viernes, 12 de enero de 2018

La mujer con pasión

María de los Ángeles era una mujer que amaba de sobremanera, tanto física como espiritualmente, por dicha razón los hombres le temían y, en el fondo, la deseaban. Algunos la imaginaban como una virgen noble, milagrosa y comprensiva; pero otros la veían como una bruja astuta y seductora. La naturaleza la había dotado de un cuerpo atractivo y un alma noble. Quien la miraba se revolvía en un mar de dudas tratando de resolver el acertijo que le ponía la unión de una cara inocente y un cuerpo fértil y ávido. Había tenido varios amantes que no pudieron resistir la arrolladora fuerza, con la que los hundía en el placer, y la divina consolación que les proporcionaba en el instante del éxtasis. Las mujeres, por supuesto, veían en ella a una loba insaciable que esperaba de ellas algún descuido para llevarse a sus hombres. Eran falsos esos temores porque ella jamás lo habría hecho y cuando algún temerario marido se le acercaba para hacerle proposiciones sucias les decía que pensara en su mujer, que el adulterio era un pecado y que ella no deseaba condenarse. Con la actitud de un cordero de dios y con un arreglo sin pretensiones se paseaba por las calles del centro. La maraña de sensaciones que dejaba a su paso les hacía cometer locuras a quienes la miraban. Los más tímidos se persignaban y hasta llegaban a ponerse de rodillas, los casados o con pareja se mordían los labios y se aferraban a la mano amiga para no salir corriendo detrás de ella, los solteros, dependiendo del carácter, se arriesgaban a pretenderla o decirle vulgaridades. Los más pervertidos se quedaban con los ojos en blanco mirando sus fantasías sacrílegas en un lugar de las montañas. En el barrio donde vivía Angelines había una iglesia donde ella había tratado inútilmente de confesarse. Cada vez que entraba ocultando su bello rostro debajo de un pañuelo de lana estampada, los sacerdotes se escondían y el cura tenía que salir a hacerle frente. “Hija mía—decía el párroco temblando—, estás libre de pecado. Ve sigue tu vida normal y no tengas malos pensamientos”. En cuanto salía de la iglesia la mujer, volvía el sonido de los pasos y hasta la respiración agitada de los misioneros de Cristo.

Sucedió que un día llegó un vicario que debía encargarse de la iglesia mientras el cura estaba ausente. Sócrates García, en aspecto, era un hombre común y corriente, pero gracias a su capacidad de trabajo y dedicación había logrado ir subiendo los escalones que a otros les había sido vedado dentro de la casa de dios. Tenía un sentido muy humano y había logrado someter su naturaleza animal separando las necesidades de la carne con la fuerza y peso del razonamiento y espiritualidad. Era muy acertado en los consejos que daba y su visión teológica dejaba siempre a los obispos y cardenales con una inquietud en el alma. Se encontraba esa mañana acomodando los floreros, quitando algunas veladoras con la cera consumida y no se dio cuenta de que a su lado estaba una mujer. Oyó la voz y volteó. Notó las grandes flores rojas del pañuelo de lana blanco y retiró las manos temiendo que la mujer le besara el dorso como lo hacían todos los adeptos que lo encontraban. “Padre”—dijo la mujer sin continuar y Sócrates se quedó esperando que ella le dijera lo que deseaba. Hubo un prolongado silencio y por fin le dijo que quería confesarse. La invitó al confesonario señalándole con el dedo la dirección. Caminaron despacio, el religioso siguió repasando con la mirada de que todo estuviera bien acomodado en la casa del Señor. No notó que el lugar se había quedado desierto. Se fue a quitar la casulla verde que tenía puesta y se puso su sotana, abrió una puertecita, se sentó, se acomodó en la dura tabla que servía de asiento, miró hacia la celosía y le ordenó a Angelines que empezara su confesión.

“Padre, soy pecadora—no hubo respuesta y Sócrates con una tosecita leve le indicó que continuara—. Tengo la impresión de que he concebido las palabras de dios de forma errónea…— otra vez el silencio la obligó a continuar—Sentí, padre, en un sueño, que el Espíritu Santo me revelaba una gran verdad. Hija mía, decía la voz de esa imagen sagrada, debes amar sin recato. ¿Cómo es eso posible? Le pregunté aturdida. Sí, hija, me contestó. Debes amar a tu prójimo como a ti misma. Recuerda que el amor es la única espada con la que se puede combatir el mal. Entre mayor bien le hagas a tus hermanos, más dolor le causarás al mal porque la maldad son esos malos sentimientos del hombre como la envidia, la ira, la lujuria. La avaricia y otras pasiones que pierden sin remedio al ser humano. Pero eso me hundirá sin remedio en la suciedad, me convertirá en un ser inmoral del cual se burlarán todos. No me siento capaz de enfrentar esos peligros. Me lapidarán por mi osadía. No debes temer nada, hija mía, dijo la voz tranquilizándome con un baño de agua bendita. Entonces me desperté bañada en sudor, pero purificada, iluminada por un aura dorada y protegida por un optimismo invencible. Me miré como una mujer diferente. Sentí dentro de mi una luz que me guiaba por un camino hacia una vida con cimientos espirituales y el acero de la espada que me entregó el arcángel. Antes de despertar por completo, la voz me indicó que buscara al hombre que me ayudaría a consolidar la unión. Ese ser que me ayudaría a procrear una nueva generación de hombres llenos de amor. Desde aquella ocasión comencé a buscarlo, padre, pero mis intentos fueron vanos. Los hombres con los que me uní descubrieron sólo sus demonios conmigo, es decir, sus bajas pasiones. Unos se arrepintieron y se abandonaron al celibato, otros se confundieron tanto que buscaron el camino del alcohol y las drogas, otros se pervirtieron y terminaron corroídos por el pecado. Es, por eso, por lo que busco la ayuda en esta casa, quiero que se fortalezca mi fe, pero nadie quiere hablar conmigo de esto. El cura me rehúye y los sacerdotes se esconden, me hacen sentir como un ser maligno que los ahuyenta. No te preocupes—dijo por fin el padre meditabundo—, no eres tú la culpable. Déjame pensarlo un poco y te daré una respuesta. Ven la próxima semana y te diré qué hacer. Ahora vete y no incomodes a mis hermanos con tu presencia. Eres libre de culpa, pero despiertas remordimientos en la gente. Cuídate y no provoques la ira de las mujeres—. Angelines se persignó, le dio las gracias y salió.

Se alejó Sócrates pensando en lo poco habitual de su entrevista, pero como tenía muchas obligaciones ese día no reparó mucho su atención en ello. Lo encontraron unos fieles y le hicieron unas preguntas. Les dijo que estaba preparando el sermón de la misa vespertina y que necesitaba un poco de tiempo. Le agradecieron sus acertados consejos y se fueron felices con la promesa de volver por la tarde. Notó la mirada pícara del monaguillo que estaba estudiando el catecismo y le dio una palmada en el hombro, luego se encontró con el padre Mariano que más que indagarlo con la mirada parecía olfatearlo con su enorme nariz afilada. Intercambiaron unas palabras y Sócrates se disculpó diciendo le que tenía que recluirse para encontrar los pasajes más adecuados para la misa de ese día. Mariano tenía todo tipo de cuestionamientos y le hostigaba lanzando preguntas teológicas muy afiladas. Sócrates se reía con la impertinencia de su compañero y adivinó que le estaba reprochando su encuentro con la come hombres, como llamaban muchos a la seductora Angelines. Esa tarde todo fue bien, los asistentes dijeron que Sócrates tenía chispa y se sentían mucho más cristianos con su alentadora voz que con la monótona liturgia del cura y Mariano quienes alentaban a la gente a arrepentirse de sus pecados, pero no les decían muy bien de qué forma hacerlo, en cambio Sócrates iba al grano y con determinación. No dudaba en llamar las cosas por su nombre y daba instrucciones claras con pelos y señales. Mariano oyó con envidia la misa y levantó al final la nariz en actitud de rechazo.

Por la noche Sócrates durmió como un ángel, pero en el último sueño que ocurrió cerca de la madrugada, vio en su cama a Angelines desnuda. Estaba acostumbrado a las reacciones de su cuerpo y sabía a la perfección cuales eran los reinos de la carne y los del espíritu por eso consideraba esos fenómenos como capricho de su cuerpo y los solventaba con un balde de agua fría espiritual. Se levantó muy extrañado por que su reacción no había sido llamada por un capricho de su organismo, sino de su alma. Era un híbrido de sensaciones e ideas que lo obligaron a estar casi media hora bajo el chorro de agua fría de su regadera. No rezó, ni se confesó, ni se reprochó por su debilidad; más bien trató de apagar el fuego que hacía que el agua llegara tibia al piso de hormigón. Cuando finalmente desistió del baño se fue a caminar hasta la plaza central en la que había unos álamos y un quiosco viejo. Eligió una banquilla que quedaba frente a los portales del Palacio de Gobierno y esperó con paciencia que fueran apareciendo los paseantes. No llegó nadie hasta bien pasadas las horas. Alrededor de las nueve, cuando Sócrates ya había agotado todos sus argumentos, notó que se le acercaba la gente y lo saludaba. Comenzó a hacer preguntas. “Hermano, ven aquí—les decía con suavidad—, dime qué es el amor y qué es el pecado”. Los interrogados se sentían incómodos, pero los ojos de cordero del padre les abrían las puertas cordiales de la confianza, así que terminaban abriendo su corazón con palabras francas y limpias.

Sócrates se retiró con el corazón hinchado de gozo. Llegó a la iglesia y cogió sus cosas. Salió vestido de civil y dejó todos sus atuendos dentro del pequeño armario que le habían asignado. Tenía pocas posibilidades de resolver el problema que lo aprisionaba porque lo habían asignado sólo un par de semanas. El tiempo apremiaba y debía actuar con rapidez si quería encontrar la felicidad y, sobre todo, la respuesta a la pregunta de María de los Ángeles que sin duda asistiría a la iglesia en la fecha acordada.
A los tres días apareció el hombre que habían dado por muerto, pues nadie lo había visto salir y cuando regresó ya estaba en boca de todos los cristianos su desvanecimiento. El culpable era Mariano que había estado preguntando a todos los habitantes si sabían sobre el paradero del nuevo predicador. “Ha resucitado—decían los niños con una sonrisita sincera. Levantaban los brazos y agitaban los ramitos de palma con los que habían festejado el día anterior el fin de la pascua—, ha venido a salvarnos del desagradable buitre, que era como llamaban a Mariano”. Se le veía diferente. Tenía un lunar grande en el cuello que nadie recordaba haber visto. El primero en notarlo fue el monaguillo. Mariano dudó porque no lo recordaba y para terminar con la incertidumbre del niño le comentó que eso no tenía importancia en absoluto. Así desapareció, como por obra de magia la duda de Andresito. Sócrates, durante media hora, le dio explicaciones al cura y se comprometió a cumplir con la penitencia que se le impuso. Era la primera vez que cometía una falta y su sombra era tan insignificante en su luminosa carrera que el cura Fermín le permitió oficiar la misa del día siguiente para que le recordara a los hijos del señor las consecuencias de los actos erróneos en la vida.

La gente acudió a la misa con prestancia, pues echaban de menos la sinceridad de sus mensajes y la melodiosa entonación con que les hacía vibrar el corazón, pero desde el inicio notaron que su voz era más ronca y que sus palabras se encaminaban por sendas que llevaban a terrenos inapropiados. La gente comenzó a mirarse con espanto. Sus ojos desorbitados ya no se ocultaban detrás de los párpados y bajaban lo más posible la cabeza. Les dolían las rodillas, pero no paraban de rezar. Cuando llegó el momento de la conciliación, la gente se dio un fuerte apretón de manos y se retiró en silencio. El cura Fermín estaba rojo de vergüenza y no sabía cómo actuar, sólo el color verde pálido de la pregunta de Mariano lo volvió a la tierra. “¿Ha blasfemado?” —preguntó con su actitud orgullosa que empleaba en los momentos críticos. No lo sé, dijo el cura y se retiró asustado.

Llegó el momento del encuentro con Angelines. Iba con su pañuelo de lana más bajo que de costumbre. La iglesia volvió a quedarse vacía. El viento azotó la puerta que el cura trataba de cerrar con cuidado y se oyeron precipitados los tacones de sus zapatos que se alejaron como una granizada inesperada. “Padre —exclamó—, vengo por la respuesta que me debe—. No te preocupes, hija mía—contestó con alegría el padre Sócrates—. Todo está bajo control y tengo una noticia que he recibido por una anunciación del cielo. Vendrá el hombre que te sacará de tu martirio. Lo reconocerás cuando aparezca. No será el que ves ante tus ojos desaliñado y perseguido por la muchedumbre, sino un hombre sencillo, vestido como cualquiera. Llegará tranquilo, tocará a tu puerta y te irás con él para crear una familia y serás feliz hasta siempre.  Angelines salió atormentada porque había esperado ese encuentro con deseo. Se había quedado prendada de la armonía espiritual de Sócrates y ahora, cuando estaba dispuesta a declararle su pasión por él, la mandaba esperar a otro hombre. Le había asombrado que estuviera un poco descuidado, que su voz fuera otra y que hubiera adivinado sus intenciones con esas palabras de “No es el que ves perseguido por la muchedumbre”. Era verdad, pues desde su regreso Sócrates no era muy bien aceptado por la gente porque no les perdonaba nada. Cuando los encontraba en la plaza les hacía preguntas que les hacía sentir el dedo en la llaga. Los incomodaba tanto con sus interrogatorios que el tendero confesó en medio de la calle que le era infiel a su mujer, un policía corrió al banco para sacar el dinero que había acumulado por sobornos y lo regaló a los pobres. Lo más trágico fue la desaparición de Mariano que un día encontró a Sócrates leyendo libros de psicología social y filosofía y quiso acusarlo con el padre Fermín, sin embargo, escuchó unas palabras que lo condenaban para siempre al infierno. No sabía nadie de su paradero, pero había quien decía que se había condenado quitándose la vida. El mismo cura enrojecía cuando se veía envuelto en una discusión durante las misas que oficiaba en las fiestas más importantes. Sócrates blandía un arma paralizante como la verdad y sacaba a los demonios hasta de las piedras, como decían los habitantes del pueblo. La gente se dio cuenta de que tener un sacerdote así representaba un gran peligro para la comunidad, pues rompía la armonía que había perdurado tantos años por el manto de la indiferencia. Los habitantes se sentían desnudos y sin protección en las aceras. Si veían que se acercaba la sotana de Sócrates corrían despavoridos y pensaban en las respuestas que le darían en caso de caer en sus interpelaciones.

 La gota que derramó el vaso fueron las preguntas que le hizo al presidente municipal cuando se disponía a festejar el día de la fundación de San Aquilino del alto. Llegó montado en una moto y se paró frente al mercedes del funcionario. Macareno Díaz salió muy envalentonado a sabiendas de que era un momento crucial en su carrera y por dentro se recriminó no haber linchado al monje endemoniado que estaba haciendo que los cristianos de buena fe vomitaran todo tipo de sacrilegios y sandeces. La pregunta que se le estrelló en la cara no estaba relacionada ni con el cristianismo, ni con la tergiversación de los fondos del gobierno, ni con su amante, ni el de su esposa; sino con su pecado más grande. Se negó a contestar, pero Sócrates, con ayuda de la impertinencia y un gran conocimiento de la psicología lo orilló hasta obligarlo a hincarse e implorar perdón. La gente se quedó muda y con las miradas que se intercambiaban se decidió matar al diabólico padre que estaba condenando a todos los aquilenses. Se oyó el grito que detonó la bomba “Matémoslo, matémoslo”—gritaba la dueña del monte de piedad, temblaba y presentía que la siguiente pregunta sería para ella, por eso desaforada incitaba a la gente al linchamiento.  Sócrates se montó en su moto y se fue alejando sin prisa. Por momentos parecía que los fanáticos que lo seguían lo atraparían, pero cuando alguien se acercaba a unos centímetros, aceleraba un poco y quedaba fuera de peligro.

En ese momento, en el otro extremo del pueblo apareció un hombre con gafas oscuras, camisa blanca y vaqueros. Tocó una puerta de lámina oxidada y salió Angelines, que se había quedado en la ducha y ni idea tenía de lo que estaba sucediendo en San Aquilino del alto. Ya se había vestido con un hermoso vestido y se estaba cepillando el pelo cuando oyó los golpes sordos. Abrió y se vio reflejada en los cristales azules de unas gafas. Luego vio unos ojos castaños que la sedujeron y preguntó:
— ¿Eres tú?
—Sí, soy yo—contestó Sócrates poniéndose las manos en la cintura y girando de lado a lado.
—Y, ¿el otro? —Preguntó Angelines con el entrecejo más torcido que un cuerno y moviendo la lengua como si quisiera escupir algo agrio.
—Ah, es mi hermano gemelo, ya te lo explicaré.

Se rieron. Sócrates le mostró un coche y le señaló con el dedo índice una puerta. ¿Me vas a confesar? —le preguntó con una sonrisa divina. Desaparecieron detrás de una nube de polvo igual a la que iba dejando la moto del maléfico confesor que estaba dejando el pueblo desierto con su retirada. 

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