María de los Ángeles era una mujer que amaba de sobremanera, tanto física como espiritualmente, por dicha razón los hombres le
temían y, en el fondo, la deseaban. Algunos la imaginaban como una virgen
noble, milagrosa y comprensiva; pero otros la veían como una bruja astuta y
seductora. La naturaleza la había dotado de un cuerpo atractivo y un alma
noble. Quien la miraba se revolvía en un mar de dudas tratando de resolver el
acertijo que le ponía la unión de una cara inocente y un cuerpo fértil y ávido.
Había tenido varios amantes que no pudieron resistir la arrolladora fuerza, con
la que los hundía en el placer, y la divina consolación que les proporcionaba
en el instante del éxtasis. Las mujeres, por supuesto, veían en ella a una loba
insaciable que esperaba de ellas algún descuido para llevarse a sus hombres.
Eran falsos esos temores porque ella jamás lo habría hecho y cuando algún
temerario marido se le acercaba para hacerle proposiciones sucias les decía que
pensara en su mujer, que el adulterio era un pecado y que ella no deseaba
condenarse. Con la actitud de un cordero de dios y con un arreglo sin
pretensiones se paseaba por las calles del centro. La maraña de sensaciones que
dejaba a su paso les hacía cometer locuras a quienes la miraban. Los más
tímidos se persignaban y hasta llegaban a ponerse de rodillas, los casados o
con pareja se mordían los labios y se aferraban a la mano amiga para no salir
corriendo detrás de ella, los solteros, dependiendo del carácter, se
arriesgaban a pretenderla o decirle vulgaridades. Los más pervertidos se
quedaban con los ojos en blanco mirando sus fantasías sacrílegas en un lugar de
las montañas. En el barrio donde vivía Angelines había una iglesia donde ella
había tratado inútilmente de confesarse. Cada vez que entraba ocultando su
bello rostro debajo de un pañuelo de lana estampada, los sacerdotes se
escondían y el cura tenía que salir a hacerle frente. “Hija mía—decía el
párroco temblando—, estás libre de pecado. Ve sigue tu vida normal y no tengas
malos pensamientos”. En cuanto salía de la iglesia la mujer, volvía el sonido
de los pasos y hasta la respiración agitada de los misioneros de Cristo.
Sucedió que un día llegó un vicario que debía
encargarse de la iglesia mientras el cura estaba ausente. Sócrates García, en
aspecto, era un hombre común y corriente, pero gracias a su capacidad de
trabajo y dedicación había logrado ir subiendo los escalones que a otros les
había sido vedado dentro de la casa de dios. Tenía un sentido muy humano y
había logrado someter su naturaleza animal separando las necesidades de la carne
con la fuerza y peso del razonamiento y espiritualidad. Era muy acertado en los
consejos que daba y su visión teológica dejaba siempre a los obispos y
cardenales con una inquietud en el alma. Se encontraba esa mañana acomodando
los floreros, quitando algunas veladoras con la cera consumida y no se dio
cuenta de que a su lado estaba una mujer. Oyó la voz y volteó. Notó las grandes
flores rojas del pañuelo de lana blanco y retiró las manos temiendo que la
mujer le besara el dorso como lo hacían todos los adeptos que lo encontraban.
“Padre”—dijo la mujer sin continuar y Sócrates se quedó esperando que ella le
dijera lo que deseaba. Hubo un prolongado silencio y por fin le dijo que quería
confesarse. La invitó al confesonario señalándole con el dedo la dirección.
Caminaron despacio, el religioso siguió repasando con la mirada de que todo
estuviera bien acomodado en la casa del Señor. No notó que el lugar se había
quedado desierto. Se fue a quitar la casulla verde que tenía puesta y se puso
su sotana, abrió una puertecita, se sentó, se acomodó en la dura tabla que
servía de asiento, miró hacia la celosía y le ordenó a Angelines que empezara
su confesión.
“Padre, soy pecadora—no hubo respuesta y Sócrates
con una tosecita leve le indicó que continuara—. Tengo la impresión de que he
concebido las palabras de dios de forma errónea…— otra vez el silencio la
obligó a continuar—Sentí, padre, en un sueño, que el Espíritu Santo me revelaba
una gran verdad. Hija mía, decía la voz de esa imagen sagrada, debes amar sin
recato. ¿Cómo es eso posible? Le pregunté aturdida. Sí, hija, me contestó.
Debes amar a tu prójimo como a ti misma. Recuerda que el amor es la única
espada con la que se puede combatir el mal. Entre mayor bien le hagas a tus
hermanos, más dolor le causarás al mal porque la maldad son esos malos
sentimientos del hombre como la envidia, la ira, la lujuria. La avaricia y
otras pasiones que pierden sin remedio al ser humano. Pero eso me hundirá sin
remedio en la suciedad, me convertirá en un ser inmoral del cual se burlarán
todos. No me siento capaz de enfrentar esos peligros. Me lapidarán por mi
osadía. No debes temer nada, hija mía, dijo la voz tranquilizándome con un baño
de agua bendita. Entonces me desperté bañada en sudor, pero purificada,
iluminada por un aura dorada y protegida por un optimismo invencible. Me miré
como una mujer diferente. Sentí dentro de mi una luz que me guiaba por un
camino hacia una vida con cimientos espirituales y el acero de la espada que me
entregó el arcángel. Antes de despertar por completo, la voz me indicó que
buscara al hombre que me ayudaría a consolidar la unión. Ese ser que me
ayudaría a procrear una nueva generación de hombres llenos de amor. Desde
aquella ocasión comencé a buscarlo, padre, pero mis intentos fueron vanos. Los
hombres con los que me uní descubrieron sólo sus demonios conmigo, es decir,
sus bajas pasiones. Unos se arrepintieron y se abandonaron al celibato, otros
se confundieron tanto que buscaron el camino del alcohol y las drogas, otros se
pervirtieron y terminaron corroídos por el pecado. Es, por eso, por lo que
busco la ayuda en esta casa, quiero que se fortalezca mi fe, pero nadie quiere
hablar conmigo de esto. El cura me rehúye y los sacerdotes se esconden, me
hacen sentir como un ser maligno que los ahuyenta. No te preocupes—dijo por fin
el padre meditabundo—, no eres tú la culpable. Déjame pensarlo un poco y te
daré una respuesta. Ven la próxima semana y te diré qué hacer. Ahora vete y no
incomodes a mis hermanos con tu presencia. Eres libre de culpa, pero despiertas
remordimientos en la gente. Cuídate y no provoques la ira de las mujeres—.
Angelines se persignó, le dio las gracias y salió.
Se alejó Sócrates pensando en lo poco habitual
de su entrevista, pero como tenía muchas obligaciones ese día no reparó mucho
su atención en ello. Lo encontraron unos fieles y le hicieron unas preguntas.
Les dijo que estaba preparando el sermón de la misa vespertina y que necesitaba
un poco de tiempo. Le agradecieron sus acertados consejos y se fueron felices
con la promesa de volver por la tarde. Notó la mirada pícara del monaguillo que
estaba estudiando el catecismo y le dio una palmada en el hombro, luego se
encontró con el padre Mariano que más que indagarlo con la mirada parecía
olfatearlo con su enorme nariz afilada. Intercambiaron unas palabras y Sócrates
se disculpó diciendo le que tenía que recluirse para encontrar los pasajes más
adecuados para la misa de ese día. Mariano tenía todo tipo de cuestionamientos
y le hostigaba lanzando preguntas teológicas muy afiladas. Sócrates se reía con
la impertinencia de su compañero y adivinó que le estaba reprochando su
encuentro con la come hombres, como llamaban muchos a la seductora Angelines.
Esa tarde todo fue bien, los asistentes dijeron que Sócrates tenía chispa y se
sentían mucho más cristianos con su alentadora voz que con la monótona liturgia
del cura y Mariano quienes alentaban a la gente a arrepentirse de sus pecados,
pero no les decían muy bien de qué forma hacerlo, en cambio Sócrates iba al
grano y con determinación. No dudaba en llamar las cosas por su nombre y daba
instrucciones claras con pelos y señales. Mariano oyó con envidia la misa y
levantó al final la nariz en actitud de rechazo.
Por la noche Sócrates durmió como un ángel,
pero en el último sueño que ocurrió cerca de la madrugada, vio en su cama a
Angelines desnuda. Estaba acostumbrado a las reacciones de su cuerpo y sabía a
la perfección cuales eran los reinos de la carne y los del espíritu por eso
consideraba esos fenómenos como capricho de su cuerpo y los solventaba con un
balde de agua fría espiritual. Se levantó muy extrañado por que su reacción no
había sido llamada por un capricho de su organismo, sino de su alma. Era un híbrido
de sensaciones e ideas que lo obligaron a estar casi media hora bajo el chorro
de agua fría de su regadera. No rezó, ni se confesó, ni se reprochó por su
debilidad; más bien trató de apagar el fuego que hacía que el agua llegara
tibia al piso de hormigón. Cuando finalmente desistió del baño se fue a caminar
hasta la plaza central en la que había unos álamos y un quiosco viejo. Eligió
una banquilla que quedaba frente a los portales del Palacio de Gobierno y
esperó con paciencia que fueran apareciendo los paseantes. No llegó nadie hasta
bien pasadas las horas. Alrededor de las nueve, cuando Sócrates ya había
agotado todos sus argumentos, notó que se le acercaba la gente y lo saludaba.
Comenzó a hacer preguntas. “Hermano, ven aquí—les decía con suavidad—, dime qué
es el amor y qué es el pecado”. Los interrogados se sentían incómodos, pero los
ojos de cordero del padre les abrían las puertas cordiales de la confianza, así
que terminaban abriendo su corazón con palabras francas y limpias.
Sócrates se retiró con el corazón hinchado de
gozo. Llegó a la iglesia y cogió sus cosas. Salió vestido de civil y dejó todos
sus atuendos dentro del pequeño armario que le habían asignado. Tenía pocas
posibilidades de resolver el problema que lo aprisionaba porque lo habían
asignado sólo un par de semanas. El tiempo apremiaba y debía actuar con rapidez
si quería encontrar la felicidad y, sobre todo, la respuesta a la pregunta de
María de los Ángeles que sin duda asistiría a la iglesia en la fecha acordada.
A los tres días apareció el hombre que habían
dado por muerto, pues nadie lo había visto salir y cuando regresó ya estaba en
boca de todos los cristianos su desvanecimiento. El culpable era Mariano que
había estado preguntando a todos los habitantes si sabían sobre el paradero del
nuevo predicador. “Ha resucitado—decían los niños con una sonrisita sincera.
Levantaban los brazos y agitaban los ramitos de palma con los que habían
festejado el día anterior el fin de la pascua—, ha venido a salvarnos del
desagradable buitre, que era como llamaban a Mariano”. Se le veía diferente.
Tenía un lunar grande en el cuello que nadie recordaba haber visto. El primero
en notarlo fue el monaguillo. Mariano dudó porque no lo recordaba y para terminar
con la incertidumbre del niño le comentó que eso no tenía importancia en
absoluto. Así desapareció, como por obra de magia la duda de Andresito. Sócrates,
durante media hora, le dio explicaciones al cura y se comprometió a cumplir con
la penitencia que se le impuso. Era la primera vez que cometía una falta y su
sombra era tan insignificante en su luminosa carrera que el cura Fermín le
permitió oficiar la misa del día siguiente para que le recordara a los hijos
del señor las consecuencias de los actos erróneos en la vida.
La gente acudió a la misa con prestancia, pues
echaban de menos la sinceridad de sus mensajes y la melodiosa entonación con que
les hacía vibrar el corazón, pero desde el inicio notaron que su voz era más
ronca y que sus palabras se encaminaban por sendas que llevaban a terrenos
inapropiados. La gente comenzó a mirarse con espanto. Sus ojos desorbitados ya
no se ocultaban detrás de los párpados y bajaban lo más posible la cabeza. Les
dolían las rodillas, pero no paraban de rezar. Cuando llegó el momento de la
conciliación, la gente se dio un fuerte apretón de manos y se retiró en
silencio. El cura Fermín estaba rojo de vergüenza y no sabía cómo actuar, sólo
el color verde pálido de la pregunta de Mariano lo volvió a la tierra. “¿Ha
blasfemado?” —preguntó con su actitud orgullosa que empleaba en los momentos
críticos. No lo sé, dijo el cura y se retiró asustado.
Llegó el momento del encuentro con Angelines. Iba
con su pañuelo de lana más bajo que de costumbre. La iglesia volvió a quedarse
vacía. El viento azotó la puerta que el cura trataba de cerrar con cuidado y se
oyeron precipitados los tacones de sus zapatos que se alejaron como una
granizada inesperada. “Padre —exclamó—, vengo por la respuesta que me debe—. No
te preocupes, hija mía—contestó con alegría el padre Sócrates—. Todo está bajo
control y tengo una noticia que he recibido por una anunciación del cielo.
Vendrá el hombre que te sacará de tu martirio. Lo reconocerás cuando aparezca.
No será el que ves ante tus ojos desaliñado y perseguido por la muchedumbre,
sino un hombre sencillo, vestido como cualquiera. Llegará tranquilo, tocará a
tu puerta y te irás con él para crear una familia y serás feliz hasta
siempre. Angelines salió atormentada
porque había esperado ese encuentro con deseo. Se había quedado prendada de la
armonía espiritual de Sócrates y ahora, cuando estaba dispuesta a declararle su
pasión por él, la mandaba esperar a otro hombre. Le había asombrado que
estuviera un poco descuidado, que su voz fuera otra y que hubiera adivinado sus
intenciones con esas palabras de “No es el que ves perseguido por la
muchedumbre”. Era verdad, pues desde su regreso Sócrates no era muy bien
aceptado por la gente porque no les perdonaba nada. Cuando los encontraba en la
plaza les hacía preguntas que les hacía sentir el dedo en la llaga. Los
incomodaba tanto con sus interrogatorios que el tendero confesó en medio de la
calle que le era infiel a su mujer, un policía corrió al banco para sacar el
dinero que había acumulado por sobornos y lo regaló a los pobres. Lo más
trágico fue la desaparición de Mariano que un día encontró a Sócrates leyendo
libros de psicología social y filosofía y quiso acusarlo con el padre Fermín,
sin embargo, escuchó unas palabras que lo condenaban para siempre al infierno.
No sabía nadie de su paradero, pero había quien decía que se había condenado
quitándose la vida. El mismo cura enrojecía cuando se veía envuelto en una
discusión durante las misas que oficiaba en las fiestas más importantes.
Sócrates blandía un arma paralizante como la verdad y sacaba a los demonios
hasta de las piedras, como decían los habitantes del pueblo. La gente se dio
cuenta de que tener un sacerdote así representaba un gran peligro para la
comunidad, pues rompía la armonía que había perdurado tantos años por el manto
de la indiferencia. Los habitantes se sentían desnudos y sin protección en las
aceras. Si veían que se acercaba la sotana de Sócrates corrían despavoridos y
pensaban en las respuestas que le darían en caso de caer en sus
interpelaciones.
La gota
que derramó el vaso fueron las preguntas que le hizo al presidente municipal
cuando se disponía a festejar el día de la fundación de San Aquilino del alto.
Llegó montado en una moto y se paró frente al mercedes del funcionario.
Macareno Díaz salió muy envalentonado a sabiendas de que era un momento crucial
en su carrera y por dentro se recriminó no haber linchado al monje endemoniado
que estaba haciendo que los cristianos de buena fe vomitaran todo tipo de
sacrilegios y sandeces. La pregunta que se le estrelló en la cara no estaba
relacionada ni con el cristianismo, ni con la tergiversación de los fondos del
gobierno, ni con su amante, ni el de su esposa; sino con su pecado más grande.
Se negó a contestar, pero Sócrates, con ayuda de la impertinencia y un gran
conocimiento de la psicología lo orilló hasta obligarlo a hincarse e implorar
perdón. La gente se quedó muda y con las miradas que se intercambiaban se
decidió matar al diabólico padre que estaba condenando a todos los aquilenses.
Se oyó el grito que detonó la bomba “Matémoslo, matémoslo”—gritaba la dueña del
monte de piedad, temblaba y presentía que la siguiente pregunta sería para
ella, por eso desaforada incitaba a la gente al linchamiento. Sócrates se montó en su moto y se fue
alejando sin prisa. Por momentos parecía que los fanáticos que lo seguían lo
atraparían, pero cuando alguien se acercaba a unos centímetros, aceleraba un
poco y quedaba fuera de peligro.
En ese momento, en el otro extremo del pueblo
apareció un hombre con gafas oscuras, camisa blanca y vaqueros. Tocó una puerta
de lámina oxidada y salió Angelines, que se había quedado en la ducha y ni idea
tenía de lo que estaba sucediendo en San Aquilino del alto. Ya se había vestido
con un hermoso vestido y se estaba cepillando el pelo cuando oyó los golpes
sordos. Abrió y se vio reflejada en los cristales azules de unas gafas. Luego
vio unos ojos castaños que la sedujeron y preguntó:
— ¿Eres tú?
—Sí, soy yo—contestó Sócrates poniéndose las
manos en la cintura y girando de lado a lado.
—Y, ¿el otro? —Preguntó Angelines con el
entrecejo más torcido que un cuerno y moviendo la lengua como si quisiera
escupir algo agrio.
—Ah, es mi hermano gemelo, ya te lo explicaré.
Se rieron. Sócrates le mostró un coche y le
señaló con el dedo índice una puerta. ¿Me vas a confesar? —le preguntó con una
sonrisa divina. Desaparecieron detrás de una nube de polvo igual a la que iba dejando la
moto del maléfico confesor que estaba dejando el pueblo desierto con su
retirada.
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