miércoles, 28 de febrero de 2018

Realidad 4


Debe haber una forma de establecer comunicación con otras personas—se dijo echando la cabeza hacia atrás y dejando que se le salieran los ojos y se le hundieran las ideas. Parecía un reptil calentando su cuerpo con el sol, estaba inmóvil, sumida en sus razonamientos. Para ella la realidad estaba dividida en cuatro partes. La del consciente que consideraba aburrida, la inalcanzable de la que los filósofos hacían hipótesis, la inconsciente que era, en cierta medida, el opuesto de la primera y, por último, la onírica, la más importante y que le preocupaba más. Les daba mucha importancia a los sueños, pero no los interpretaba a la manera de Freud, ni tampoco se metía en cuestiones del funcionamiento neurológico, los veía como una forma extrovertida de manifestar sus ideas y sensaciones, pero estaba cansada de navegar sola por los terrenos del sueño sin obtener respuestas. 
Todo lo llevaba en un diario y describía con detalles lo que recordaba. Los sueños que se repetían sólo se clasificaban con un nombre y una cifra como fuga 16, boda 35, etc. Terminó de poner sus ideas en orden y, ya enfriadas sus impresiones se dispuso a desayunar. El día era como cualquier otro. Los vecinos se disponían a salir para ir al trabajo y ella sorbía el café escuchando los gritos, recomendaciones, quejas y demás costumbres matutinas de la familia de al lado. Se hizo el silencio y pudo explayarse a su gusto. Puso música y comenzó su modesto arreglo. No le gustaba maquillarse mucho y elegía, como si fuera un japonés dispuesto a dibujarse los ojos con tinta china, el color y el momento más apropiados para hacerlo. Dos trazos y listo, luego sonreía y se comenzaba a peinar, esta tarea tampoco era complicada porque se recogía el pelo, hacía una coleta y la enrollaba para luego sujetarla por detrás con una liga. Se iba tranquila al trabajo encerrada en su actitud cordial y generosa. En realidad, buscaba personas con las que pudiera entrar en contacto durante la noche. A veces creía descubrir a alguien que había visto ya en esa fase de conexión nocturna, pero al preguntarles con insistencia hipnótica ellos volteaban los ojos en actitud de negación o disculpa.

Esta vez era diferente. Tenía a un hombre joven delante de ella, su apariencia física estaba opacada por un halo que lo rodeaba. Le había dado un golpe con el coche. En un giro había perdido el control y le había dado un empellón a la pobre y, al chocar con un muro se había lastimado el hombro. No tenía fractura, pero el dolor la sugestionó. Creyó que se había desmayado, pero estaba allí auxiliada por las fuertes manos de esa aura celeste. Estoy bien, no se preocupe—susurró y se levantó—. Ya puedo caminar. Espere, le ordenó el hombre, aquí tiene mi teléfono por si me necesita alguna vez. La dejó con la mano sujetando el pequeño cartón impreso. Leyó que era un repartidor de una tienda de ropa y se llamaba Salvador Paulus. Lo recordó con elementos del campo onírico y no con los de la gris realidad. Al tercer día lo llamó para saber si podía ser él quien le entregara la ropa que había solicitado en la tienda de moda. El joven se alegró al saber que estaba bien y que, quizás podría empezar una relación con una mujer tan atractiva. Se encontraron y la invitó a salir. Ella seguía intrigada por el borde de luz que había visto en él. Salieron varias ocasiones, pero no lograba distinguir la aureola, pensó que había sido efecto del golpe y desistió de su búsqueda y se focalizó en él. Era simpático y guapo, con buen sentido del humor y una técnica de seducción apropiada. Le fue abriendo la puerta de su confianza, llegó el primer beso, el contacto en las caderas, la humedad del deseo y finalmente el abrazo que produjo su aleación. Se fue acomodando su vida a las nuevas condiciones. Ella buscaba con insistencia la comunicación en el sueño y se reprimía el lenguaje durante el día para experimentar por la noche. Pasaron tres semanas, un mes y al medio año hubo una respuesta. Venía de otro lugar. Le sorprendió mucho que no fuera Salvador quien comenzara a abrazarla en la habitación de aquella recámara abstracta. Lo iba sintiendo con lentitud y cuando distinguió sus colores se sobresaltó. Era un hombre maduro, envuelto en una bata de seda. No parecía oriental, pero acostumbraba a dormirse con ella en las noches y despertarse para revisar sus propios cambios. Hablaba frente al espejo y decía que, en el lejano Oriente, los hombres mayores lo hacían de esa forma y que tenían resultados garantizados. Ella no entendía mucho el mensaje porque en el sueño era muy joven y su piel era el de una crisálida blanca, casi transparente y muy hermosa. El hombre sólo se adhería a ella y la cubría con la seda para que no se enfriara. Así permanecían toda la noche y al amanecer él se despegaba y se miraba en el espejo, ella no podía oírlo, pero veía como se contaba las arrugas, cómo se miraba con atención las canas calculando el número exacto. Luego se pasaba las manos por la cara palpando su piel con la intención de evaluar su suavidad. Después del largo monólogo se reclinaba y le daba un beso en la mejilla. Se iba despacio apoyando los pies como un maestro de artes marciales y en un giro desaparecía. No descartó que ese hombre fuera el otro Paulus, el del otro plano de la realidad. No se parecía en nada y las coincidencias eran remotas, pero tenía viva la esperanza de que fuera así. Trató de establecer comunicación cada minuto de la madrugada. Decidió que durante el día cerraría los ojos ante lo superfluo y miraría con más atención la vida. Revisaba cada rostro, cada movimiento, no había espacio por el que pasara que no quedara con el sello de la comprobación. 

Un día al bajar por la escalera se abrió una puerta y salió una joven muy delgada, con el pelo suelto, no le pudo ver el rostro, pero notó el perfil del señor que la despedía. Su voz llegó como un tintineo metálico y doloroso. Se ajustaban los rasgos y la mirada era igual. Tuvo dos sensaciones contrapuestas, en el vientre, el placer de haber descubierto a su visitante nocturno y, en el corazón, el plomizo dolor de saber que no era Paulus. Adoptó otra vez su tradicional pose, se dejó bañar por los rayos del sol y meditó mucho tiempo. En su cabeza se liberó la lucha de resoluciones. Llegó a la conclusión de que esa noche debía bajar antes de que el hombre subiera. Estuvo muy nerviosa porque Paulus llegó excitado. Como si temiera una separación, se aferraba a su cuerpo con tanta fuerza que a ella se le salieron las pasiones y gritos reprimidos por la abstinencia. En su delirio se imaginó que el hombre de la bata ya estaba a su lado y que era él quien la retorcía con sus brazos. Miraba con dificultad el rostro del semental en el que se había convertido su pareja. Llegó el final con un zumbido en las orejas, una especie de muerte temporal que dejó ver un haz de luz, pero ella ya sabía que no tenían remedio. Paulus sería la atadura real que la sacaría de su laberinto oscuro. Pero en ese momento no era tan opaco, la luz de Paulus no se apagaba y los nervios le erizaban los vellos del cuerpo. No supo cuando se desconectó, cayó en esa trampa del no querer dormir por temor y al resistirse tanto se dejó vencer por el sueño. Llegó primero, él estaba acostado en posición fetal con su bata blanca y peonias. Tenía los ojos abiertos y esperaba dormirse, bajaba el ritmo de la respiración, al parecer había algo que no lo dejaba dormir y se rascaba las piernas o la espalda. Ella por curiosidad trató de grabar las imágenes de su habitación, era muy lujosa y tenía cierta armonía, no pudo oler el incienso, pero vio las nubecitas viajando por el aire, deshizo algunas y notó que había un libro muy grueso en la mesita de noche, más que un tocho de hojas empastadas, el ejemplar le parecía como una puerta que la llevaría por un estrecho túnel. Tardó mucho en cogerlo. Lo abrió en la primera página, era blanca, luego había una especie de prólogo que no le dijo nada que no supiera ya y, después, entró en la historia sin recato.

Esa cuarta realidad existe—decía el autor—. Ya lo he comprobado. Fue muy difícil encontrar la fórmula porque las variantes eran muchas y no había modo de comprobar los resultados. Tuve que crear otros conceptos, alejarme de la tradicional descripción  del mundo. Recopilé las experiencias de mis antecesores. Leí y releí sus diarios. Hice una estadística de sus emociones y reacciones a ciertas condiciones emocionales. Ese trabajo me llevó diez años, pero al final se prendió la chispa. Descubrí que la intensidad del sueño era proporcional al deseo, pero tenía que adecuarse a una frecuencia onírica. Había cientos de ellas y en una noche no se repetían. El factor tiempo era primordial. Un rezago de algunos segundos impedía la unión. Al principio me vi perdido en un bosque de hojas volando por el viento, parecía una tormenta silenciosa y algunas veces eran filos metálicos. Producían dolor o cortes, pero aprendí a esquivarlas. Luego hubo una primera conexión. Era verdad que esas ondas actuaban como el efecto de los imanes, era muy tenue la reacción, pero aprendí a distinguirlas y luego el sentido común me orientó. En una ocasión calculé la hora, la intensidad, la velocidad y la energía de un sueño que había visto en tres ocasiones. Hice todo de la forma correcta y me traslapé. Fue una sensación placentera, tibia, era como nadar en una inexistente agua termal. Llegué hasta ese sitio y la vi por primera vez. Parecía muy cansada, cada vez que se apoyaba sobre su hombro derecho hacía una mueca. Me acerqué y vi que sus párpados eran intermitentes, estaba buscando algo, pero no podía hallarlo, supe de inmediato que se encontraba en medio de la tormenta, llena de dudas y padeciendo los cortes de la hojarasca. Tenía poca experiencia, era una novata completa. Me decidí a ayudarla. Conservé las imágenes y me retiré. Los días siguientes estuve aproximándome a ella, guiándola por el oscuro camino que tenía al frente. Poco a poco, comenzó a distinguir las emociones, el paso se le aligeró y comenzó a buscar con más confianza. Era una total inexperta en la pesca de ondas, sin embargo, la intuición la hacía voltear al notar una ola adecuada. Así fue como llegó al canal exacto. Le produjo dudas e inestabilidad. Mucho tiempo estuvo inmóvil apreciando los fenómenos que ocurrían frente a sus ojos. Finalmente, decidió levantarse y actuar.

Se acostó bajo las condiciones normales de presión y temperatura astral y cerró los ojos. Ya no tembló cuando su piel se hizo blanca como la leche, dejó que su mirada saliera a su interior y me vio detrás, abrazándola. Hizo preguntas y comprendió que sólo ella tenía las respuestas, así que apuntó todo en la memoria y esperó a que me fuera. Los encuentros se fueron repitiendo todas las noches. Se habituó a mi presencia. Podía leer en mis labios lo que no oía. Se habituó al descanso, a los viajes fantásticos que realizábamos. Cada vez se hacía más confiada y llegó a dominar pronto el arte del cálculo preciso. No le costaba mucho saber en qué momento sucedería la transformación y la recibía con una sonrisa. Hoy será su examen final. Vendrá a mi cuarto y me encontrará despierto envuelto en mi bata. Verá cómo me molesta la comezón y, después de leer, se meterá en la cama bajo mis brazos. Sabe que sólo ella podrá continuar la historia. Debería estar sorprendida y arrojar estos escritos a la basura, pero decide no hacerlo. Se queda parada pensando un poco y pone el libro sobre la mesilla. Lo deja abierto en la primera frase del capítulo segundo. Se acuesta desnuda, coge mis manos y se las coloca en las caderas, siente mi cuerpo adherirse a ella. Cierra los ojos y mira hacia atrás. Sonríe y ella misma cuenta mis canas, dice el número exacto de arrugas y me pide que me levante. Salgo de la cama, camino despacio como si el suelo no existiera y ella  vuelve a su habitación.

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