Era domingo, hacía frío y no tenía ganas de ir a trabajar. En mi empleo los
horarios están al revés: descanso cuando la gente trabaja y laboro cuando todos
descansan. Esa mañana me habían echado en cara mis hijos y mi esposa que
llevaba más de diez años estropeando sistemáticamente los fines de semana. Por
más que traté de argumentar mis razones, las caras de reproche no cambiaron y
salí odiando a medio mundo. Caminé arrastrando mi consciencia con mucho
trabajo. Maldije no haberme dedicado a otra cosa y haberme casado, traté de
imaginarme vestido de traje dirigiendo una empresa, pero ya era muy tarde para
cambiar de empleo y no tenía título de ingeniero ni mi especialidad era la
gestión de empresas.
Traté de resignarme, aceptar mi paupérrima condición y levantar el ánimo,
sin embargo, la escarcha del viento me hizo pensar que mi vida era un eterno
invierno y las estaciones del año no existían para mí, sólo para los demás
salía el sol. Subí al metro y vi la enorme escalera eléctrica que me pareció
que en lugar de ir al andén me llevaba al mismísimo infierno. Vi durmiendo a la
poca gente que en un día como aquel acudía a algún lado sin un objetivo
determinado. Llegué a mi estación y salí del vagón, seguía oprimido por el
remordimiento y el odio hacia mi condición de emigrante con un contrato de
servicio por horas.
A decir verdad, no estaba mal económicamente, ni mi trabajo
era agotador, tampoco tenía que sufrir las humillaciones de un jefe ensañado
con el personal. Lo único que me agobiaba eran esas palabras pegajosas e
incomodas de mi familia que se repetían los sábados y domingos y que me
estropeaban el desayuno. Caminé por una calle para cruzar hacia mi centro de
trabajo. Intenté cambiar las imágenes de mi cabeza por las cosas agradables que
había vivido, pero sólo acudieron los recuerdos de los edificios y avenidas que
tenía cerca y que veía todos los días. Se aparecieron unos tanques imaginarios del
día de la victoria del nueve de mayo, luego el desfile de coches apoyando al
partido democrático con sus escandalosos sonidos de claxon. Esas calles eran
así, demasiado importantes para olvidar su nombre y los acontecimientos de los
que eran testigos. Cuando iba acercándome a mi destino me hice un lavado de
coco para cambiar la cara de palo que llevaba. “Sonríe—me dije con voz suave—,
no te puedes presentar así ante quienes te están esperando”.
No pude cambiar la expresión de mi rostro con esas palabras huecas, pero un
suceso ridículo me devolvió la alegría, la esperanza y el amor. Ahora me parece
algo nimio y cómico, pero en aquel momento me impresionó por lo imprevisible
que fue. Seguía diciéndome cosas motivadoras para cambiar mi expresión, pero
todo era inútil. De pronto, vi que a mi encuentro venía una pareja. Nos fuimos
acercando y en un instante el hombre se dio cuenta de que uno de los cordones
de la zapatilla deportiva de la chica con la que iba estaba desatado. Sin
pensarlo flexionó una pierna y quedó ante ella en una posición como si fuera un
valiente caballero que va a recibir una orden ante un rey, puso la zapatilla
sobre su muslo y con cuidado fue ajustando los cordones, yo me encontraba muy
cerca y pude mirar a la chica que tenía una cara de ensueño y una risa de
alegría contenida. El hombre hizo un nudo y le preguntó muy serio si quería casarse
con ella, sin dudarlo ella sonrió y dijo que sí, él le besó la mano y ella la
retiró con sorpresa, fue cuando comprendí que la chica no había escuchado bien
lo que se le había preguntado. Sin levantarse, él repitió la pregunta, pero
esta vez de forma muy clara y en voz más alta. La chica me vio y se sonrojó,
luego volvió su mirada y respondió que sí. Después se fueron abrazados y me
empecé a reír.
Por fin, había recobrado el buen humor y sentía satisfacción por haber
presenciado una cosa ridícula que jamás nadie vería un domingo a las ocho y
media de la mañana. Se me hinchó el pecho y aceleré el paso. Trabajé mi jornada
completa con una sonrisa que no se me disolvió durante diez horas. Pensé que el
amor es un sentimiento compuesto de muchas cosas, pero es en exceso simple y un
detalle insignificante lo puede hacer surgir de forma natural e inesperada. Sé
que todo mundo me dirá que estoy mal de la cabeza, pero cada vez que encuentro
una dificultad en mis relaciones pienso en aquel tonto enamorado que no
encontró una mejor ocasión para darle rienda suelta a sus sentimientos
contenidos. Quizás esa pareja se haya divorciado, tal vez no hayan sido felices
o, por el contrario, puede ser que sigan juntos ahora mismo recordando esa
escena en la que un hombre enamorado se hincó por caballerosidad y luego
descubrió, con enorme sorpresa, lo que había estado deseando hasta ese momento.
Nunca lo he tratado de imitar y cada vez que tengo complicaciones en mi
matrimonio recuerdo esa imagen poco habitual de un domingo por la mañana,
sonrío y resignado acepto cualquier cosa que se me exija, cualquier reproche
que se me haga porque sé que el amor siempre estará allí, donde menos te lo
esperas.
¡Qué lindo e inspirador!
ResponderEliminar!Gracias!
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