Saltó por la ventana y
sintió el frío hormigón, no le había dado tiempo de ponerse los zapatos y el
deseo de fugarse le dio las fuerzas para afrontar el infierno que le habían
descrito sus padres. No podía controlar el temblor de su cuerpo por más
esfuerzos que hacía para sujetar el miedo que seguía haciéndola vibrar como
flor a contra viento. Caminó y sintió la necesidad de tocar en alguna puerta,
pero la razón le aconsejaba buscar una patrulla, pues era primordial rescatar a
sus hermanos. En realidad, estaba muy confundida porque el acto de salvación
era como un desdoblado cuerpo con cabezas mellizas que se le enfrentaba con
lenguas ávidas. Las veía llenas de baba y nada parecidas a las de los monstruos
que le habían descrito sus padres. En su casa le habían metido en la cabeza
toda una década que el peligro rondaba las calles. Recordaba las casas y la
gente como algo nebuloso bidimensional. Ahora estaba dentro de esa pantalla plana,
rodeada por una hilera de viviendas variopintas por dentro e idénticas por
fuera. Se sentía como un perro callejero
escapando del antirrábico. Caminaba de prisa provocando que algunas cortinas
indiscretas parpadearan. No podía detenerse hasta que la interceptara una
patrulla. Era de vital importancia aliarse con el orden oficial y la ley ciudadana
porque en su casa sus padres le habían atiborrado la cabeza con sagradas dádivas
celestiales de los profetas y el resultado no había sido el esperado. No sabía
en qué momento sus padres habían perdido la brecha y se habían metido por los
barrancos escabrosos de la maldad. Entonces tenía doce años y creía en la
educación, la amistad, las diversiones y hacía travesuras con sus hermanos,
pero eso estaba atado al pasado. Ahora tenía veintidós y seguía pareciéndose a
aquella adolescente, sólo que no se había duchado en meses y su pelo era una
fregona, además iba con su camisón del diario. Llevaba quince minutos buscando
la calle principal, las pocas personas con las que se había cruzado se alejaron
temerosas.
Comprobó que su padre le
mentía cuando decía que la gente era peligrosa. Se iba orientando por el ruido
de los motores. Oía de vez en cuando alguna sirena de ambulancia. Aceleró el
paso y vio a unos trescientos metros un flujo de coches. Un hombre le habló y
extendió los brazos para detenerla, pero con agilidad lo esquivó y siguió de
frente. Llegó a la avenida. Los autos pasaban a gran velocidad. Una patrulla del
tercer carril desapareció en sentido contrario sin hacerle caso. De pronto, se
detuvo una patrulla a su lado. Se acercó apresurada y comenzó a implorar ayuda.
El patrullero preguntó por el hospital psiquiátrico más cercano a la moderadora
de la comisaría. No había ninguno cerca. Alice no paraba de hablar. Describía, con
manos ansiosas y pocos detalles, historias que no se creía el patrullero. El
otro poli se quitó la gorra y se sobó la cabeza amasándose el pelo, parecía que
trataba de sacarse los ojos apretándose la cabeza. No lo consiguió. Reportaron el hallazgo. Describieron a la niña
y la subieron al vehículo como si fuera un esqueleto. Estaba desnutrida, la sentaron
procurando que no se le desprendieran los huesos y no se le desgarrara su
envoltura de piel transparente. Ella siguió hablando de lo inimaginable, les
indicó su dirección. Eran las once de la mañana y la zona estaba muy desierta.
Llegaron a su destino.
“Es ahí—dijo Alice con los ojos cubiertos de una telaraña rojiza—, en donde
está la camioneta azul”. Se detuvieron y dejaron a la muchacha con los dedos
enterrados en los respaldos del asiento. Al escuchar el timbre la señora Mary
comenzó a buscar el sonido con la vista, su marido le señaló la puerta poniéndose
el índice en los labios. Se dispuso a ocultar a sus hijos bajo unas sábanas
biliosas y ordenó algunos objetos desperdigados por el suelo. “Somos de la
policía”—le dijeron los hombres a Mary cuando fueron interrogados por la puerta
de caoba. No quiso abrir sin la autorización de Thomas. Este le indicó con
gestos que los hiciera esperar.
Tardaron más de cinco
minutos en meter debajo de los divanes y dentro de los armarios los objetos
manchados de tortura. Avanzaron juntos hacia la puerta, Thomas iba detrás de su
mujer. Ella palpaba el aire como si
quisiera apartar algún obstáculo de su camino. Se fue separando con lentitud la
puerta del marco. Una cortina de luz se extendió en el recibidor. Sintieron el reflejo
de una placa dorada convertida en linterna. La puerta desistió de su
impertinencia y se desbloqueó. Thomas sintió una migraña. Las ideas comenzaron
a estrellársele unas contra otras como bolitas de cristal haciendo ruidos
cascados. Los oficiales no daban crédito a lo que veían. Había cuerpos sin cara
con la cabeza de plumeros y su cuerpo semidesnudo era amarillento. Las voces oprimidas
y gangosas giraban como rehiletes dejando estelas de preguntas: ¿qué pasa aquí?
¿por qué están los niños encadenados? ¿por qué huele tan mal?
El terror les cocía a los
niños los labios y les hinchaba los ojos. Era cierto todo lo que decía Alice,
la familia se había enfrentado a los designios fatales que venían del exterior en
forma de Armagedón o aerolito gigante. “Nos quedamos atrapados en el infierno,
gobernado por nuestros malos sentimientos y fobias—les repitió Alice—. Eran los
demonios que nos acosaban día y noche”.
Sus padres los habían
protegido del peligro el primer año con esmero, pero después las cosas frágiles
se quebraron por la dureza de la psicología humana. Las ideas se comenzaron a
llenar de tumores de duda y temor, esos enormes abscesos fueron pudriéndose
alimentados por la enorme capacidad de información de la red en la que estaban
atrapados y, al final, aplastó la moral, la ética y la religión misma. Empezaron
a construir con los pocos conocimientos de arquitectura filosófica un templo de
paz y armonía, pero les resultó un castillo de espanto e indeterminación.
El espectáculo era
conmovedor para los nuevos espectadores que tenían enfrente un desorden digno
de Diógenes. No podían creer que la estricta disciplina y el claustro exigieran
el uso de los grilletes, sobre todo, tratándose de seres tan endebles y
anémicos como los que estaban de rodillas rezándole a Dios por su salvación. Un
murmullo fue agitando el aire sin poder librarlo de su olor a defecación, pero
capaz de transmitir voces infantiles. Una pregunta se repetía rebotando por
todos los rincones. Los niños tenían los labios de escama y temían que se les
cayeran las lentejuelas de los labios y se tapaban la boca para evitar que se
les desangrara. Gracias a los gemidos de
su oración los demonios fueron saliendo como ramas de árbol, enrollados en
forma de humo verde, para irse despacio, por las ventanas y las puertas. El
miedo desapareció como una exhalación, la duda triste permanecía de pie
llorando con la forma de una viuda. Estaban en hilera los trece niños, su piel parecía
la de las pequeñas lagartijas recién nacidas. Se comenzaron a poner de pie, se
arreglaron el pelo y con las manos entrelazadas rezaban.
Empezaron a llegar nombres
del cielo, se oyó un altavoz y unas sirenas. El padre por fin reaccionó
saliendo de su trance. “Son policías—dijo levantando las manos como pastor en
la iglesia—no nos van a hacer nada malo, no son maléficos. Tengan confianza”.
La madre se soltó a llorar muda de lágrimas de dolor, pero anegada por la luz
de la realidad, dejó que se le derramaran perlitas de rocío matutino. Dirigía sus plegarias al cielo y exigía una
respuesta pronta y reveladora. Confesó, a cambio, sus pecados y haciendo la
señal de la cruz se persignó, luego abrió la boca para que saliera la última
oración. “Tú bien lo sabes, Señor, por el bien de todos era. Nos abandonaste
como a Moisés en el desierto y has mandado a los profetas a que nos indiquen el
camino, bendito seas”.
Uno de los policías preguntó
por las llaves de los candados. El padre se las entregó desprendiéndolas de su
cinturón. Se las ofreció con mano temblorosa como si pesaran demasiado. Se
abrieron los cerrojos y los críos comenzaron a sobarse los tobillos y las
muñecas. Se acariciaron las partes sin llagas. Los encaminaron con dificultad hacia
la salida, arrastrándolos como si no pudieran despegar los pies del parqué. Los
mayores parecían recordar cosas, y sus pies dudaban, los medianos se clavaron
al piso. Iluminados por el día, los más pequeñitos, se miraban las venas azules
debajo de la piel, seguían las rutas de líneas color lila. Todos llevaban el
mismo peinado del padre. En la calle parecían pequeños murciélagos
desorientados, se abrazaban y temblaban. Pronto recobraron la confianza y se
dieron cuenta de que los temores que les habían inculcado sus padres eran
infundados. No había monstruos asesinos, la gente no andaba en la calle con
armas, ni agredían a los demás sin causa, no torturaban ni golpeaban con
látigos, incluso estaban ausentes. Pensaron que, si habían podido soportar los
castigos hogareños, los abusos de la intimidad, las provocaciones, las
instigaciones y hábitos familiares; podrían superar cualquier cosa. Subieron a
un camión que llegó por ellos. Era amarillo. No muy cómodo pero espacioso. Una
mujer les dio unos bocadillos envueltos en papel de cera. Se fueron mirando el
paisaje que les ofrecían las ventanas mientras su boca se llenaba del sabor del
pollo, la lechuga, los tomates y el aderezo secreto del coronel Sanders.
Diez años antes, el señor
Thomas Bronte mantuvo una conversación muy seria con su mujer Mary. Había oído
la profecía sobre el fin del mundo y estaba muy preocupado. Su último viaje a
la costa del Pacífico le había dejado mucha vitalidad a su familia. Eran cinco
miembros en total y querían vivir sin preocupaciones alejados del peligro.
Decidieron no asistir más a las reuniones religiosas o familiares y cambiar su
domicilio. Eligieron una provincia alejada de las grandes ciudades. Un pueblo
pequeño bien comunicado. Había lo indispensable para sobrevivir. Urdieron un
plan de salvación en el que los valores morales les abrirían las puertas del cielo
en caso de que llegara la indeseada catástrofe. Mary se abasteció de libros de
todo tipo para darle clases a sus vástagos. Comenzó su plan con bastante éxito,
los niños mejoraban y ella los comparaba en secreto con los que asistían a los
colegios. Gracias a su experiencia como pedagoga orientaba y apoyaba a sus
polluelos. Comenzó a embarazarse cada año, los bebés llegaban uno detrás de
otro y eran el producto de ese amor intenso que surgía en los momentos de temor.
En la cama, oculto el matrimonio bajo las mantas, se escapaba de sus terrores
enfrentando la muerte a través del fallecimiento simulado que experimentaban
después de cada copulación.
Fue después del
nacimiento del antepenúltimo niño cuando se aficionaron a los libros de terror.
Primero leyeron unos cuentos inofensivos, pero luego descubrieron que había
historias que los hacían temblar de verdad. Dejaron de salir a la calle y,
aunque ya no temían el Armagedón; no se dieron cuenta que sus demonios eran
sensaciones físicas que engendraban ideas en su desgastada mente. Habrían
podido evitarlo dedicándose a leer algo de filosofía, sociología o psicología,
pero cogieron un mal hábito y arrastraron tras ellos a sus retoños. No les
gustaban sus travesuras, veían cosas malas en su conducta, hacían juicios
descabellados y fueron ensuciando su mente confundiendo las tétricas historias
noveladas con la realidad. Por último, se autonombraron libertadores, se
empotraron sus casullas de santos papales. Mary se proclamó inquisidora y
Thomas asumió la responsabilidad del verdugo. Las tramas terroríficas fueron
sirviendo de descripciones para montar el escenario. La locura de la genialidad
le ayudó a Thomas a inventar herramientas e instrumentos de persuasión para el
arrepentimiento. Pronto los condenados que se negaban a confesar se enfrentaban
a los largos interrogatorios. No comían bien, pasaban engarfiados a las paredes
la mayor parte del día y sufrían los desgarres de su intimidad. Alice había
aprendido a escribir a ciegas y por las mañanas sacaba de su escondite su
diario y escribía los martirios sentimentales por los que atravesaba.
En una ocasión su padre
cayó desmayado por un golpe que se dio en la esquina de una mesa. Mary todavía
dormía porque pernoctaba fuera de la noche como todos y deambulaba desde el
alba hasta la tarde cuando era necesario preparar el almuerzo. Su cuerpo se
conducía con dificultad, era como si el operador de sus articulaciones se fuera
a descansar y dejara sólo al auxiliar inexperto. Por esa razón la comida que
preparaba era sosa, salada o se quemaba. De cualquier forma, eso no importaba,
Thomas lo toleraba y los demás acataban las órdenes de zafarrancho contra la
comida y se engullían hasta las migajas.
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