Akihiro se fue del Japón. Llegó a un país
latinoamericano para pasar el resto de su vida cerca de la naturaleza. Era
joven todavía y deseaba cambiar de existencia por completo. Le había dedicado
tres décadas a su trabajo y tenía un capital que le permitiría vivir sin
problemas en un pequeño pueblecito del centro del país. Había algunas montañas
cerca y se veía desde su pequeña casa de adobe, un volcán nevado que le
recordaba al Fuji. Llegó en un autobús de segunda clase y tuvo que andar más de
un kilómetro para llegar a su destino. No llevaba equipaje y conservaba sólo
algunas cosas que lo unían a su patria. Por el trayecto se dio cuenta de que
había un río, pastizales ralos, muchos cactus, y árboles frutales. No había
muchas casas y la población vivía de lo poco que se producía allí. Lo más
abundante por temporadas era el maíz, el frijol, el tomate, las lentejas,
garbanzos y frutas. Se estableció en su pequeña vivienda que estaba limpia,
pero no contaba ni con baño ni con luz.
Una mujer del pueblo de nombre
Magdalena le llevó comida y conversó con él un poco. Akihiro había estudiado
español en su empleo y había negociado un par de veces con los españoles. Casi
no habló de sí mismo y arremetió con muchas preguntas breves a la mujer que se
admiraba que un extranjero la entendiera tan bien y le ayudara con las palabras
que desconocía. Al terminar la conversación le dijo a su nuevo conocido que
tuviera cuidado de cerrar bien la puerta por la noche y arroparse bien.
Al día siguiente salió como si hubiera sido
alumbrado en otro mundo. Un hombre joven acompañado de una vaca lo miró con
curiosidad y lo saludó. Akihiro se
dirigió al río y se echó un chapuzón en el agua fría. Salió temblando, diciendo
cosas en su idioma que los curiosos, escondidos entre los matorrales, no
entendieron y al tratar de acercarse para oír mejor, delataron su presencia.
“Vengan aquí—les dijo con una gran sonrisa y temblando enrollado en su toalla—.
Báñense conmigo”. Nadie aceptó y lo siguieron hasta el otro lado del pueblo.
Como no tenía la presión del trabajo y las responsabilidades de antes, Akihiro,
paseaba mucho. Descubrió unos árboles a punto de caerse y les pidió a algunos
hombres que le ayudaran a cortarlos. Los pueblerinos no dejaban de asombrarse
con el nuevo habitante que les parecía un extraterrestre. Pidió que le ayudaran
a hacer tablas y vigas. Trabajó en compañía de todos y se hizo amigo de los
jóvenes a quienes enseñaba con paciencia. Cuando consideró que tenía la madera
suficiente para poner los cimientos de su casa, se fue a escoger un terreno
plano. Eligió la orientación, contó los pasos que había hasta el río, aplanó el
terreno y empezó la edificación. Diseñó un techo sencillo, le regalaron tejas
que fue adaptando al estilo que deseaba, se hizo unos muebles prácticos y con
paja hizo grandes biombos, dinteles y puertas correderas para dividir las habitaciones.
Les pidió a unas mujeres que le diseñaran unas mantas de lana gruesas para
ponerlas como alfombras. La gente aprendió muchas cosas, tales como elaborar
papel de arroz y atar juncos como bambús. Rápido le pidieron autorización para
usar sus técnicas de decoración e, incluso, construir algunas copias de su casa.
Akihiro se alegró mucho al saber que la gente estaba dispuesta a realizar
cualquier tipo de trabajo en su compañía.
Colaboró en las reformas de algunas casas,
enseñó a la gente a tomar té por las tardes y bebía con gusto la bebida
caliente de maíz que le llevaban todos los días. En una ocasión preguntó por
qué no dividían los terrenos para sembrar arboles frutales y todo tipo de
legumbres. Fue cuando se enteró de que nada se podía producir sin la
autorización de don Nacho, el cacique que dominaba la región. En realidad, don
Nacho ya estaba al tanto de lo que sucedía en el poblado y estaba esperando el
momento para presentarse ante el extranjero y dictarle una por una las normas
que tendría que acatar. Akihiro habló con Felipe, uno de los hombres más
fuertes y le preguntó qué pasaría si empezaran a producir legumbres. La
respuesta no fue muy esperanzadora porque se enteró de que tendrían que recibir
la autorización de don Nacho para desviar el agua para el riego, además le
tendrían que dar el cincuenta por ciento de la cosecha y la otra si se las
compraba a bajo precio. Akihiro anduvo dando vueltas por todos lados, hizo
mediciones, calculó distancias, preguntó por el temporal y las sequías y
lluvias, preguntó por los almacenes de semilla, buscó garbanzos, habas, frijol,
maíz. Preguntó por las higueras, los limoneros, la naranja, el aguacate y los
nísperos. Llamó a las familias y las puso a dividir sectores de tierra y les
indicó por donde harían los surcos, que sitios eran mejores para probar con el
arroz. Una semana después escribió una carta para que se la llevaran a don
Nacho.
La visita no se hizo esperar. Llegó acompañado
de sus matones y de forma altiva le advirtió que, si seguía organizando a la
gente en su contra, se tendría que atener a las consecuencias. Akihiro le dijo
que en su país eso ya había pasado en la Edad Media y que no le preocupaba
mucho, que mejor le dijera bajo que condiciones estaría dispuesto a negociar.
Como se lo habían dicho, don Nacho pidió el cincuenta por ciento de la cosecha
y precios favorables para la compra del resto. Akihiro le dijo que estaba de
acuerdo en lo primero, pero que en lo segundo no porque el fruto del trabajo
sería para la manutención de la gente de allí. Don Nacho miró la tierra y
preguntó si iban a tocar a los animales. Akihiro le dijo que sí, pero que, si
aceptaba el cincuenta por ciento, le entregarían a tiempo su parte. Don Nacho
con una sonrisa sarcástica miró alrededor, repasó con ojos de águila a los
reunidos y dijo que aceptaba. Akihiro le dijo que le enviaría un documento para
que lo firmara y así se comprometieran las dos partes.
La gente comenzó a arar la tierra. Se
dividieron la producción por temporadas y quedaron en construir almacenes para
mantener los sobrantes. Sembraron peros, manzanos, limoneros y aguacates.
Akihiro consiguió unos cerezos y los puso cerca de su casa. Organizó a las
personas para mejorar los caminos y pronto se vio circulando una gran cantidad
de caballos flacos por el centro de la localidad. Se había construido una gran
fuente y se habían puesto un quiosco rudimentario pero multifuncional. Pronto la gente comenzó a sacar sus
instrumentos musicales y algunos vecinos llegaron arrastrados por la
curiosidad. La población a la que todos llamaban el nuevo Tokio mantuvo su
promesa de no lucrar con la producción. El mismo don Nacho estaba asombrado de
que una población tan pequeña produjera casi lo mismo que sus grandes
territorios. Había siempre peleado por el agua y era una de las razones por la
que el antiguo pueblo de San Martín estaba a punto de desaparecer. Ahora, era
imprescindible para el terrateniente que con gusto vio que la producción crecía
con los meses. En el nuevo Tokio la gente se paseaba y recibía, por cortesía de
los habitantes, granos de maíz cocido, higos o cualquier fruta de temporada.
Había lugares especiales para depositar la basura, la limpieza era una de las
grandes responsabilidades y por eso nadie tiraba nada. Se construyó una pequeña
capilla y se empezaron a oficiar misas. El padre Armando, que se había retirado
por problemas con el Vaticano, encontró en Akihiro un consejero sensacional. Le
recomendó muchos libros de cristianismo en los que se hablaba de las enseñanzas
de Cristo como una escuela de la no violencia y bienestar espiritual del
hombre.
“Hermanos—decía vestido de campesino el padre
Armando—. Recapacitemos sobre los preceptos de Cristo. Debemos hacer el bien
para recibir el bien y atacar el mal con el bien porque el mal sólo trae
problemas y violencia. El hombre no debe vivir para las necesidades y
perversiones de la carne. No nos dejemos llevar por la ira, la envidia, el
odio, los celos y todas esas pasiones que nos crean la enemistad con el
prójimo. Vivamos para desarrollar nuestro espíritu y démosle a nuestro querido
amigo Akihiro las gracias por su bondad y buena fe”.
Don Nacho comenzó a preocuparse porque los
espías que mandaba para ver qué tanto fraguaban en la población regresaban
transformados y algunos habían perdido empuje. Ya no era tan bravucones como
antes y uno que otro de plano desertó, a pesar de las amenazas de don Nacho.
“Tiene que ir a oír lo que dicen allí, don Nacho—le decían las personas sin
inmutarse—, esos hombres le cambiarán la vida. No quieren revoluciones, ni
tierras ni dinero, sólo vivir en armonía”. Qué armonía ni que ocho
cuartos—decía enfadado don Nacho sin poder entender la situación real—. Ya
verán cuando me comunique con el gobernador y le diga el complot que están
tramando esos canijos. Se van a acordar de mí, carajo.
El gobernador Rosendo Méndez ya conocía los
detalles del conflicto y cuando don Nacho lo visitó en su oficina le dijo que
haría todo como de costumbre, pero que tratándose de un extranjero las cosas se
complicaban y necesitaría más tacto, además estaban por celebrarse las próximas
elecciones y no podía arriesgarse mucho para no perder votos. Llegaron a un
acuerdo y establecieron una fecha para desaparecer al incómodo visitante que
tanto daño había causado en la región. Un día antes de que se llevara acabo el
plan secreto del gobernador, llegó al nuevo Tokio, Isamu, un compañero de
Akihiro, que había hecho el viaje atraído por la curiosidad que le despertara
su ex compañero de trabajo. Fue recibido con honores al estilo tradicional y la
gente se ofreció a construirle una casa igual a la de Akihiro en el terreno de
enfrente. Se negó con insistencia, pero esa misma tarde la gente se fue a
buscar árboles apropiados para elaborar las vigas. Se echó a andar toda la
máquina de construcción y en una semana ya se veía la distribución de la casa.
Isamu dijo que estaría poco y que no hacía falta trabajar tanto, pero al paso
de los días se fue convenciendo de que su amigo le había dicho la verdad. Cuando pasó la primera noche en su propio
lecho decidió que se uniría a Akahiro para mejorar la calidad de vida en la región.
La primera necesidad que sintió fue la de crear unas escuelas de arte en las
que se enseñaría actuación, música y pintura, que era las disciplinas que le
gustaban más y tenía una gran experiencia enseñándolas. Hablaba bien el
español, pero su nivel era mucho más bajo que el de su paisano.
Con la aparición de Isamu el plan del
gobernador y don Nacho se frustró, pues no tenían previsto asesinar a dos
extranjeros, así que simularon su retirada mientras pasaba la amenaza. La
escuela fue un éxito. Pronto se formaron grupos de teatro, música y baile. Se
daban funciones gratuitas y se organizaron exposiciones de pintura al aire
libre. Comenzaron a llegar turistas que por boca de algún conocido se habían
enterado de la existencia de esa comunidad tan rara. Como la carretera que
llevaba hasta esa población pasaba por los terrenos de don Nacho, éste comenzó
a cobrar por el peaje. La gente que llegaba al lugar recibía la cordialidad de
los lugareños. No había hoteles, pero la gente les ofrecía sitios en sus casas
para pasar las noches. Pronto se enteró el Gobierno de que el turismo se había
ido desviando poco a poco hacia esa parte de país. Salió a la luz el nuevo
Tokio y se supo que los beneficios mayores se los quedaban don Nacho y Rosendo
Méndez. El primero recibió la visita de un general del ejército con orden de
arresto y confiscación de sus bienes. Fue condenado a la cárcel y liberado unos
meses después. El segundo, sólo fue destituido de su cargo, su puesto lo ocupó
un pariente del presidente de la república.
El nuevo Tokio estaba produciendo una cantidad
enorme de legumbres, frutas y carnes que se exportaban en forma de barter por
tecnología japonesa, lo que había ocasionado un crecimiento sustentable de la
agricultura y ganadería. Además, el turismo había dejado unos cuantos millones
de dólares. El nuevo gobernador pidió una entrevista con Akihiro e Isamu,
quienes tenían en sus manos la organización productiva. Les avisó que formarían
parte del municipio, que tendrían que pagar impuestos, que recibirían un
presupuesto anual, pero que serían controlados por el estado. El par de amigos
protestó argumentando que la suya era una comunidad que había evitado desde su
formación el empleo de una moneda y que la gente vivía bajo la consigna de la
colaboración por el bien de la comunidad. No tenían ni economistas ni
funcionarios ni policías ni cárceles ni nada. El gobernador les indicó que
enviaría al equipo de funcionarios que se encargarían del control de los
censos, los trámites de registro, la justicia, el orden público y la renta de
la tierra.
Volvieron desconsolados porque sabían que su
sueño había terminado. Para no ver las consecuencias del derrumbe de su paraíso
les aconsejaron a los habitantes que cogieran sus pertenencias y que se
pusieran en marcha con ellos para buscar un nuevo territorio para empezar de
cero. La gente no estuvo de acuerdo. El padre Armando, ya vestido de cura,
ofició misas exhortando a la gente a que abandonara sus casas, pues lo que
venía estropearía todo. El nuevo Tokio volvería a la pobreza, el saqueo y la
opresión que habían vivido siempre en San Martín. Los menos fieles a Akihiro se
quedaron en sus casas y una parte de los habitantes se marchó en una caravana
como la que salió de Egipto. Por el camino fueron interceptados por el ejército
y fueron baleados con la acusación de traición a la patria. En el nuevo Tokio
se privatizó la agricultura, la ganadería y el turismo. Tres fueron los grandes
propietarios que mandaron un emisario al Japón para pedir asesoría tecnológica.
Todos los intentos por parte de las autoridades fueron nulos y tuvieron que
rascarse con sus propias uñas, lo cual encaminó la producción a la ruina. El
florecimiento del nuevo Tokio fue vertiginoso, pero no duró mucho, pues la
tierra se encareció, se mermó la economía porque los capitales no eran
reinvertidos para el mejoramiento de la zona y los grupos delictivos comenzaron
a presionar al gobierno local para que le cediera una parte y así poder vender
drogas, extorsionar y traficar con gente.
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