujeradas, su camisa de siempre y sus brazos dorados por el sol y su llamativo
pelo retorcido por la intemperie. Aunque se bañaba y lavaba su ropa, su aspecto
era muy pobre y la gente lo tomaba más como pordiosero que por un simple
infeliz desempleado.
Después del sorteo, al salir a mediodía de su casa, notó que había mucho
ajetreo en la calle. Muchas personas maldecían su mala suerte y sólo los
tenderos estaban a la espera de que les compraran más billetes con los reintegros
o los felices ganadores de premios poco importantes les invitaran una copa en
el bar como regalo de compensación. Los que conocían a Rogelio lo evitaban a
propósito para no estropearse el día con palabras realistas de contenido
pesimista. Era mejor soñar y dejarse llevar por la ilusión que poner los pies
en el suelo y afrontar la crudeza de las cosas. Pasó la tarde alejado de los
murmullos y la muchedumbre. Volvió a su casa pronto y vio un cartel enorme con el
número 19878 que era el ganador. Escupió con desprecio, bajó la cabeza y se fue
a leer para olvidar los reproches de sus tripas. Sabía que podía pedirle a Don Paco
un bocadillo de lo que le quisiera regalar, pero no estaba de humor para
soportar las absurdas charlas de bar. No quería permanecer allí hasta el cierre
del local para ofrecerse a ayudar con las sillas y la vajilla., prefería
dejarse arrastrar por su eterna depresión. Estuvo mirando unos artículos de una
revista de ciencia que se había quedado por allí. No entendió mucho de los
descubrimientos en materia de mecánica cuántica y se fue acostar.
A la mañana siguiente se fue a preparar un té de hierbas a la cocina, sacó
de la alacena una lata de galletas y vio que quedaba muy poca hierba seca en el
interior, puso a hervir un vaso de agua y buscó azúcar. No había, se tomó el té
caliente y desabrido. De pronto, se dio cuenta de que llevaba bastante tiempo
tratando de aclarar el significado de su sueño. Le daba vueltas una cifra, era
como una mosca zumbona que lleva días dándose golpetazos frente a los
cristales. Cuando salió de la ducha comprendió el significado: era la fecha de
su nacimiento. “Es una coincidencia inventada por mi mente enferma—se dijo—¿qué
se puede esperar de un mediocre fracasado como yo?”. Estuvo soportando el
hambre hasta que el orgullo se volvió a tender en el piso para que él le pasara
por encima. “¿Cuántas veces más tendré que repetir esto, Dios mío? —se preguntó
acomodándose los pelos enmarañados—. Seguro que seguiré con mi cara de payaso
triste hasta el último de mis días, ¿no es así, Señor? Se resignó por enésima
vez y bajó a buscar algunas sobras para dejar de sufrir el efecto de los jugos
gástricos revueltos. Notó en el aire preocupación, por todos lados volaba esa
sensación de que algo horrible está a punto de suceder, lo entendió por las
palabras de una señora con sombrero que hablaba con su amiga. “Fíjese nada más,
doña Evita, que el número se vendió aquí muy cerca, en el estanco de Manolo. Él
dice que se lo vendió a alguien de por aquí, pero no recuerda a quién
exactamente. —¿Se imagina si se pierde esa millonada por falta de reclamación?”
Sí —le dijo Evita—. Uno esperando toda la vida que le toque, aunque sea un
premiecito para llegar a fin de mes y esta persona le deja los millones al Estado.
Menudo imbécil lo haría.
Las dos viejas siguieron en su alegato y Rogelio vio de nuevo la cifra maléfica
de su sueño. Por alguna razón decidió volver a su casa y sacar el maldito rollo
que le había dado la señora Carmen. Al desenrollar el papel vio que era cierto.
El día, el mes y el año coincidían con el número premiado. “Sólo esto me
faltaba—se oyó decir dentro de sí—que estuviera toda la maldita vida
protestando y criticando a la sociedad y ahora me dieran una entrada para
ocupar un puesto privilegiado en los más altos escaños. Tomó una decisión.
Buscó por toda su casa monedas y billetes viejos, reunió muy poco, pero aun así
pudo comprarse unos zapatos, una camisa y unos pantalones, todo de muy baja
calidad, pero nuevo. Cogió el numerito y no pudo salir para ir a cobrarlo.
Estuvo encerrado en su laberinto de sus razonamientos. No podía soportar la
idea de que la gente cambiara de inmediato al saber que era rico. Ya veía a
todos sus conocidos ofreciéndole la mejor comida y bebida, socios improvisados
para realizar negocios juntos, mujeres que de pronto lo encontraban atractivo y
una interminable fila de personas con necesidades pidiéndole prestada una suma
de dinero.
Se encomendó a Dios para encontrar la solución, pero éste le dijo que se
leyera la Biblia y que buscara la respuesta. No lo hizo porque muchas veces
había abierto el libro sagrado al azar y siempre habían sucedido cosas malas.
“Es para forjarte, para hacerte un fiel incondicional como Job”—oía que le
decía Jehová, sin embargo, no quiso hacerle caso. Le costó varios días
encontrar el ánimo para salir a la luz pública y cuando ya habían festejado los
ganadores de los otros premios y la preocupación y el suspenso comenzaban a
transformarse en un arbusto seco, de esos de los pueblos abandonados del desierto
como los que vemos en las películas del Oeste, salió la foto de Rogelio Campos
con un enorme cheque de ocho cifras en las manos. Ya no había forma de dar
marcha atrás. Tuvo que llegar de madrugada a su casa porque sabía que la gente
lo iba a esperar para supuestamente felicitarlo y cobrarse a lo chino todos los
favores que le había hecho hasta ese día. No pudo evitar que le fueran a tocar
la puerta día y noche. Después de las felicitaciones venía la lista de
calamidades que todos tenían. Aparecieron de pronto familiares que ya creía
desparecidos y que nunca habían pensado en él, estaban aquellos a quienes no
había visto desde el fallecimiento de sus progenitores. En fin, toda la
marabunta de hormigas incansables se dirigía a él con un saludo, una
felicitación y muchas demandas de ayuda económica. Fue por eso que decidió
cambiar de residencia y dejó su piso para ir a radicar a otro lugar. Compró un
apartamento modesto, dejó en el banco una cuenta no muy gorda y el resto lo
destinó a un orfanato, una clínica y un asilo de ancianos.
Al desaparecer Rogelio surgió un torbellino de gritos que reprochaba la
conducta mísera del ganador del premio mayor. “Es un maldito
desagradecido—decían—, toda la vida manteniéndole para que ni siquiera nos dejara
un milloncito. Si hiciéramos las cuentas—comentaban otros— de lo que nos debe
el muy desgraciado no le alcanzaría su fortuna para pagarnos el buen trato que
le dimos siempre. ¡Que se pudra con sus millones —gritaban los más
despechados—, tenemos la fortuna de habérnoslo quitado de encima, el muy lacra!
Cabe mencionar que Rogelio buscó personalmente a Carmen Romano y tuvo que
sufrir el acoso de todas las vecinas que lo reconocieron y aprovecharon la
ocasión para ofrecerle la mano de sus sobrinas, hijas y hasta nietas. No la
encontró y tuvo que resignarse a buscarla, sin éxito alguno, mucho después.
El día que fue en compañía de un abogado y un notario a hacer efectivas las
donaciones, creyó que tendría una vida apacible y habitual. Pudo ser así, pero,
por desgracia, el mundo es tan pequeño que sus antiguos conocidos descubrieron
su nuevo domicilio y no dejaron de visitarlo. Al enterarse de su decisión en
favor de los desprotegidos, sus supuestos amigos, le pedían la devolución de
los regalos que le entregaban, le echaban en cara su desfachatez y con un azote
de puerta se iban a toda prisa escupiendo como si hubieran ingerido algún
veneno.
Rogelio vivía relativamente tranquilo y de forma muy modesta. Soportaba a
conciencia las críticas de sus conocidos y familiares y se aisló mucho. Lo peor
es que comenzó a tener pesadillas. Se despertaba agitado y padecía de la
tensión arterial. Había ocasiones en que deseaba desfallecer y morirse de
verdad. Era porque su inconsciente se divertía alimentando sueños con los
deseos ocultos de Rogelio, en los que había hoteles de lujo y una actriz muy
guapa que le había gustado siempre y había sido partícipe de sus sueños más
románticos. Tuvo la desgracia de encontrar a una mujer muy parecida, pues a
pesar de que la actriz era muy rica y talentosa su tipo era muy habitual. Rogelio
le propuso matrimonio en la primera cita, pero Lola, como se llamaba la hermosa
joven, era muy materialista y lo mandó a freír lo que se le pegara la gana.
Rogelio lamentó no tener sus millones para callarle la boca, llevársela a la
cama y meterla en una iglesia para hacerla su mujer. No pudo soportar que ella
lo tomara por un pelele y se prometió no volver a ver las películas de su
actriz favorita.
Fue sobrellevando las cosas y se alejó de todos. Corría a las seis de la
mañana por la playa, se tomaba un aperitivo a mediodía y soportaba los brutos
comentarios de siempre, pocas veces entraba en las conversaciones de los demás,
no tenía amigos y se dedicaba a ver películas en su casa, leer libros y
revistas. Iba al teatro una vez al mes y cuando sintió la proximidad de la
vejez recordó la casa de ancianos y decidió irse a vivir allí porque su salud
ya no era tan buena y prefería cualquier cosa a ser encontrado como aquella
momia de un hombre que estuvo cinco años descomponiéndose en su cama hasta que
lo hallaron por casualidad.
Lo recibieron muy bien en la casa de ancianos, nadie recordaba que él había
hecho una donación, pero le creyeron. Las enfermeras sintieron un poco de
rechazo hacia él, las ancianas lo evitaban y mantenían las normas de etiqueta durante
las comidas. En las salas de juegos no le invitaban a participar y sólo tomaba
parte en el dominó o el ajedrez. En una ocasión estaba jugando con unos compañeros
cuando salió a la conversación su nombre. “¿Se imaginan? —dijo un tipo al que le
parecía que había visto antes— Uno de los hombres más ricos de este país hizo
una gran donación para este asilo y no tenemos ni servilletas para limpiarnos
en las comidas, y del baño, ni hablar. Malparidos. Se aprovechan de la gente,
el dinero es como los dulces: todos los quieren y jamás se hartan de ellos,
¿verdad? “¿Quién es ese hombre de quien habla?” —preguntó un curioso—. Se
llamaba Rogelio, como usted—y señaló en dirección de su compañero de juego—,
Rogelio Campos, para ser exactos. De joven y después de terminar la
universidad, el muy holgazán se dedicó a hacer trabajillos ocasionales y
mendigar el pan. No era un pordiosero, por supuesto, pero esa era la impresión que
teníamos todos. Nadie lo quería de verdad y le brindábamos nuestra amistad por
pura compasión. Un día se sacó el gordo, ¿se imaginan? La gente se esperanzó y
creímos que Rogelio sería generoso con todos nosotros, pero el muy cabrón se
desapareció.
Ni siquiera fue al entierro de su hada madrina, Carmen Romano, llamada
“La Usurera”, que fue quien le regalo el billete. ¡El muy cabrón ni siquiera lo
compró él mismo! Todo el tiempo se quejaba del capitalismo y con su aspecto de
hippie marihuano hablaba del comunismo y no sé qué tantas tonterías. ¡Ah, pero
en cuanto tuvo la plata, se fue! No le quiso ayudar a mi comadre, que debía su
casa, ni a Don Pancho que estaba a punto de perder su negocio. Fueron tantas
cosas que nunca acabaría de contárselas. ¿Y qué hizo al final? Pues donarle el
dinero a este asilo, en el que el director es un ladrón, y a no sé cuál orfanato.
No digo que eso sea malo, pero debió velar por sus amigos, primero. A mí, por
ejemplo, me habría ayudado a salvar a mi mujer, que en paz descanse, de un
cáncer terrible.
Ahora ya es demasiado tarde para lamentarse. Me imagino que
ese hijo de su madre debe estar en una isla con todos los servicios a la puerta
y su avión privado. ¡Cuántas cosas no se habrá comprado el falso comunista ese!
En fin. Terminemos la partida…voy a cerrarlo, queridos amigos…!Mula de tres: la
luna de miel!
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