Dejaron de sonar las pequeñas
piedras aplastadas por los dudosos pasos, la hojarasca enmudeció y una lluvia
de alfileres de pino cayó sobre el maletero del coche abandonado. ¿Es aquí?
—preguntó el inspector Omaña— debe estar dentro, ábranlo. Los ayudantes
forzaron la cerradura medio desclavada y apareció el cuerpo. Mostraba huellas
de tortura y estaba enrollado como una oruga. Es el padre Goyenechea—exclamó el
sacerdote José Anguiano bajando la vista para no presenciar el horrible espectáculo
que seguiría a continuación—. Los forenses cogieron de los brazos el cadáver y
lo reclinaron para poderlo sacar. Pancho Real ya le había tomado unas fotos y
el cuerpo parecía haber quedado con las manchas de la luz de flash en algunas
partes. En realidad, eran las espigas de los huesos quebrados o la piel pelada
que dejaba ver capas blancas del tejido graso. Estaba desnudo y había sido
maltratado. Cuando lo pusieron en una camilla notaron la mueca desesperada del
rostro. Era como si se hubiera muerto en el momento intermedio de una
convulsión. Marcelino Goyenechea nunca había padecido de epilepsia y había sido
muy respetado por su sabiduría y autoridad. Siempre se había impuesto a los
ataques de sus enemigos, pero esta vez Dios lo había dejado a su suerte
poniéndole una prueba a su voluntad y fe cristiana. Subieron el cuerpo envuelto
en una bolsa negra y se lo llevaron. El inspector Omaña le hizo algunas
preguntas a José Anguiano, pero éste se disculpó argumentando que se sentía
mal. El experimentado y condescendiente jefe de policía le dijo que no había
problema, pero que lo esperaba al día siguiente en la comisaría para hacer sus
declaraciones, cosa indispensable para la aclaración del crimen.
Anguiano llegó
a la iglesia tranquilo, se encerró en su habitación y durmió unas tres horas.
Su sueño fue como una caída libre hacia el olvido, como la filtración de las
malas experiencias de su vida por una gaza de espiritualidad en la que dejó sus
faltas y salió de la cama con determinación. Había superado su metamorfosis y
estaba listo para afrontar las consecuencias de su errónea conducta. Se puso su
sotana, se lavó la cara para despojarse de los restos de modorra que le
quedaban. Dio algunas vueltas buscando algunos objetos y se sentó a escribir su
confesión.
Llegué a la iglesia de
Sta. Lucía hace dos años. Fui recibido por el cura Marcelino Goyenechea con
mucha cordialidad. Me adapté rápido a las condiciones del servicio y pronto me
sentí como un miembro de la comunidad. Se hablaba muy bien de mí y después de
mis sermones del fin de semana la gente se me acercaba para abrirme su corazón.
Cumplía con esmero las tareas que me dejaba el cura, en su ausencia me esmeraba
hasta lo imposible para mantener la casa de Dios presentable e intacta de la
maldad humana. Con el tiempo mis tareas se fueron aligerando, el ayuno fue
menos rudimentario para convertirse en algo significativo en mi vida. Afronté
con avidez la responsabilidad que se me estipuló. Ayudé en campañas benéficas,
trabajé con la gente cuando se desbordó el río, ofrecí la comunión, bauticé y
casé a medio mundo. Me hice popular y respetado por mi fuerza de voluntad y
resistencia. Me habían enviado por un periodo de cinco años y hacía todo lo
posible por mantener limpio mi historial, pero sobre todo para ir subiendo con
diligencia en la escalinata de la diócesis. Un día tuve que hacerle una
confesión a un hombre. Entró en la iglesia y me preguntó si lo podía atender
porque quería revelarme sus pecados. Nunca lo había visto en misa y no parecía
de aquí porque se vestía con buen gusto. Me dijo que se llamaba Arcadio Morente.
No tenía nada de especial más que el perfume, el afeitado y el atuendo de
empresario. Le pregunté algunas cosas superfluas y oí que arrastraba un poco
las erres. Le exigí que me confiara sus pecados y me dispuse a escucharlo, pero
no se refirió, al principio a nada en particular, más bien parecía que estaba
hablando consigo mismo para elegir la mejor forma de explicarme las cosas. ¿Ha
leído sobre la historia del cristianismo, padre? —preguntó con un susurro—. Le
dije que era nuestra obligación estudiar teología y aspectos relacionados con
Jehová y que sabíamos cómo había sido fundada la iglesia y quienes habían sido
los Papas. Aclaró que se refería a los momentos históricos de la religión
católica y las etapas de desarrollo social por las que atravesó. Me habló de la
iglesia en La Edad Media, en El Renacimiento, en La Revolución Industrial y en
la actualidad. Lo obligué a que tratara temas personales, pero me llenó la
cabeza de ideas raras. Usó palabras como explotación de los campesinos,
esclavismo y trata de personas, del engaño de los representantes de la iglesia,
el abuso del poder y muchas cosas más. Tuve que oírlo durante una hora y
lamenté mucho no haberme deshecho de él de inmediato.
Hubiera podido olvidar el
suceso, pero por las tardes; cuando me encontraba sólo realizando tareas
simples como la jardinería, la limpieza del patio, ayunando o colaborando en el
campo para darle ánimo a los campesinos se me atoraban como piedras en los
zapatos las preguntas del tal Morente. Al principio, por precaución, lo evité
cuantas veces pude; lo malo era que el muy astuto investigaba mis actividades a
través de los monaguillos o los niños que venían al catecismo. En varias ocasiones me quedaba esperando, por
petición de los niños, a alguna madre o pariente que se interesaba por el
progreso de sus vástagos, pero aparecía Arcadio en lugar de esas personas.
Se presentaba en las
condiciones menos favorables porque me cogía desprevenido y me soltaba
preguntas relacionadas con las injusticias que había cometido la iglesia, con
la cacería de brujas, con la demostración de la existencia de los demonios—él
decía que eran sólo nuestros malos sentimientos que nos inducían a la maldad—.
Me preguntaba si creía en la canonización y si los canonizados lo merecían, si
había milagros de verdad y, lo peor, cuando sus preguntas se dirigían hacía el inmenso
poder de Dios, el Antiguo testamento y las enseñanzas de Cristo. Para mí era un
infierno verme como un hombre de fe, devoto y noble, pero sin información
suficiente para contrarrestar las embestidas del insolente hereje, como lo
empecé a llamar.
Decidí buscar yo mismo
las fuentes y analizar con el mejor criterio esas cuestiones de las que
hablaba. Antes de eso cometí un error enorme al comentárselo al padre
Marcelino. Estábamos vistiéndonos después de una acalorada búsqueda del amor,
como lo llamaba entre nosotros Goyenechea, y después de despedir y persignar a
unos jovencitos, le hice la pregunta. Se encolerizó y dijo que dejara de
relacionarme con aquel insensato que lo único que perseguía era provocarnos.
Recordé su actitud ante las cosas que le desagradaban y vi su cara en el
momento más agrio de su impotencia en esos supuestos momentos del amor en los
que se esforzaba por liberarse del pecado y no le resultaba. Eso de la búsqueda
del amor era para mí un hábito surgido en una noche muy rara.
Una ocasión en la que me
encontraba recostado en mi cama y ya estaba conciliando el sueño, oí un andar
hosco, luego unos golpes muy prudentes en la puerta. Me levanté y lo vi
sudando, como si fuera presa de un temor incontrolable, no le alcancé a
preguntar lo que le sucedía porque entró y cerró la puerta. Dio unas vueltas como
si fuera un preso, me miró y comenzó a hablar del poder de los buenos sentimientos
del ser humano. Su voz se fue tranquilizando y tomó un cariz noble. Definió los
conceptos de compromiso, de solidaridad, de abnegación, cariño, y la capacidad
de ceder en una situación. Abracémonos, hermano—me dijo después de estar
hablando casi veinte minutos solo, lo hice como me pidió pensando que se sentía
desprotegido y olvidado del Señor, pero se aferró a mí y siguió hablando de la
sensibilidad del alma. Luego me confesó sus problemas y me pidió ayuda. No
podía despegarse de mí y entonces me pidió que fuera condescendiente. Todo fue
muy raro, mi cuerpo y mi pensamiento estaban separados. Goyenechea decía que el
cuerpo es un estorbo para el espíritu, que tiene necesidades primitivas de
animal que no se pueden curar con la voluntad y la fe. Me acarició y siguió
obsesionado con su lucha contra el templo del alma.
Cayó en mis manos un
libro sobre el dogma de Cristo. Fue después de la última reunión en búsqueda
del amor con el padre Marcelino y cuando despertó en mí el deseo de venganza. Me
lo entregó uno de los niños que quería hacer su primera comunión y aseguraba
que su padre me lo había enviado para que desmintiera lo que decía en ese
panfleto un pensador blasfemo. Tuve el presentimiento de que era el tal Morente
y no el padre del muchacho quien me lo hacía llegar con esa argucia. Lo
confirmé después cuando estaba realizando la compra de algunos víveres en una
tienda muy grande en la que me interceptó Arcadio. Me saludó muy cordial y me
hizo preguntas directas sobre el resultado de mi lectura. Mi comprensión de la
voluntad del Señor no fue suficiente para derrocar hipótesis fundadas en datos
precisos, por lo que me embrollé y tuve que perder esa partida explicando que
la división de clases sociales no la había inventado Dios, que tampoco era un
invento de los judíos la idea de luchar contra un padre autoritario creando un
hijo arrepentido y solidario. Me retiré indignado, me reproché mi debilidad
mental y mi ingenua esperanza en los milagros. Me estrellé con esa sonrisa irónica
preguntándome si le hacía más caso a la seudociencia que a las leyes de la
naturaleza y al cuestionamiento de si Dios, al crear el mundo, había calculado
con el tres punto catorce dieciséis y, de ser así, por qué había cosas en las
que mi Dios era todopoderoso y en otras indiferente y hasta cruel. Me recordó
que la abnegación era un método para someter a los cobardes y débiles de
espíritu, una estrategia para borregos sin valor y opinión propia con la que
los ricos y poderosos nos mantenían de rodillas esclavizados. Una semana
después, también por conducto de otro niño, llegó a mis manos un compendio
histórico de la iglesia católica, de sus papas, de sus matanzas, su Santa
Inquisición, de la noche de San Bartolomé, las canonizaciones y los abusos a
menores por parte de los representantes de la Iglesia, también recibí artículos
en los que se hablaba de los tesoros del Vaticano, del apoyo al genocidio e
infinidad de libros prohibidos por la iglesia.
Ya no podía llevar a
espaldas el peso de la realidad. Mi fe no me daba la fuerza suficiente para
seguir llevando a cuestas mi carga y el punto final llegó con un título
espantoso: El anticristo. Lo leí por inercia, pues la inquietud que me había
despertado Arcadio ya iba desbarrancándose por un acantilado mortal. Leí con
detenimiento y me asombró que, en lugar de encontrar a un demonio
inmisericorde, el famoso anticristo, era un simple disidente de la doctrina de
Cristo, o sea, los miembros de la iglesia. Al cerrar el libro no pude desconectarme
y quedé atrapado en esas rejas ideológicas que habían condenado al pobre autor.
Por la noche, se repitió
la misma escena del primer día en el que busqué el amor con ayuda del padre
Marcelino. Comenzó con reproches, me dijo que lo había dejado solo mucho tiempo
y que el espíritu necesitaba alivio, que mi conducta había sido muy extraña las
últimas semanas y que debía volver al redil de hijo obediente, me pidió un
abrazo solidario, tierno y lleno de bondad como era su costumbre, pero me negué
y en lugar de dejarme convencer por su conversación de lobo, le atajé con las
preguntas ociosas de los libros que me hacía llegar Arcadio. Se irritó tanto
que echó espuma por la boca. El problema, no eran las preguntas que le espetaba;
sino las correcciones que yo le hacía cuando respondía precipitado. Me miró
echando lumbre, como si sufriera una auto incineración, me habló del exorcismo,
pero era él quien lo necesitaba por esa lucha contra sus propios males y
demonios internos. Salió derrumbándose por la puerta. Me imaginé la cadena de
acontecimientos que vendrían a continuación. Por primera vez, repetí de forma
inconsciente esa frase de sabiduría popular que sueltan las ancianas cuando dan
consejos. “Piensa mal y acertarás”.
No me equivoqué porque
unos días después llegó un citatorio de la diócesis en la que me exigían
desistir de mis palabras. No me preocupaba mi futuro. Era más bien un rencor
doloroso germinado por la serie de engaños y abusos por parte del padre
Marcelino. No podía quitarse su expresión agria de la cara y se ensañaba contra
quien se le cruzara en el camino. Anteayer lo sorprendí desnudo en compañía de
unos adolescentes. Jugaban al amor, se besaban con ternura y le agradecían al
Señor por su bondad, prometían tontería y media. No me pude resistir a la
fuerza que apareció en mis manos. Salté sobre él y lo comencé a golpear. Los
chicos desaparecieron rápido y cogí los instrumentos que tenía para las auto flagelaciones,
le metí un calcetín en la boca y comencé a azotarlo con todas mis fuerzas. Le
saltaban los chorros de sangre, parecía que se le saldrían los ojos en cualquier
momento y se arrastraba por las losas como gusano. No recuerdo en qué momento
dejó de moverse. Lo volteé, pero estaba desmayado con la cara torcida. Lo miré
tendido con el endeble cuerpo velludo, las piernas escuálidas y de pronto
despertó, entonces cogí un crucifijo de bronce y lo comencé a golpear oí crujir
su piernas y brazos. Más tarde lo envolví en una sábana y fui por la vieja
camioneta que usábamos para la compra de víveres, lo eché en la parte de atrás
y me dirigí a un sitio donde había visto un coche abandonado. Llegué y bajé a
Marcelino. Le quité la sábana y lo eché como si fuera un perro muerto en el
maletero, traté de cerrar la portezuela, pero no pude, tuve que intentarlo
varias veces hasta que se trabó. Me subí de nuevo a la camioneta y volví a la
iglesia. Me quedé pensando en cuánto tiempo tardarían en encontrarme. Pensé que
tenía que recibir mi castigo por mi falta de fe y cordura, en mi participación
en las aberraciones de Goyenechea y en los abusos que había cometido por su
influencia. Los cardenales y obispos me tenían sin cuidado porque eran demonios
usurpadores, encubridores del mal. Se me vinieron a la cabeza esas frases de
Arcadio definiendo la religión como el opio del pueblo. Sopesé el mal que había
hecho, sabía a la perfección cuáles eran mis pecados y decidí que debía morir,
había causado el mismo, o tal vez más, daño que el desgraciado Marcelino. Claro
que él era consciente, sin embargo, mi ignorancia, mi falta de sentido común,
mi complicidad y mi cobardía no me liberarían jamás de mi crimen y aumentarían mi
culpabilidad.
No he tenido que esperar
mucho tiempo. Ha llegado el inspector Omaña y me ha preguntado por Goyenechea.
No me han dado ganas de ocultarme, así que le he confesado de inmediato el
sitio dónde dejé el cuerpo. Hace unas horas hemos vuelto, sé que me espera la
cárcel y no deseo pasar mi vida purgándome de culpas que no tengo. No lamento
nada más que mi torcido destino. Si fuera a juicio, qué podría argumentar en mi
defensa. Mi abogado tendría que remar contra corriente, tendríamos que
enfrentar al pesado tren de la historia sin ningún beneficio. Por el contrario, seríamos más culpables por difamar a la Santa Casa de Dios, por blasfemar en contra de
toda una organización que se aferra al poder a pesar de su ignorancia. Hay otra
cuestión que me inquieta. Es la aparición de Arcadio Morente, mi intuición me
dice que él fue abusado también, pero no tuvo el valor de vengarse, quizás me
encontró y decidió usarme como ejecutor. Tal vez no sea así y uno de sus
parientes haya sufrido las violaciones de Marcelino, no sé qué pensar habrá
otras tantas hipótesis que cabrían en ese hueco, pero no las voy a confirmar.
Espero que otros sacerdotes sufran mi mal y se decidan a provocar ese cambio
social que necesita la humanidad. Me voy tranquilo y sin remordimientos. Me
encomiendo al hijo del hombre que sí existe y va en cada uno de nosotros. Los
débiles son los que se dejan vencer por la ambición, la perversión y el lujo.
Adiós, malditos clérigos malvados, frustrados. Que los condene su fe y su
impotencia en el momento final. Lo único que imploro es el perdón de mis
semejantes y que se realice lo que Cristo quiso. Amémonos como seres
racionales, hagamos el bien para no perjudicar la salud física y mental de las
personas. No hay nada que temer, el mal es la violación a los buenos, pero lo
bueno no debe desvirtuarse ni manipularse por enfermos. Oigo pasos. Es mi hora.
Adiós para siempre.
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