Sherlock se lo dijo a Watson, estaba claro. Había un escritor que experimentaba con ellos para crear sus obras. Tenían que apurarse porque la última pista que tenían les indicaba que el tipo se escaparía. Se dirigieron al Teatro Nacional donde iba su pieza preferida. El crimen se cometería durante el Nessun Dorma y el protagonista caería fulminado por un dardo envenenado.
“¿Cómo podremos encontrar al asesino, Sherlock?
—preguntó Watson sin obtener respuesta—. ¿Acaso sabe algo que nos revele su
identidad? ¿Se ha puesto a calcular el número de espectadores que asistirá hoy
al estreno? ¡Sera imposible encontrarlo!”. No desespere, querido Watson, hay
formas de saberlo. Una cerbatana no se esconde tan fácilmente. ¿Dónde se la
pondría usted? ¿Debajo de los pantalones? ¿la desarmaría y la armaría durante
el entreacto en el baño? Watson no supo
que decir. “Queda una hora para el comienzo de Turandot, ha llegado el cochero,
es hora de irnos, Holmes”. Bajaron sin decirle nada a la señora Hudson. Ella
los miró sin interés y se retiró a sus labores.
¿Ha notado algo extraño en el cochero, Watson? Sí,
Holmes, tiene más tipo de oftalmólogo que de cochero y esa pipa que fuma lo
hace muy semejante a usted. Es verdad, estimado amigo, esa es precisamente la
pista que nos ha enviado el psicópata. Pero, ¿cómo lo detendremos? —replicó
Watson limpiándose el sudor con su pañuelo—. Sherlock no contestó e hizo que su
acompañante enrojeciera de cólera. La mirada persistente obligó al detective a
escribir en un papel lo que sabía. Watson palideció y dijo muy bajo: “El
problema final”. Holmes se recostó sobre el asiento y le pidió silencio a su
compañero, que tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaban las manos.
Salieron del coche y se dirigieron a la entrada del
teatro. Watson tenía conciencia de la ubicación del cochero. El rostro
rechoncho, el bigote cuidado y la ropa tan limpia eran pruebas inequívocas de
que el criminal se había confiado demasiado. Tenían que vigilarlo y descubrir
su plan. Lo esperaron ocultos detrás de una columna. Lo vieron pasar con una
capa negra y su sombrero. Lo siguieron, pero en un pequeño descuido el tipo se
esfumó. Los dos estaban muy tensos. “¿Qué hacemos ahora, Holmes?”. La respuesta
se fue mezclada entre los gritos de la gente que entusiasmada iba a la sala. Se
cruzaron sus miradas. Holmes sabía ya cuál era el final. Era su hora y nadie
podría evitarlo. Le puso la mano a su amigo en el hombro y le pidió que pasara
lo que pasara, nunca permitiera que la gente supiera de su paradero. "Es
inevitable, Watson, esto va más allá de nuestra capacidad. No está en nuestras
manos evitarlo. Solo quiero que cuente todas nuestras historias para la
posteridad”.
Watson se fue a su butaca y comenzó a buscar entre los
espectadores al sospechoso. Holmes le preguntó si lo había encontrado, pero su
amigo solo movió la cabeza. Vamos al baño Watson, después tendremos tiempo de
ver al tenor y prevenirlo si es que el demente decide asesinarlo a él en mí lugar.
Llegaron al servicio, Watson con retraso y, cuando lo vio Holmes, tenía en sus
manos un tubo ebúrneo. “Lo sabía—dijo Holmes—. Entonces es usted, querido
amigo. Puedo saber el porqué de su decisión”. No, no, Holmes, no lo entiende.
Me ha querido como a un fiel compañero, pero no existo más que en su
imaginación, o mejor dicho, al revés, es usted quien existe en mi mente, es usted
irreal. No es posible que no se diera cuenta todos estos años. Ha llegado el
final y debe aceptarlo. Holmes permanecía inmóvil. Su mente era un torbellino
de deducciones que se iban acumulando para mostrarle una respuesta desagradable.
Era cierto. Lo había presentido miles de veces, pero su fría mente le había
cegado los ojos. “Hágalo ya amigo, estoy listo”. Watson sacó una bolsita de
tela, le mostró un dardo con la punta color violeta, lo introdujo en la
cerbatana, hincho los pulmones y sopló. El proyectil se le clavó en el lado
izquierdo del pecho y se mareó. Echó espuma por la boca y cayó con todo su
peso. Entraron dos cargadores, lo envolvieron en una manta y se lo llevaron a
la carreta. El cochero hizo una señal y cuando el cuerpo inerte estuvo dentro se
marchó. Watson sacó su pipa y miró hacia el cielo. Bueno, está hecho. Mi pesadilla
se ha terminado. No volveré a escribir jamás.
Espero que No volveré a escribir jamás Es solo para Watson
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Saludos
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