Sus berridos agrietaron
los muros de la casa e hicieron caer la cal del recubrimiento en forma de copos
grises. La partera les dijo a sus padres que se sentía como si estuviera viendo
llorar a todos los niños que había jalado por la cabeza para llegar a este lado
de la existencia. El perro aullaba fuera de la casa espantando a la luna llena,
los ratones se habían acurrucado temblando de pavor, los gatos, sobre todo los
portadores del infortunio miraban verdes con las orejas encogidas. Los pájaros
ya se encontraban en aires vacíos de turbulentos gimoteos y se habían llevado
consigo a todos los vecinos. El señor Schultz
y su esposa habían esperado a su hijo con una careta de ilusión de padres
primerizos, pero se les había caído de pena el rostro y ahora no sabían cómo
actuar. Los bramidos del pequeño desaparecieron al tercer día y se llevaron
toda su acuosidad. Su madre actuó rápido cotejando con su memoria las
experiencias y las viejas historias familiares. El médico le dijo que se guiara
por la intuición porque él no conocía casos como ese y lamentaba que la ciencia
resultara inadecuada para ayudarle. La
señora Schultz se sentía abandonada en un bosque en el que palpaba los cólicos
de su hijo y los metía en su vientre para comprender su dolor, lo mismo hacía
con la viruela, el sarampión y las fiebres provocadas por el desgarramiento de
las encías.
El nene parecía un mártir
valeroso sometido al castigo de la vida. Era inexplicable que no mostrara
ningún signo de dolor. Frederick se puso de pie y caminó precoz. Fue a la escuela
con determinación. El tiempo lo estiraba, le amoldaba el cuerpo para que
resistiera las agresiones de los demás niños y le procuraba el aprecio y
condescendencia de los profesores. Sus compañeros no lo querían y lo fustigaban
con todo tipo de látigos injuriosos. Él no podía llorar porque el depósito
lagrimal se le había vaciado desde el principio y ya no lo podía repostar con
unas nuevas. Aunado a esa pérdida tenía la capital penitencia de la intromisión
que alarmaba a sus compañeros y ocasionaba que arremetieran contra él como
mongólicas hordas. Un día comenzaron a
salírsele algunas frases raras. Sus expresiones eran como afiladas espadas que blandía
con destreza. Lanzaba con excelente puntería saetas y la sagita de su arco era
atemorizadora como visionaria de la muerte por idolatría. Quienes quedaban
expuestos a sus ataques con hachazos y sablazos, soltaban el llanto del que el
mismo Frederic carecía. Sus coetáneos no le entendían nada, por eso eran inmunes
gracias a su analfabetismo sentimental, pero los adultos se aguaban perdiendo
su entereza falsa, sobre todo las mujeres padecían su lenguaje que las obligaba
a mojar los escotes de sus blusas con la brisa dolorosa de las cascadas de lamentación
provenientes de sus ojos. La fina métrica con la que las diseccionaba era como
veneno para sus corazones. En la
adolescencia se convirtió en un terrible matarife. No perdonaba a nadie y hacía
picadillo a quien se cruzaba por su camino. Era una especie de Gengis Khan o Tamerlán
dejando montañas de almas cadavéricas amontonadas en forma de pirámide.
Nadie lo vio nunca como
hombre, pues él mismo se fue alejando con pasos que lo llevaron al desierto, al
abandono y a una ermita. La naturaleza interpretó de forma equivocada sus
cánticos y estimulada por su musicalidad afligió a la gente con frondosos
árboles, insoportables flores de hermoso colorido, intolerantes frutas de pulpa
suave, jugosas y de gran tersura. Divinos paisajes atormentaron la vista de
quienes huían despavoridos de sus grandes confesiones. Destruyeron su monumento
de carne para erigirle uno de impresionantes leyendas, en las que aparecía como
un portento de la tierna crueldad amorosa. Se le imaginaba de pie con la mano
alzada hacia el corazón de quien lo mirara, armado de su equipo de guerra. Para
prevenir a la gente de su peligro se daban clases especiales en las escuelas y
universidades y quiso una famosa academia excomulgarlo del reino del hombre
común invistiéndolo con una toga de desprecio y un medallón de oro. Su nombre
fue borrado de la lista de la gente habitual, se grabó en una placa de cobre y
se metió en el baúl de lo excepcional.
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