Debe haber una forma de establecer comunicación
con otras personas—se dijo echando la cabeza hacia atrás y dejando que se le
salieran los ojos y se le hundieran las ideas. Parecía un reptil calentando su
cuerpo con el sol, estaba inmóvil, sumida en sus razonamientos. Para ella la
realidad estaba dividida en cuatro partes. La del consciente que consideraba
aburrida, la inalcanzable de la que los filósofos hacían hipótesis, la
inconsciente que era, en cierta medida, el opuesto de la primera y, por último,
la onírica, la más importante y que le preocupaba más. Les daba mucha
importancia a los sueños, pero no los interpretaba a la manera de Freud, ni
tampoco se metía en cuestiones del funcionamiento neurológico, los veía como
una forma extrovertida de manifestar sus ideas y sensaciones, pero estaba
cansada de navegar sola por los terrenos del sueño sin obtener respuestas.
Todo
lo llevaba en un diario y describía con detalles lo que recordaba. Los sueños
que se repetían sólo se clasificaban con un nombre y una cifra como fuga 16,
boda 35, etc. Terminó de poner sus ideas en orden y, ya enfriadas sus
impresiones se dispuso a desayunar. El día era como cualquier otro. Los vecinos
se disponían a salir para ir al trabajo y ella sorbía el café escuchando los
gritos, recomendaciones, quejas y demás costumbres matutinas de la familia de al lado. Se hizo el silencio y pudo explayarse a su gusto. Puso música y
comenzó su modesto arreglo. No le gustaba maquillarse mucho y elegía, como si
fuera un japonés dispuesto a dibujarse los ojos con tinta china, el color y el
momento más apropiados para hacerlo. Dos trazos y listo, luego sonreía y se
comenzaba a peinar, esta tarea tampoco era complicada porque se recogía el
pelo, hacía una coleta y la enrollaba para luego sujetarla por detrás con una
liga. Se iba tranquila al trabajo encerrada en su actitud cordial y generosa.
En realidad, buscaba personas con las que pudiera entrar en contacto durante la
noche. A veces creía descubrir a alguien que había visto ya en esa fase de conexión
nocturna, pero al preguntarles con insistencia hipnótica ellos volteaban los
ojos en actitud de negación o disculpa—.
Esta vez era diferente. Tenía a un hombre joven
delante de ella, su apariencia física estaba opacada por un halo que lo rodeaba.
Le había dado un golpe con el coche. En un giro había perdido el control y le
había dado un empellón a la pobre y, al chocar con un muro se había lastimado
el hombro. No tenía fractura, pero el dolor la sugestionó. Creyó que se había
desmayado, pero estaba allí auxiliada por las fuertes manos de esa aura
celeste. Estoy bien, no se preocupe—susurró y se levantó—. Ya puedo caminar.
Espere, le ordenó el hombre, aquí tiene mi teléfono por si me necesita alguna
vez. La dejó con la mano sujetando el pequeño cartón impreso. Leyó que era un
repartidor de una tienda de ropa y se llamaba Salvador Paulus. Lo recordó con
elementos del campo onírico y no con los de la gris realidad. Al tercer día lo
llamó para saber si podía ser él quien le entregara la ropa que había
solicitado en la tienda de moda. El joven se alegró al saber que estaba bien y
que, quizás podría empezar una relación con una mujer tan atractiva. Se
encontraron y la invitó a salir. Ella seguía intrigada por el borde de luz que
había visto en él. Salieron varias ocasiones, pero no lograba distinguir la
aureola, pensó que había sido efecto del golpe y desistió de su búsqueda y se
focalizó en él. Era simpático y guapo, con buen sentido del humor y una técnica
de seducción apropiada. Le fue abriendo la puerta de su confianza, llegó el
primer beso, el contacto en las caderas, la humedad del deseo y finalmente el
abrazo que produjo su aleación. Se fue acomodando su vida a las nuevas
condiciones. Ella buscaba con insistencia la comunicación en el sueño y se
reprimía el lenguaje durante el día para experimentar por la noche. Pasaron
tres semanas, un mes y al medio año hubo una respuesta. Venía de otro lugar. Le
sorprendió mucho que no fuera Salvador quien comenzara a abrazarla en la
habitación de aquella recámara abstracta. Lo iba sintiendo con lentitud y cuando
distinguió sus colores se sobresaltó. Era un hombre maduro, envuelto en una
bata de seda. No parecía oriental, pero acostumbraba a dormirse con ella en las
noches y despertarse para revisar sus propios cambios. Hablaba frente al espejo
y decía que, en el lejano Oriente, los hombres mayores lo hacían de esa forma y
que tenían resultados garantizados. Ella no entendía mucho el mensaje porque en
el sueño era muy joven y su piel era el de una crisálida blanca, casi
transparente y muy hermosa. El hombre sólo se adhería a ella y la cubría con la
seda para que no se enfriara. Así permanecían toda la noche y al amanecer él se
despegaba y se miraba en el espejo, ella no podía oírlo, pero veía como se
contaba las arrugas, cómo se miraba con atención las canas calculando el número
exacto. Luego se pasaba las manos por la cara palpando su piel con la intención
de evaluar su suavidad. Después del largo monólogo se reclinaba y le daba un
beso en la mejilla. Se iba despacio apoyando los pies como un maestro de artes
marciales y en un giro desaparecía. No descartó que ese hombre fuera el otro
Paulus, el del otro plano de la realidad. No se parecía en nada y las
coincidencias eran remotas, pero tenía viva la esperanza de que fuera así.
Trató de establecer comunicación cada minuto de la madrugada. Decidió que
durante el día cerraría los ojos ante lo superfluo y miraría con más atención
la vida. Revisaba cada rostro, cada movimiento, no había espacio por el que
pasara que no quedara con el sello de la comprobación.
Un día al bajar por la escalera se abrió una
puerta y salió una joven muy delgada, con el pelo suelto, no le pudo ver el
rostro, pero notó el perfil del señor que la despedía. Su voz llegó como un
tintineo metálico y doloroso. Se ajustaban los rasgos y la mirada era igual.
Tuvo dos sensaciones contrapuestas, en el vientre, el placer de haber
descubierto a su visitante nocturno y, en el corazón, el plomizo dolor de saber
que no era Paulus. Adoptó otra vez su tradicional pose, se dejó bañar por los
rayos del sol y meditó mucho tiempo. En su cabeza se liberó la lucha de
resoluciones. Llegó a la conclusión de que esa noche debía bajar antes de que
el hombre subiera. Estuvo muy nerviosa porque Paulus llegó excitado. Como si
temiera una separación, se aferraba a su cuerpo con tanta fuerza que a ella se
le salieron las pasiones y gritos reprimidos por la abstinencia. En su delirio
se imaginó que el hombre de la bata ya estaba a su lado y que era él quien la
retorcía con sus brazos. Miraba con dificultad el rostro del semental en el que
se había convertido su pareja. Llegó el final con un zumbido en las orejas, una
especie de muerte temporal que dejó ver un haz de luz, pero ella ya sabía que
no tenían remedio. Paulus sería la atadura real que la sacaría de su laberinto
oscuro. Pero en ese momento no era tan opaco, la luz de Paulus no se apagaba y
los nervios le erizaban los vellos del cuerpo. No supo cuando se desconectó,
cayó en esa trampa del no querer dormir por temor y al resistirse tanto se dejó
vencer por el sueño. Llegó primero, él estaba acostado en posición fetal con su
bata blanca y peonias. Tenía los ojos abiertos y esperaba dormirse, bajaba el
ritmo de la respiración, al parecer había algo que no lo dejaba dormir y se
rascaba las piernas o la espalda. Ella por curiosidad trató de grabar las
imágenes de su habitación, era muy lujosa y tenía cierta armonía, no pudo oler
el incienso, pero vio las nubecitas viajando por el aire, deshizo algunas y
notó que había un libro muy grueso en la mesita de noche, más que un tocho de
hojas empastadas, el ejemplar le parecía como una puerta que la llevaría por un
estrecho túnel. Tardó mucho en cogerlo. Lo abrió en la primera página, era
blanca, luego había una especie de prólogo que no le dijo nada que no supiera
ya y, después, entró en la historia sin recato.
Esa cuarta realidad existe—decía el autor—. Ya
lo he comprobado. Fue muy difícil encontrar la fórmula porque las variantes
eran muchas y no había modo de comprobar los resultados. Tuve que crear otros
conceptos, alejarme de la tradicional descripción del mundo. Recopilé las experiencias de mis
antecesores. Leí y releí sus diarios. Hice una estadística de sus emociones y
reacciones a ciertas condiciones emocionales. Ese trabajo me llevó diez años,
pero al final se prendió la chispa. Descubrí que la intensidad del sueño era
proporcional al deseo, pero tenía que adecuarse a una frecuencia onírica. Había
cientos de ellas y en una noche no se repetían. El factor tiempo era
primordial. Un rezago de algunos segundos impedía la unión. Al principio me vi
perdido en un bosque de hojas volando por el viento, parecía una tormenta
silenciosa y algunas veces eran filos metálicos. Producían dolor o cortes, pero
aprendí a esquivarlas. Luego hubo una primera conexión. Era verdad que esas
ondas actuaban como el efecto de los imanes, era muy tenue la reacción, pero
aprendí a distinguirlas y luego el sentido común me orientó. En una ocasión
calculé la hora, la intensidad, la velocidad y la energía de un sueño que había
visto en tres ocasiones. Hice todo de la forma correcta y me traslapé. Fue una
sensación placentera, tibia, era como nadar en una inexistente agua termal. Llegué
hasta ese sitio y la vi por primera vez. Parecía muy cansada, cada vez que se
apoyaba sobre su hombro derecho hacía una mueca. Me acerqué y vi que sus
párpados eran intermitentes, estaba buscando algo, pero no podía hallarlo, supe
de inmediato que se encontraba en medio de la tormenta, llena de dudas y
padeciendo los cortes de la hojarasca. Tenía poca experiencia, era una novata
completa. Me decidí a ayudarla. Conservé las imágenes y me retiré. Los días
siguientes estuve aproximándome a ella, guiándola por el oscuro camino que
tenía al frente. Poco a poco, comenzó a distinguir las emociones, el paso se le
aligeró y comenzó a buscar con más confianza. Era una total inexperta en la
pesca de ondas, sin embargo, la intuición la hacía voltear al notar una ola
adecuada. Así fue como llegó al canal exacto. Le produjo dudas e inestabilidad.
Mucho tiempo estuvo inmóvil apreciando los fenómenos que ocurrían frente a sus
ojos. Finalmente, decidió levantarse y actuar.
Se acostó bajo las condiciones normales de
presión y temperatura astral y cerró los ojos. Ya no tembló cuando su piel se
hizo blanca como la leche, dejó que su mirada saliera a su interior y me vio
detrás, abrazándola. Hizo preguntas y comprendió que sólo ella tenía las
respuestas, así que apuntó todo en la memoria y esperó a que me fuera. Los
encuentros se fueron repitiendo todas las noches. Se habituó a mi presencia.
Podía leer en mis labios lo que no oía. Se habituó al descanso, a los viajes
fantásticos que realizábamos. Cada vez se hacía más confiada y llegó a dominar
pronto el arte del cálculo preciso. No le costaba mucho saber en qué momento
sucedería la transformación y la recibía con una sonrisa. Hoy será su examen
final. Vendrá a mi cuarto y me encontrará despierto envuelto en mi bata. Verá
cómo me molesta la comezón y, después de leer, se meterá en la cama bajo mis
brazos. Sabe que sólo ella podrá continuar la historia. Debería estar
sorprendida y arrojar estos escritos a la basura, pero decide no hacerlo. Se
queda parada pensando un poco y pone el libro sobre la mesilla. Lo deja abierto
en la primera frase del capítulo segundo. Se acuesta desnuda, coge mis manos y
se las coloca en las caderas, siente mi cuerpo adherirse a ella. Cierra los
ojos y mira hacia atrás. Sonríe y ella misma cuenta mis canas, dice el número
exacto de arrugas y me pide que me levante. Salgo de la cama, camino despacio
como si el suelo no existiera y ella vuelve a su habitación.
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