domingo, 20 de junio de 2021

Descendiendo a lo profundo

Regresó del funeral más aliviado. Los familiares de Consuelo Vargas y sus amigos llegaron al restaurante para comer y recordarla en la cena funeral. Rolando Cuevas estaba un poco inquieto, no quería que la gente se le acercara con preguntas tontas. De todos los presentes, solo Diego era la persona con quien podía conversar tranquilamente. “Entiendo tu situación, Rolando, pero debes aguantar, al menos durante esta tarde”. No era necesario que se lo recordara su amigo, pero tenía la sensación de que las cosas se estaban acomodando a su favor y una fuerza interior lo obligaba a cambiar constantemente de lugar. No quería que su inconsciente lo traicionara y se fuera todo al traste. Miró la cara hipócrita de todos los presentes y decidió buscar un espacio libre de curiosos. Encontró lo que buscaba.

Se acercó al pianista que en ese momento tocaba una pieza muy triste, al menos no es mortuoria, se dijo Rolando. ¿Puedes tocar la canción que le gustaba a mi mujer? Si me dice cómo se llama la melodía —dijo mirándole con un poco de sorpresa—, y me la sé, entonces se la interpretaré con mucho gusto. Rolling in the Deep—le dijo sin comprender su expresión de sorpresa—. Esa la ponía Consuelo casi todos los días. El músico, muy precavido, le comentó que esa canción no era la más apropiada para ese momento, pero Rolando insistió. Está bien, amigo, pero debería tener en cuenta que la letra de la canción es muy poco habitual. No me importa, dijo Rolando, tóquela y déjese de peros. El hombre respiró hondo, se quedó un momento viendo hacia la pared que tenía enfrente, miró las coronas de flores y comenzó con unos golpes fuertes como si tocara la batería, su mano derecha ascendía y descendía como si estuviera dando nalgadas, la izquierda solo acariciaba algunas teclas. Para la gente no pasó desapercibida la tarea del músico. Las mujeres miraron con horror a sus maridos, ellos no sabían qué hacer.  Nadie quería dejar huella ese día, y mucho menos hacerse notar con una imprudencia. La melodía estaba rompiendo todo el plan estratégicamente planeado. La señora Rosa viuda de Vargas miró a sus hijas. No obtuvo más que movimientos de hombros encogidos y expresiones de rostros sorprendidos. Caminó hasta el piano, pero cuando llegó la música se terminó. Se quedó helada, dio media vuelta y se ocultó en un rincón con sus parientes.

Los invitados se sentaron cuando notaron que ya se servía la mesa. Cada quien buscó su nombre. Se acomodaron en sus sitios y hablaron por lo bajo con sus vecinos. “Pero ¿quién ha sido el idiota que le permitió al pianista tocar esa melodía?”. Nadie se había enterado. Ninguno había visto acercarse a Rolando al instrumento musical. Lo peor era que en el aire se habían quedado colgadas las palabras de la letra. “Un fuego me saca de la oscuridad...”. Se pidió silencio para que Lucrecia Vargas hiciera un brindis en memoria de su hermana. Era, dijo con voz lastimera, una mujer increíble. Muy difícil de entender, pero de corazón noble. Todos la recordaremos como aquella mujer que en los momentos más duros se quebraba y solía levantarse gracias a nuestro apoyo. Pero, ¿cuál apoyo? —se preguntó Rolando apretando los puños—. ¿Acaso no se acuerdan que yo era el único que arrastraba esa carga que todos evadían? ¿Dónde estaban cuando echaba a la servidumbre y hacía sus caprichos? ¿Dónde estaban cuando se ponía histérica y no quería salir al escenario? Deberían agradecerme todo lo que soporté con esa harpía. Y sí, que lo sepan todos. Me casé con ella por interés. Era un pobre diablo, pero ella fue quien se empeñó en que estuviéramos juntos. Luego, me quedé atrapado en sus redes con la amenaza de perderlo todo y soporté. ¿Para qué? Pues, para que su dinero no callera en manos de la ludópata Lucrecia o en las de Marga que es más bruta que una acémila. El único que puede darle un uso adecuado a su fortuna soy yo. Cuando tenga el dinero en mis manos viviré mi vida, esa misma que he tenido en una jaula de oro. Jamás me volverán a ver, sépanselo de una vez.

“Puedo verte con claridad bajo el agua, traicióname y sacaré tus trapos sucios…”. Los ojos se centraron en Rolando. Al principio no entendió nada, pero un susurro que llegó débil, pero con claridad a sus oídos, le abrió los ojos. Era cierto, toda la letra de la canción eran las palabras de Consuelo que llegaban desde el más allá. El fuego encendiéndose era esa furia que sentía por él. La soledad y oscuridad eran sus días de claustro que pasaba maldiciéndolo en el húmedo cuarto. Me iré en cada pedazo de ti, le decía siempre que lo encontraba por las mañanas.

Recordó los pocos instantes de tranquilidad que halló con ella. Fueron los únicos momentos en los que no se sintió bajo la amenaza de la destrucción. ¿Para qué soporté tanto? —se preguntó Rolando haciendo un gesto amargo—. ¿Acaso esa herencia lo merecía? No, la verdad es que no. Nadie estaría dispuesto a soportar esas humillaciones por nada del mundo, pero me empeñé en cobrarme a lo chino. “Cuando te mueras, desgraciada, me quedaré con todo tu dinero y seré feliz al lado de mi amante. La atmósfera se llenó de una energía gris oscura que tintineaba en las copas y salía como polvo de cristal de las bocas de los oradores. Fue tanto el ataque hacía Rolando que decidió abandonar el lugar. Se fumó un cigarrillo y conversó con un camarero. Llegó un taxi y se fue a un hotel. Paso mal la noche porque sentía que desde aquel momento la canción le seguiría como una maldición. Así fue al principio. Encendía la televisión, la radio o fisgoneaba en Internet y la suerte hacía que oyera algún fragmento de la melodía. “Casi lo tuvimos todo…”. ¿Todo? Todo lo tenías tú, pero me alimentabas de migajas, era tu mendigo que sobrevivía con tus limosnas. Y ¿Sabes? Te robé. Sí, aunque notabas faltas en la contabilidad, no lograbas demostrarlas. De allí saqué para el alquiler, los regalos y las diversiones para Sandra. Ella sí que me ha querido de verdad. Nunca me metió prisa para deshacerme de ti. Fui yo mismo quien tomó la decisión. Tenía que hacerlo todo con estrategia, con movimientos de ajedrecista y lo logré. Ahora todo es cuestión de esperar, nada me impedirá irme lo más lejos posible con tu pasta.

Recibió un citatorio. En el bufete de abogados Villanueva se leería el testamento de Consuelo. ¿No habrá faltado a su promesa? —se preguntó antes de dormirse la noche anterior—. No, no sería capaz. Además, la espié y sé bien que una buena parte de la tarta me corresponde a mí. Ernesto, ponga el cuarenta por ciento de mi fortuna a nombre de Rolando. Se que no se lo merece, pero tomando en cuenta que ha sido mi perrito faldero estos años…

Recordaba bien aquellas palabras. Ya no le causaba daño la melodía, ya no rodaba hacia lo profundo. Estaba saliendo a flote. Nadie podría hundirlo jamás y, lo mejor, tenía bastante vida por delante, a sus sesenta años podía reinventarse. Se teñiría el pelo, iría al cirujano plástico y recuperaría aquellos años de miseria. Tal vez, hasta dejaría a Sandra por una más joven. Debía tener paciencia y controlarse. Recibió una llamada de su amante. “¿Ya vas al bufete? Llamame cuando sepas lo de tu parte”. Rolando miró por la ventana del taxi. El día estaba claro, el cielo no tenía una sola nube. El taxista cambió la estación de radio tres veces. Ese día no habían despertado los locutores y pinchadiscos con mucho ingenio. “Rolling in the deep, queridos amigos, para que pasen un día espléndido”. Pero ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Acaso no sabían el significado de la letra? Seguramente eran como él, antes de pedírsela a aquel pianista nefasto.

Bueno, ya hemos llegado. Cambió la expresión de su rostro y bajó la cabeza. Llevaba el pelo despeinado y ojeras. Entró a la oficina de los Villanueva. Lo recibieron los familiares de Consuelo con una mirada celosa y acusativa. El saludó sin mucha voz. Ernesto sacó una carpeta con documentos y después de un preámbulo largo mostró el testamento. No voy a entrar en detalles, pues cada heredero tendrá que venir a recibir lo que se le haya asignado. En primer lugar, la señora Rosa viuda de Vargas se queda con la finca en la que vive, la señora Marga tendrá derecho al veinticinco por ciento y su hermana Lucrecia, igual. La lista de inmuebles está aquí especificada. Por último, Rolando recibirá el cincuenta por ciento del total. Se oyeron gritos de insatisfacción. Abelardo, el marido de Marga se le abalanzó y comenzó a gritarle y golpearlo. “Un momento—gritó Ernesto Villanueva—. No he terminado de leer”. Después, dijo algo que calmó los ánimos de todos y les dejó una sonrisa sarcástica en los labios. “Es inapelable una condición. Rolando no recibirá su parte, si se comprueba que ha tenido una relación extramatrimonial”. El silencio dejó que cada uno de los presentes le diera libertad a sus pensamientos maliciosos. Luego, comenzaron los murmullos. Rolando se quedó muy desconcertado y la duda le enfrió el espinazo. ¿Había sido tan prudente como para no desvelar su relación con Sandra? Echó cuentas, recordó las ocasiones en que había ido a las tiendas, a los restaurantes y teatros con su concubina y llegó a la conclusión de que había sido un insensato. Su relación con Sandra era un secreto a voces y, si alguien los había visto o, peor aún, les había hecho una foto, entonces estaba perdido. Claro que todos lo delatarían, pero nadie hablaba y el silencio era peor que cualquier acusación. Apretó los puños, se mordió la lengua y contuvo lo más que pudo las lágrimas. Con voz apagada se disculpó y salió. Sintió que su móvil vibraba sin parar. Era Sandra, que se había abandonado a su curiosidad y dejaba que el aparato se agitara sin cesar en el bolsillo de Rolando. “Pero ¡qué demonios quieres, joder!”. Del otro lado no hubo reproches, solo una pregunta clara y directa: ¿Te toco algo?

Rolando cogió el teléfono y lo estrelló contra la acera. El destino le había metido una zancadilla. La burla era imperdonable. ¡Lo sabía, la muy puta! ¡Lo sabían todos, joder! ¡Jamás podré tocar ese maldito dinero! ¡Los odio! ¡Los odio, maldita sea! ¡Púdrete en el infierno, desgraciada! 

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