Vi llegar a Iván a la
reunión. Por lo regular era un poeta pasivo y se conformaba con el papel de crítico
haciéndole segunda a Mario, nuestro maestro que se encontraba en el exilio por
sus ideas contra el régimen de Pinochet. Está vez entró con prisa, tenía unas
hojas garabateadas con su trabajo y quería leerlo con urgencia para que le
diéramos nuestra opinión, bueno eso era lo que decía; sin embargo,
sospechábamos que lo que deseaba realmente era hacerle culto a su personalidad,
ya que era un hombre con bastante éxito entre las mujeres. Alto, delgado,
guapo, con una voz muy varonil y con un aspecto dócil, resultaba todo un reto
para las mujeres que se sentían tentadas a descubrir si podrían domesticarlo
para su uso personal. Siempre nos contaba de sus aventuras y hazañas en el
campo de batalla femenino. Tenía honrosas victorias, puesto que ninguna de las
mujeres más atractivas de la universidad se había podido resistir a su
seducción. Si hubiera sido militar del ejército del amor y éste condecorara a
sus héroes por los servicios prestados a la guerra, Iván, llevaría un uniforme
con el pecho lleno de medallas. Se sentó y persiguió con la mirada a los
presentes para que se acomodaran y le oyeran. Cuando estábamos todos a su
alrededor me miró frunciendo el entrecejo y preguntó si mi novia Nina ya había
llegado. Le dije que no sabía si llegaría. No respondió y extendió sus folios
para leerlos. Mario le interrumpió aclarando que ese día se estudiaría la
metáfora y las figuras poéticas. Llegó el olor de la carne y Mario pidió que
abriéramos unas botellas de vino para degustarlo al compás de los bellos versos
que nos tenía preparados el gran muchacho de la coleta y nariz afilada.
Sorbiendo el vino dulce
escuchamos las adjetivaciones, las sustantivaciones y las piezas de porcelana
retóricas de las palabras cortazianas de nuestro buen amigo. Mario comentó que
había un desparramiento de erotismo tan precipitado que parecía que Iván había
salido apenas de la cama de una mujer insaciable, la cuestión es que no estaba presente
la musa. Lo dijo en los dos sentidos, directo y metafórico, pero nosotros sólo
interpretamos el segundo. Fue cuando sentí un piquete que me incomodó en mi
silla. El efecto de las palabras de Iván dejó un gesto de desconcierto en mi
sentido común. Algo no encajaba en la escena de ese pequeño estudio de poetas
aficionados con su gran iniciador. Iván se había burlado con descaro de las
rimas y la métrica con el único afán de expresar, casi en prosa, uno de sus
últimos pecados. De él no era raro esperarlo, pero quedaba flotando como un
enorme globo esa preguntita sobre Nina. Ella era guapa, siempre se hacía rizos con
un gel improvisado de laca y azúcar. Estudiaba periodismo y ya iba a terminar
la carrera. Tenía una forma sensual al andar y hablaba muy bien el español.
Cuando la conocí me gustó que se comunicara conmigo en mi idioma. En realidad,
le había hablado para mejorar mi ruso, pero resultó lo contrario. Empezamos a
cruzarnos con más frecuencia en la cafetería. En la biblioteca y en las paradas
de autobús. Tal vez así había sido antes de nuestro encuentro y ahora sólo le
ponía un poco más de atención. En realidad, eso no tenía importancia. Comimos
varias veces juntos y la invité a salir para conocer mejor la ciudad y
disfrutar de los eventos que nos ofrecía la gran urbe. Estuvimos en el
conservatorio, en los teatros, los museos, los lagos y en las calles más importantes.
Un día fue inevitable
hablar de nuestra atracción e improvisamos una especie de confesión que
serviría para darnos mutua penitencia. Supe que tenía un amigo con el que había
mantenido una relación, reconocí su nombre y me acordé del viaje que había
hecho al Mar Negro en tren. Me vi de nuevo en un compartimiento conversando con
Alicia, una chica muy modesta de origen boliviano, sobre su novio Alfredo. No
fue muy agradable entonces saber que era un poco agresivo con la pobre
estudiante de historia y que ella sospechaba que la engañaba. Resultó ser el
mismo hombre, la misma descripción de su carácter y la misma intriga. Sentí la
necesidad de intervenir e impedir que el tipo se siguiera burlando de las dos
incautas. Se lo confesé con unas palabras que parecían más declaración que
auxilio. Nina me dijo que primero tendría que hablar con él y luego me
confirmaría. Me retiré enfadado pensando que no estaría mal darle una buena
lección al hipócrita ecuatoriano. Pasaron los días y seguí mi vida habitual que
no tenía nada de particular. Hacía mis deberes, almorzaba en el comedor y
cenaba con mis coterráneos en cualquier bloque de la residencia estudiantil. Me
encantaba conversar con Román y Azalea que me entretenían con sus conocimientos
de literatura e historia. Quería ser escritor, pero no encontraba la senda que
me llevara hacia la constante tarea narrativa, además siempre había cosas que
me impedían sentarme a hacerlo. La carga de trabajo era muy grande en la
universidad y como nos lo daban todo en ruso, se duplicaba la carga, ya que no
sólo necesitaba interpretar lo que nos daban, sino traducirlo primero,
entenderlo después y, por último, criticarlo. Por eso, me pasaba días enteros
en la biblioteca, en muchas ocasiones, sin grandes logros. En una ocasión un compañero
que obtenía buenas notas me dio su secreto. «No seas tonto, Armando—me dijo con
una sonrisa torcida—. Léete primero las críticas y reseñas, después ve a las
obras y saca los fragmentos a los que se refieren los críticos y cítalos en el
aula» Fue una gran solución. Se redujo mi trabajo en un cincuenta por ciento y
empecé a sacar mejores notas. Había pasado un año y ya vivía en el piso de
Nina, conocía a sus padres y llevábamos una vida bastante tranquila, casi
marital.
Un domingo me encontré a
Román cerca de la Tretyakovskaya galería y me dijo que había un escritor
chileno que tenía un piso cerca de la universidad, que se estaban reuniendo
para escribir poesía y me ofreció unirme al grupo. Me disculpé diciéndole que a
mi me gustaba más la prosa y que no encajaría en el grupo porque mis
conocimientos de métrica y poesía eran tan pobres como mi dominio del chino. Me
dijo que no estaría de más aprender cosas nuevas. Me convenció y quedé de ir el
siguiente jueves. Me dio las coordenadas y la hora a la que tendría que
presentarme. Se lo comenté a Nina y estuvo de acuerdo en asistir. Dijo que si
se lo permitían se arriesgaría con algún poemita.
Llegamos a la dirección
indicada con unas botellas de vino que habíamos conseguido a muy buen precio.
Era una época de oro para los extranjeros que teníamos algunos dólares. El
cambio de la moneda local, en el mercado negro, era muy bueno y podíamos vivir
con el lujo del que carecía la población. Un dólar se cambiaba por seis rublos
y las botellas de vino moldavo costaban cerca de rublo y medio, así que cuatro
botellas no eran un gran gasto. Después de mi primera visita, Mario acogió la
tradición de hornear un trozo de carne y acompañarlo con el vino que le
llevaba. Los encuentros eran muy agradables y me animaron a soltar un poco la
pluma. Me dieron de tarea a Cortázar a quien ya había leído miles de veces, siguieron
Carlos Fuentes, Maupassant, Poe, Dorian Grey, José de Espronceda, Chejov y
muchos más. Un día leí un cuentito sobre un hombre que comparaba una botella de
vodka en una tienda y al tomársela le sucedía algo semejante a lo que experimenta
el personaje de Robert Louise Stevenson en “El diablillo de la botella” sólo
que en mi historia la botella no tenía que venderse por un precio más bajo,
sino que el dueño en turno de la botella de la juventud eterna, debía inventar
un método para envejecer y así deshacerse del envase. El juego estaba en que,
si el método ya se había usado o mencionado por alguno de los antiguos dueños,
entonces el poseedor rejuvenecía cinco años. Lo peligroso de ese reto era que
podía terminar como el Benjamín Button de Fitzgerald sin poder deshacerse del
maldito recipiente de cristal. Mario dijo que era muy ingenioso y que si estaba
de acuerdo podría leerlo en un programa de radio. Esa noticia nos sorprendió
porque no nos imaginábamos que alguna vez pudiéramos leer nuestros trabajos
fuera del piso del exiliado allendista. Sólo nos comentó que sería en la Casa
de la Amistad y que lo transmitirían por una cadena de radio soviética. Nos
pusimos eufóricos pensando que tal vez saltaríamos a la fama después de
participar en la cadena más popular de la URSS. Se hicieron los preparativos
correspondientes, se eligieron los poemas que se leerían y mi único cuento. Me
sentía como un patito feo entre tantos poetas talentosos, pero Mario me llevó a
su habitación y en voz baja me dijo que no desconfiara, que realmente mi cuento
era aceptable y que de los poemas que presentarían mis compañeros le gustaban
unos cuantos y los demás eran algo así como basura reluciente.
Llegó el día del evento y
salimos en hombros. Nos prometieron publicar los trabajos en una revista de
tiraje semanal y nos animaron a seguir con la creación literaria. Los
encuentros en la casa de Mario continuaron, pero me encontré en un bache del
que no podía salir. La insignificante fama que había logrado en el evento me
había aplastado y se me había cortado la inspiración por completo. Tal vez era
que me había tomado las cosas demasiado en serio y cada vez que empezaba un
nuevo escrito le hacía tantas críticas que terminaba desistiendo de contar la
historia. Mario dijo que era normal y que ya llegaría el momento de la
inspiración a la que él llamaba rehabilitación.
Esperé mi rehabilitación
leyendo muchos cuentos y se compadeció de mí. El chispazo se produjo la noche
anterior a la reunión. Terminé de escribir en la madrugada y como resultado
discutí con Nina por puras tonterías. Pasé en limpio mi escrito y me acosté. A
las nueve salí rumbo a la universidad y por la tarde esperé en la parada de
autobús a Nina. No llegó y decidí irme sólo a la reunión literaria. Pasé por
las botellas de vino y me presenté a las seis con mi tinto moldavo. Le mostré
mi cuento a Mario. Me miró con gusto y dándome golpecitos en la espalda me
animó a seguir adelante. «No le pongas mucha atención a las críticas hoy—me
dijo con tranquilidad—. Habrá quién quiera hundirte por lo que cuentas, escucha
sólo las opiniones sobre la estructura, si nadie aporta nada, trabaja el léxico
en casa». Nadie comentó nada de la forma del cuento y decidí que repasaría y
mejoraría el lenguaje después. Fue el momento en que se abrió la puerta y entró
Iván haciendo su pregunta estúpida. Después de la lectura del prosaico poema
cortaziano y las críticas llegó Nina. Se había cambiado el peinado. Nunca se lo
había recogido y me había dicho alguna vez que odiaba las coletas, no obstante,
está vez parecía que había cambiado de opinión reconciliándose con su odio
hacia Steven Seagal. No llevaba su habitual vestido de lana y su rostro estaba
embadurnado de lápiz labial y sombra en los párpados. Tenía un aspecto un poco
vulgar. Sus pantalones parecían demasiado entallados y eran blancos. Nunca los
había visto. Tenía una blusa con escote y se había puesto un collar de bolas y
unos pendientes verdes, tampoco llevaba sostén. Alguien comentó que Iván y Nina
habían elegido por telepatía el mismo tipo de ropa y peinado. Era imposible
pasarlo por alto. La camisa roja y los pantalones blancos de Iván eran una
estampa ya clásica. Además, Nina entonaba las palabras como Iván. Para no seguirlos
comparando y recaer en más detalles comunes, Azalea dio su opinión sobre la
carne y el vino. Se orientó la conversación a la culinaria y Mario sacó uno de
sus viejísimos poemas publicados antes del golpe de Pinochet. Dijo que se lo
habían aceptado en una editorial famosa, pero que la tirada de su libro había
sido muy pequeña y sólo los coleccionistas lo tenían. Reímos por el sarcasmo y
comenzó una lectura clara, apetitosa por el contenido y, espiritual por el
sentimiento. Les sacó las lágrimas a las mujeres, menos a Nina que estaba
enlazada en una amena conversación con Iván. Se puede decir que la velada
poética resultó todo un éxito.
Nos despedimos y en la
parada del autobús. Nina le dio un beso a Iván en la mejilla, este agachó la
cabeza con su actitud modosa de siempre y se alejó. Durante el trayecto las
palabras de Nina, que hacían referencia a Iván, provocaban que el incómodo pinchazo
que me había mortificado tanto en casa de Mario me obligara a poner la cara de
limón. Nina seguía hablando de él, de forma inconsciente, de las cualidades del
fracasado poeta. Según recordaba, ella no había escuchado el poema, pero
recordaba con exactitud los pasajes que no me habían gustado nada. Pensé que
sería por la animada conversación que sostuvieron en secreto mientras oíamos el
sabroso verso de Mario. No quise mortificarme y decidí escuchar sin los oídos.
Nina se durmió rápido cuando llegamos, ni siquiera me dio las buenas noches.
Iván no se apreció en
todo el día por la universidad y cuando encontré a Román no quiso hablar
conmigo, dijo que estaba atareado y que le apremiaba el tiempo. Me fui a la
biblioteca y encontré a una chica a la que le decían “La historiadora” porque
tenía el registro de todos los hombres que habían estado en su facultad. Me
preguntó por Nina. Le dije que estaba bien, que seguía en la casa esperando
encontrar trabajo. Se sonrió y me pidió que le diera un fraternal saludo. No
sabía que fueran amigas y le pregunté desde cuando la conocía. Contestó que,
desde siempre, habían sido uña y carne durante cinco años. Otra vez el maldito
pinchazo me incomodó en la silla. Dejé de estudiar y me fui a ver si Claudio
estaba con Iván. «No está, guevón—me dijo con ese acento tan característico de
los andinos de la tierra del vino—. No lo he visto en todo el día, ¿quieres que
le diga algo de tu parte?».
Llegué a las ocho de la
noche. Nina estaba preparando la cena, me comentó algo que había oído en las
noticias y después me informó que tendría que ir a su casa de campo al día
siguiente y que tal vez se quedaría con sus padres unos tres días. Me
desconcerté porque no aceptó que fuera con ella, además había cambiado bastante
su actitud hacia mí. Le dije que nunca me había quedado solo en su departamento
y que para mí sería mejor irme a la residencia mientras ella volvía. No me
disuadió de mi propuesta y tuve que irme a la mañana siguiente a la facultad
con una maleta. Otra vez no se supo nada de Iván. Le pregunté a sus compañeros
si asistía a sus clases, pero todos se encogieron de hombros. Román evitó
encontrarse conmigo, Azalea no me saludó fingiendo distracción y Raúl que
siempre me invitaba a tomarme una cerveza a su cuarto me dijo que tenía muchas
cosas que hacer. Me fui en la tarde a mi habitación de la residencia. Estaba mi
vecino con su novia y no quería que los molestara. Había llegado en un momento
inoportuno. Decidí ir a buscar a Mario.
Abrió la puerta y se
extrañó mucho al verme. «Hoy es apenas lunes, Armando, ¿te has equivocado de
día?». Le dije que tenía que consultarle mi problema. Me invitó a entrar y nos
sentamos a conversar un rato. Después de haber oído sus consejos para la
escritura, le comenté lo de Nina. Con su actitud habitual me dijo que todo
estaba claro. Que medio mundo sabía que me estaban poniendo los cuernos y el
único que no se enteraba era yo. Me comentó que me parecía a Santiago Nasar, un
personaje de la “Crónica de una muerte anunciada” de Márquez, que tenía más de cinco
años de haberse publicado. Todo mundo lo sabe—repitió por tercera vez—, pero tú,
parece que no te inmutas ante la evidencia. Le pregunté qué debería hacer en
ese caso y me llevé una gran sorpresa porque no me dio la respuesta que yo
esperaba.
Había imaginado que su
consejo sería que dejara de inmediato a Nina y que me buscara otra para poder
olvidarla. Esa era, en cierta medida, la solución que me había implantado yo
mismo y quería que Mario me la constatara, sin embargo, su sermón fue otro. Mira.
Armando—comenzó diciendo—. Hay dos aspectos de la vida humana que necesitas
evaluar antes de tomar una decisión. El primero es que los humanos estamos
formados por dos partes: la animal y la espiritual. La parte salvaje o
instintiva te pide que seas esclavo de las pasiones y sentimientos que genera
tu cuerpo. Los celos, la venganza, el deseo y otras cosas por el estilo son
producto de la esencia carnal. El segundo, es algo más sofisticado que se
relaciona con el espíritu, el alma o el intelecto si los quieres llamar así.
Llamémosle espíritu para que haya más claridad. Tu parte espiritual debe ir más
allá de lo terrenal. Ahora sientes traición por parte de tu novia, pero si lo
ves desde otro punto de vista Iván no ha superado su etapa de macho cabrío que
desea a toda costa aparearse con las mujeres para reafirmarse como hombre. Lo
dijo claramente en su poema ese de “La noche eyaculando”, repitió hasta el cansancio
que necesita sentir liberada su pasión y deseo animal para sentirse realizado.
Su estrategia se basa en convencer a las mujeres de que eso es lo que ellas
desean. Como tiene buen aspecto, se fían de él, pero pronto se decepcionará tu
amiguita porque se va a cansar de ella, a él le interesa sólo el sexo y las
mujeres desean seguridad sentimental, pronto volverá contigo tu querida Nina.
Estará arrepentida y con ganas de mantenerte a su lado para siempre. Has
demostrado ser fuerte y si vuelves con ella, jamás te dejará. Otra cosa es la
comprensión y el sacrificio porque no sabes que tan capaz eres de controlarte.
En el futuro las cosas cambiarán y si llegas a tener alguna ventaja, sea la que
sea, cómo actuarás, serás el hombre tranquilo de siempre o te tentará la
maldad, el instinto, el deseo de venganza o la locura. Necesitas evaluar y
decidir qué tanto quieres a tu novia y cuánto estás dispuesto a sacrificar por
ella. Lo difícil viene ahora.
Al oír estás palabras
estuve a punto de explotar porque me sentía como expuesto a una parrilla y las brasas
ardientes me consumían, los celos me atosigaban, el deseo de venganza me
retorcía los dedos como si fueran ramas de un roble viejo. Lo miré incrédulo,
pero me tranquilizó con sus confesiones personales. No era muy atractivo y se
veía que en su juventud no había logrado muchos triunfos en el amor. Me contó
la forma en que se enamoró de una de sus vecinas, los desprecios que sufrió,
las noches eternas de espera y las pocas aventuras amorosas que nunca le
dejaron ninguna satisfacción. Me comparé con él y encontré muchas similitudes,
no éramos atractivos, éramos bajos de estatura, él blanco y yo moreno, sin nada
que nos distinguiera del vulgo, pero en espíritu teníamos el potencial del
común denominador y la mecha con la cerilla adecuada para encenderla y alumbrar
nuestras opacas vidas. Su condición de siempre era la soltería y no aspiraba al
matrimonio ni a los encuentros ocasionales. Además, decía, era muy tarde para pensar
en esas cosas. A pesar de que mi situación era otra, lo comprendí. Tenía la
oportunidad de recuperar a Nina y su arrepentimiento la haría permanecer junto
a mí en las condiciones que fuera. Mi
entereza, real o fingida, había demostrado que tenía lo que les faltaba a
muchos: sentido común y valor. Mario me fue enumerando uno por uno los sucesos
que vendrían. Más tarde los constaté.
La encontrarás cambiada y
harta de Iván, te pedirá perdón y estará dispuesta a no volverte a traicionar
por nada del mundo, en cuanto correspondas con tu cariño, será tuya para
siempre; pero tú sufrirás una metamorfosis o tendrás que ser muy consciente de
tus actos, para seguir adelante, en caso de que surja el resentimiento. No
deberás enamorarte de nadie ni tener aventuras con otras porque para ella será
un golpe terrible que unirá la humillación con el remordimiento. Debes ir con
pies de plomo. Le agradecí sus consejos y me regresé a ver si mi vecino de
cuarto ya se había ido. Entré y estaban algunas cosas desordenadas, pero nada
que resultara desagradable a la vista o de estorbo al movimiento. En la mesa vi
una nota en la que me comunicaba Igor que no volvería a la residencia en esos
días. Estuve las tres noches durmiendo sólo, soportando las fiestas nocturnas
de los africanos, los rezos de los árabes, las broncas de los latinos borrachos
y las protestas de los rusos. El jueves por la tarde me presenté sin ningún
escrito en la casa de Mario. Todos me recibieron ocultando su compasión.
Bebimos y comimos como siempre. Aníbal estaba leyendo un hermoso poema cuando
se oyó el timbre. Era ella. Sin coleta, con el rostro pálido y la cara sin
maquillar se acercó a mí y me saludó como si nada. Seguimos escuchando los
trabajos de los románticos universitarios. Mario acaparó la conversación
hablándonos de los poemas de Ajmatova, Mayakovski y Gumiliev. Luego, pasó a los
cuadros de Kandinsky y Shemiakin. Nina me dijo que me mandaban saludar sus
padres. Me abrazó y salimos bajo los efectos del vino. Había abusado un poco y
llevaba más de una botella y media encima. No quise entrar en conflicto y seguí
una línea neutra para no provocar malos sentimientos. Al llegar al piso me
quedé dormido.
Apareció de nuevo Iván,
me saludó con cinismo y me presentó a su nueva acompañante. Una pelirroja con
un busto muy prominente y algo descarada. Era alta y tenía las piernas muy
rectas. Terminé las clases, pasé a la biblioteca por un libro de préstamo sobre
la polifonía en la obra de Dostoievski y me fui. Encontré a Nina muy romántica.
Tenía unas velas en la mesa, un pollo asado y manzanas. La botella de moldavo
también esperaba. Pensé un momento en las palabras de Mario cuando descubrí el
temor en la mirada de Nina. Eran unos segundos de oro, la solución decidiría el
futuro: irme o quedarme, he ahí la cuestión—me decía mentalmente—. La miré con
su vestido de flores y sus sandalias de cuero, el pelo ensortijado y los labios
brillantes. Pensé en la siguiente vez que se cambiaría el peinado y decidí que
era el momento más adecuado para aplicar la filosofía de Mario. Sería más
espiritual y no me dejaría llevar por las pasiones carnales. Elevé mis
pensamientos y consideré que había valores más allá de una simple relación de
pareja.
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