Estuvo cinco horas a la
deriva. El barco se había hundido por el impacto de un torpedo. Roger tuvo la
suerte de encontrarse en el momento de la explosión cerca de los botes salvavidas
y cogió uno hinchable antes de que la proa desapareciera por completo. No hubo
más sobrevivientes. Era ya mediodía y el sol lo calcinaba, buscó la forma de cubrirse,
pero no tenía nada a mano. De pronto vio una enorme roca en el mar. Era una piedra
de cinco metros de alto, estaba rodeada por arena oscura y grava. Se esforzó
por acercarse impulsándose con un pequeño remo, tardó más de media hora en llegar.
Bajó de la lancha salvavidas. Pisó tierra y comenzó a medir el territorio,
caminó en círculo y calculó que habría unos cincuenta metros cuadrados. Se
trepó a la roca, que tenía consistencia volcánica, y miró en las cuatro
direcciones sin resultado alguno.
Estaba solo en medio del
Pacífico. Tal vez a unos trecientos kilómetros de Hawái. Descubrió una cuneta
donde había agua dulce, algas y unos moluscos. Calmó su sed y se mojó la cabeza.
Se quitó el uniforme y lo colgó para que lo ocultara del sol. Resguardado por
la débil sombra se durmió. Unos minutos después, notó que a su lado estaba
sentado un individuo desagradable. “¿Te acuerdas de aquella obra que leíste en
la cárcel? —le preguntó el hombre con mirada estricta—Era Martin Pincher, de
Lord William Golding, aquel náufrago, ¿verdad?”. No, no—contestó temeroso Roger—Martin Pincher
soy yo. El hombre guardó silencio y se recostó, se puso las manos detrás de la
nuca y dijo que no hacía calor, que el viento era frío y olía a hormigón. Mi
nombre está escrito en mi uniforme, lo puedes comprobar si quieres—agregó Roger
sin escuchar lo que le comentaba su interlocutor—. “El caso—respondió el
hombre— es que no quiero y, a decir verdad, tú tampoco querrás hacerlo porque
eso significará que aceptas que no pudiste escapar, que no lograste embarcarte
y que en este momento deseas que hubiera sido así. Sin embargo, la realidad
indica lo contrario. No has naufragado, no estás en medio del mar y ni siquiera
me tienes recostado a aquí en este sitio”. Roger decidió abrir los ojos para
demostrarse que el otro mentía, pero por más esfuerzos que hizo no logró
despertar. “¿Lo ves? — le dijo el hombre con ironía—. Te queda poco tiempo y
deberías aprovecharlo para idear tu fuga. Se supone que sólo estás agotado por
las náuseas y los mareos”. Roger había estado preso y había leído el libro de
aquel náufrago que se salvaba y quedaba en un islote como él. Se acordó de que el
personaje moría al final y que esa salvación ficticia no era más que la muerte
real. Miró a su compañero, éste no respondió y se encogió de hombros.
Tengo que idear algo para
huir de los policías—se dijo con voz apresurada—. Oyó que un gendarme decía:
“Vean, es el marinero: no subió al barco”. Eso era, él no había subido al
barco, un golpe en la cabeza lo había hecho perder el conocimiento, pero ya
podía despertarse y huir, correr con todas sus fuerzas y evitar el
encarcelamiento. Está vez le ampliarían la condena por intento de fuga. Debía actuar
rápido. Notó los pasos del policía y el silbado pitando. Abrió los ojos y dio
un tremendo saltó. Se le enredó la camisola en la cabeza, tiró varios golpes y
sus puños se estrellaron contra algo muy duro. Oyó el crujido de las piedras
bajos sus pies. Notó el aroma salino y las olas estrellándose contra la roca.
Se quitó de la cara el peto y con terror descubrió el inmenso mar. No he salido
de mi sueño—se dijo golpeándose la cara—. Necesito despertarme con urgencia.
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