Lo primero que decidí hacer después de la guerra fue encontrar el reloj que había visto en la muñeca de un soldado alemán. Lo recuerdo muy bien porque presumía en el campo de concentración de su valioso y apreciado artefacto. “Es de mi padre, cabrones, ¿lo oís? No es cualquier cosa. Pertenece a un empresario que fabrica bombas. Sí, esas mismas que están cayendo sobre las casas de vuestros familiares”.
Franz era muy blanco y
tenía unas pecas que le daban apariencia de mapache. Era fuerte y tenía muy
buen apetito. Siempre le robaba lo que podía a sus compañeros y era
extremadamente cruel. Su devoción al Reich era más fuerte que cualquier fe. Se
sabía de memoria los protocolos de los sabios de Sion y citaba algunos puntos
cuando se disponía a mandarnos a la cámara de gas. ¿Es verdad que queréis
gobernar el mundo apoderándoos de la riqueza y el oro, malditos bichos? Pues,
escuchad bien. ¡No lo podréis hacer porque todo este aparato se ha construido
para el exterminio total de la lacra del mundo!”.
Todos le teníamos miedo y
cuando percibía nuestros titubeos se acercaba muy despacio y callado. Luego se posaba
a unos centímetros de la cara y soplaba, después se reía a carcajadas. Había
quien no podía resistir su presencia y al poner un gesto de enfado era
castigado con trabajos duros y ayuno hasta la muerte. No había peor cosa que
sufrir por el fallecimiento de algún compañero y escuchar su maldita perorata
de su reloj Glashütte. Yo no era el único que deseaba con fervor su muerte. Por
las noches hubo quien tramó un atentado contra su vida y estuvieron a punto de
envenenarlo, pero se salvó y su venganza fue lo peor que nos pudo haber
sucedido. Se encargó personalmente de descargar las latas de gas de los camiones.
A muchos los puso a trabajar en los hornos y luego los rehabilitó en la
construcción de los refugios. Los que volvían parecían seres a quienes se les
había extirpado el alma. Durante las mañanas opacadas por la neblina se oían
sus pasos agresivos, nos sacaba desnudos al patio y ordenaba que nos bañaran
con agua fría. Los pocos que sobrevivimos a sus maltratos nos prometimos
encontrarlo para acabar con él.
Un día notamos que los
miembros del SS estaban en el campo dirigiendo la fuga. Se quemaban documentos,
se empacaban las cosas de valor y se destruía cualquier cosa que pudiera
comprometerlos. “Se van a largar estos malditos—dijo Joseph que no podía
mantenerse en pie por la tos tuberculosa que lo levantaba del suelo—. Ahora
verán lo que les espera”. No duró mucho y en la noche se quedó tumbado en una
litera. No nos dimos cuenta de su muerte hasta la mañana siguiente. Una prueba
que no olvidaré jamás fue la hambruna que vino cuando nos liberaron. Los rusos
nos habían quitado el yugo de los nazis, pero no tenían planeado alimentarnos
así que sobrevivimos llevándonos a la boca hierba y cosas incomestibles.
Regresé a Varsovia para
recibir las malas noticias. Con el aislamiento de cuatro años le perdí la pista
a todos los miembros de mi familia. Las puñaladas fueron cayendo poco a poco.
Mi casa quedó destruida, no quedó nadie de mi familia y me encontraba tan seco
e insensible que no pude ni siquiera llorar. Las escenas tétricas que vi en
Majdanek me dejaron hueco. Tuvieron que pasar unos años para que las lágrimas
volvieran a rodar por mis mejillas, pero eran clorhídricas, me fueron
destruyendo el rostro y envejecí demasiado. Traté de encontrar un motivo para
vivir y al hacer un repaso de mis planes recordé lo del reloj. Fue una noche en
la que me quedé dormido en el sofá y apareció ante mí un reloj de oro con una
cubierta para proteger el cristal. No era como el de Franz, pero me hizo
recordar el Glashütte. ¿Cómo había podido olvidar mi promesa? Sería por los
tranquilizantes que me tomaba como golosinas. Me había tratado de apartar del
mundo para existir en un espacio abstracto. La somnolencia me había convertido
en un autómata. Mis movimientos se repetían como programados para convertirme
en vegetal. De pronto sentí de nuevo latir el corazón. Resonaron esas palabras
amenazantes y rencorosas de Joseph. Entonces fue cuando decidí encontrar a
Franz y su maldito reloj. Ya habían comenzado hacía mucho los juicios de
Nuremberg. Fui a la embajada de Francia a preguntar sobre los prófugos de la II
Guerra Mundial y si sabían algo de Franz Schwerin. No me pudieron dar ninguna
información, pero me recomendaron que me pusiera en contacto con el Centro de
documentación judía de Viena. Así lo hice y me dijeron que tenían pistas de
Franz quien se encontraba en Buenos Aires. Estaba muy lejos y no me imaginaba
como podría ir a buscarlo. Con las pocas fuerzas que tenía no podía hacer esa
travesía. Decidí hacer amistad con algunas de las personas que se encargaban de
la búsqueda de nazis. Me invitaron a hacer declaraciones y escribí una larga
lista de los oficiales y coterráneos que había conocido. Me lo agradecieron
mucho y quedaron de informarme. Empecé a fortalecerme para el momento en que me
dijeran que se había detenido a Franz. Quería asistir a su juicio y quitarle el
reloj o al menos recordarle sus palabras cuando fuera condenado. Soñé cientos
de veces ese momento, pero nunca llegó. Según supe después, se suicidó. Se
había casado con una mujer argentina, Rosario Vega. La había dejado con dos
hijos.
Me sentía frustrado. No
sabía qué hacer. Mi deseo de venganza se vio atrapado en mi raquítico cuerpo y
el malestar me incomodaba todas las noches. Llegué a pensar que ese veneno que
se producía en mi interior me mataría a fin de cuentas. Hice mis maletas y me
fui en busca de la familia de Franz. Me resultó difícil encontrarla, a pesar de
que me habían dado todas las referencias. La razón fue que la señora Rosario se
cambió el apellido y mis pesquisas duraron más de un año. Tuve que asentarme en
esa ciudad porteña. Aprendí el idioma y empecé a comunicarme con la gente. Cada
día seguía las falsas pistas que me daban. Estuve a punto de darme por vencido
y si no hubiera sido por un golpe de suerte, me habría regresado a Varsovia.
Fue un día que estaba paseando por La Plaza de Mayo. Me quedé de pronto
estático con la cabeza en blanco. Tenía enfrente un estanque y veía la caída
del agua como hipnotizado. Oí a lo lejos algo que resonó varias en mis oídos,
pero no podía reaccionar, seguía petrificado. “Franz ven aquí”. Se hizo un eco
en mi cabeza y volteé. Era un niño muy rubio con pecas. Lo miré fijamente y
encontré un parecido enorme con el otro Franz. Tuve que sentarme para no
caerme. El corazón latía inútil porque no llegaba sangre a mi cabeza. Caí en el
suelo y cuando me recobre vi a una mujer que me ofrecía su ayuda. “¿Se siente
bien?”. Me levanté con dificultad y acepté el café que me ofreció. Me llevó a
un sitio muy modesto. El interior estaba fresco y recuperé las fuerzas. Entablé
una conversación sencilla con Rosario. Le dije que había emigrado de Europa,
que trabajaba ocasionalmente dando clases de idiomas. Pasamos una hora hablando
de todo y después me dijo que se iba. No podía dejarla ir, así que me las
ingenié para que aceptara mis servicios. Le dije que Franz parecía austriaco y
que con toda seguridad podría aprender el alemán. Ella dudó mucho y al final me
confesó sus temores. “Lo mejor sería que olvidara esa lengua y que se
desvanecieran los recuerdos de su padre. No sabe el peso que nos oprime”. Le
dije que estaba de acuerdo, pero que la cultura es lo más valioso que se tiene
en la vida. Saber un idioma extranjero siempre ofrece más oportunidades. Ella
me dio largas y me explicó que tenían problemas de dinero, que habían llevado
todo al empeño y que por eso estaban en la ciudad. Vivian muy lejos y tenían
que regresar al día siguiente.
Al final le pregunté por
los objetos que había dejado bajo consigna. Nombró algunas cosas, pero a mí me
interesó solo que el reloj de oro de Franz estaba en el Monte de piedad. Le
prometí recuperarlo y entregárselo de vuelta, sin embargo, ella se negó
categóricamente. “Si lo recupera, quédeselo y no me busque jamás para hablar de
él”. Me despedí de ella y su hijo y me fui. Al día siguiente fui a buscar el reloj.
Llegué al mediodía. No había mucha gente y el encargado que me atendió me dijo
que una joya como esas no podía pasar desapercibida, así que el señor González que
era el administrador se lo había llevado. Le rogué que me pusiera en contacto
con él. Tuve que insistir durante varios días y cuando hablé con el señor González
se río cuando vio mi cara de asombro. “¿Y qué creía usted? ¿Piensa acaso que
era para mí? No, estimado amigo. ¿Sabe quién me lo compró sin pensarlo? ¿No?
Pues el mismo licenciado Barón”. Le pregunté cómo podría encontrarlo y me fui
al anticuario donde estaba seguro de que podría recuperar el reloj.
Entré en un local muy
oscuro con aroma rancio. Había todo tipo de objetos raros, pinturas, lámparas
antiguas, esculturas, objetos de latón, plata y cobre. Pregunté por el dueño y
me dijeron que había salido porque tenía que cerrar un buen negocio. Pedí que
me mostraran todos los relojes que tenían, pero ninguno era el de Franz, así
que supuse que el gran negocio que estaba haciendo en ese momento el licenciado
Barón estaba relacionado con lo que yo buscaba. “En efecto, señor Saúl, hace
unos días vendí ese reloj por una buena suma. Le gané el cincuenta por ciento y
sé que el americano que me lo ha comprado sacará aún mucho más. Le pedí las
referencias de aquel hombre. Resultó ser un empresario que se hallaba de paso
por Argentina y saldría en unos días a los Estados Unidos.
John Steel era un hombre
ocupadísimo. Me había costado un trabajo enorme llegar a América y más aún
encontrarlo. Tenía dos oficinas. Una en Nueva York y otra en San Diego. Siempre
estaba haciendo viajes y cuando me presenté en su oficina en California me
dijeron que tendría que esperar una semana a que volviera de Canadá. Se había
ido una semana de vacaciones con sus socios. Según decía la secretaria Marie,
les encantaba pescar salmones en esa época del año. Pasé los días merodeando
por la oficina, por si el hartazgo de pescado lo hacía volver antes. No fue
así, por el contrario, fue una semana y media y cuando me presenté en la
oficina Marie me indicó que me sentara, que me atendería John en un momento.
Fueron unos minutos espantosos para mí. Los recuerdos y las emociones ya casi
olvidadas regresaron como fantasmas aterradores. Estaba sudando y no sabía qué
decirle. Antes había inventado una historia para convencerlo de que me vendiera
el reloj, pero ya no podía recordar cómo contarla y mi cabeza estaba echa un
embrollo.
Salió de la oficina.
Llevaba un traje azul marino muy elegante. Su pelo estaba embadurnado de
brillantina y su rostro de águila me miró como si yo fuera una presa fácil. “En
este momento no puedo atenderle, señor Saúl. Explíquele a mi secretaria el
motivo de su visita y vuelva otro día”. Me quedé con la mano extendida. Perdí
el habla y el dominio de las piernas. Estuve así por la imagen de su muñeca.
Llevaba puesto el Glashütte. Sali después como poseído, no sé cuántas horas
estuve caminando por la ciudad. En la tarde llegué a mi modesto cuarto de hotel
y comencé a beber vodka. Quería disipar con alcohol las ideas, pero entre más
me embriagaba, más triste me sentía. Me dormí llorando y a la mañana siguiente
decidí renunciar a mi plan. De nada valía recuperar ese reloj, incluso, sería
aún peor porque no tendría la fuerza para destruirlo y me acosarían los
demonios hasta provocarme la demencia. Hice la maleta y busqué un vuelo a
Europa. Encontré un avión que salía en cinco horas a Londres. Esperé con
paciencia evitando todo tipo de pensamientos. Me entretuve mirando a la gente.
Lo hacía sin juzgarlos, por la necesidad de distraerme. Vi niños correteando,
padres gritando, mujeres muy arregladas pavoneándose por todos lados.
Miré el reloj y vi que
faltaban unas horas para hacer el registro. Fui a buscar el mostrador de la
empresa British Airways y cuando iba a llegar vi a John. Estaba sentado con
aire distraído. Me quedé unos segundos pensando qué le diría y me fui a sentar
a su lado. Lo saludé y él no me reconoció. “Es muy bonito su reloj —le dije
amablemente—. ¿De qué marca es?”. Es un Glashütte—contestó mostrándomelo—,
perteneció a un empresario judío que murió en un campo de concentración. No
podía creer lo que oía. ¿Quién le habría contado esa falsa historia para
embaucarlo? Le comenté que un objeto tan valioso debía tener alguna inscripción.
Dijo que sí, que en efecto tenía una dedicatoria en alemán. Se quitó el reloj y
me la mostró.
“Für meinen lieben Sohn
Franz. Hilf ihm durch schwere Zeiten während des Krieges.
Sein Vater: Carl Schwerin”.
¿Sabe usted quien fue
Franz Schwerin? Negó con la cabeza y empecé a contarle lo que había hecho el
dueño de su preciada adquisición. John me oía con asombro y por sus muecas estaba
claro que me tomaba por un farsante, sin embargo, le mostré mi tatuaje del
brazo. El cincuenta mil novecientos treinta y siete. Llegué antes de que se
empleara el número uno para las series y mucho antes de que se pusieran en
práctica las categorías A y B. John quedó convencido, pero las cosas que oía lo
desconcertaban tanto que se deshizo el nudo de la corbata y se quitó la
chaqueta. Su rostro mostraba vergüenza y estaba como un tomate. “Mire, Saúl, si
quiere le doy el reloj, por lo que me ha dicho, usted tiene sus razones para
conservarlo. Pagué mucho dinero por él, pero si tiene detrás tanta crueldad y
lo necesita para cumplir su promesa, se lo doy”. En seguida me lo puso en la
mano, pero no podía sostenerlo. Mi mano parecía resistirse y temblaba como si
le estuvieran administrando una gran descarga eléctrica. Al final lo pude coger
y le dije a John que lo destruiría allí mismo. Dijo que se tenia que ir. Me
levanté para despedirme y me abrazó. No pude contener el llanto y me convertí
en una estatua de piedra. Se alejó sin volver la mirada. Vi su espigado cuerpo desaparecer.
Pasaron unos minutos y vi el reloj. Era verdad lo que me había imaginado. No
tenía fuerzas para destruirlo, era más fuerte que yo. Me sentía otra vez en las
filas de presos con la horrible mirada de Franz. Oía que me decía: “A ver,
inútil, a ver si eres capaz de destruirlo. Seguro que no tienes fuerzas ni para
sostenerlo”. Permanecí en mi sitio hasta
que se anunció la salida de mi vuelo. Fui al baño y saqué el reloj. Lo tiré por
el inodoro. Tuve que bajar varias veces la cadena hasta que la cañería se lo
tragó. Salí de los aseos peor que nunca. De nada había servido tanto esfuerzo.
No podía perdonar a Franz y la venganza que según pensaba se comía fría, era
tan indigesta que no podía andar.
Llegué a mi piso. Saqué
lo que tenía en la maleta y preparé un café. Estuve mucho tiempo viendo la
pared. Todas las cosas malas que había sufrido regresaron. Nunca debí empeñarme
en seguir el rastro de aquel reloj. Ya no quedaba más remedio que vivir con eso
el resto de mis días. Intenté distraerme frecuentando personas de mi edad.
Traté de leer y pasar el tiempo jugando al ajedrez. Nada me pudo ayudar y sentí
que estaba cerca de la locura. Un día amanecí peor que nunca y perdí una parte
importante de la memoria. Ahora los médicos me dicen que me resigne, que las
cosas irán a peor. Ellos lo lamentan mucho, pero para mí es un alivio, una
liberación.
Una historia tan fascinante, pero no podía parar de averiguar si había encontrado el reloj, y si estaba aliviado
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Mia. Al parecer, la vida le jugo una broma de mal gusto al personaje. Primero por el signifacado que el reloj adquiere cuando se lo regala el abuelo, después viene la maldición de haber sido portado por un colaborador con los alemanes y, lo peor, es que se deshace del reloj, pero el heredero del primer dueño podía haberlo redimido. Una minitragedia. Saludos
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