Di la Rose era un hombre bajo y un poco afeminado que se dedicaba a
escribir guiones para unos famosos estudios de cine. Era feliz realizando su
trabajo. No usaba su nombre real y nadie revelaba su identidad, por eso era un
desconocido en el mundo del espectáculo, pero los directores no podían vivir
sin él. Ese anonimato le ayudaba a meter las narices en todos lados y pasar inadvertido.
Su tarea era seguir la vida artística de los grandes actores y pensar en los
papeles que se les podrían proponer al terminar tal o cual película. La última vez había seguido a una famosa
actriz, no muy joven, que había tenido que ir con el cirujano y hacer una dieta
especial para interpretar a una adolescente. Su trabajo fue todo un éxito y cuando
la famosa estrella se preguntó que más podría hacer con su nueva apariencia se
acercó un director con un guión de “Algo que se llevó el viento” y se lo
ofreció. Firmaron el contrato de inmediato y Di la Rose quedó muy satisfecho
porque había escrito el guión para que le quedara como un vestido hecho a la
medida. Su olfato no lo había traicionado.
En esta ocasión le seguía los pasos a un artista que tenía pocas películas,
pero todos hablaban de su potencial. Se trataba de Donald Peck quien acababa de
rodar “Hambre”—basada en la famosa novela de Knut Hamsun— y estaba en los
huesos. Donald se había sometido a un crudo ayuno y estaba al borde de la
anemia, deseaba comer y hacer cualquier cosa menos seguir sufriendo el martirio
de la inanición. Di la Rose tenía ya casi terminado un guión sobre Auschwitz en
el que el protagonista sería un filósofo judío disidente. Sabía que Peck leía
libros profundos y que en su familia había destacado un pariente lejano en el
campo de la filosofía. Conocía todas sus aficiones y su actitud hacia la
injusticia. Había planeado toda la trama con vernier hasta el último milímetro y
pensaba que no fallaría su plan, sin embargo, Donald declaró que estaba harto
de pasar penurias y deseaba hartarse de perros calientes. Fue la primera vez
que sus planes se vieron frustrados. El director Luciano Bettoni, que ya tenía
reservada una jugosa tajada para Donald por el papel en el campo de
concentración, habló seriamente con el guionista y lo amenazó con echarlo de
los estudios si no resolvía el problema de inmediato.
Peck descansó una semana completa y comió con voracidad, pero una mañana
salió directamente al gimnasio y Di la Rose tuvo que improvisar. Se compró unas
zapatillas deportivas y un chándal y se fue a ver qué estaba pasando. Se enteró
de que Donald iba a interpretar a un peleador callejero en una película de
acción. No pudo contener la risa porque no sabía de qué forma ese raquítico
joven iba a sacar los músculos que nunca había tenido. Asistió cada día a la
sala de entrenamiento tras el joven que hacía más de quinientas sentadillas al
día y levantaba pesos sin descansó. Lo veía comiendo barritas de cereal con
miel y chocolate, lo espiaba en los comedores y contaba las porciones de
espaguetis que comía, lo seguía a su casa por las noches y se levantaba todas
las mañanas para ver los cambios que iba sufriendo el muchacho. Al mes dejó de
reírse y su incredulidad le dejó un gesto muy amargo en la cara. Ya estaba
claro que Donald en unos meses más sería un luchador fortachón listo para
medirse con los perros callejeros de Brooklyn. Peck practicaba con sus instructores
y empezaba a dominar los movimientos del boxeo, la lucha y las artes marciales.
Di la Rose tuvo la corazonada de que, al momento de terminar su preparación,
Donald quedaría ideal para hacer el papel de Bruce Lee en una nueva versión de
“Operación dragón”, así que se puso a adaptar la historia y fue a tratar los
detalles con el director que lo tenía amenazado por el fracaso anterior. Llegó
a un acuerdo con el furibundo promotor y salió de la oficina muy contento.
En
el trayecto a su casa tuvo un presentimiento que lo puso ante el dilema de la
inconstancia de Donald. Si éste se negaba a participar en la versión nueva de
Bruce Lee y pedía otro rol, ¿qué pediría? ¿en qué tipo de personajes se querría
convertir? Dado que había pasado de un hambriento profesor a un luchador
callejero, era posible que de buscapleitos se pasara a un papel romántico. Lo
que si estaba claro era que el magnífico Peck no continuaba la línea de
personajes en los que se convertía, al menos de forma inmediata. Decidió que
tendría sus guiones de reserva preparados para cualquier imprevisto y
escribiría una historia romántica por si se daba el caso. Bettoni fue a buscar
al joven Peck, se llevó la carpeta con el guión de “Operación dragón milenium”.
Luciano era un gran experto de la persuasión y descubría pronto los puntos
débiles de los actores con los que se encontraba. La mayoría de las veces hacía
un ofrecimiento, contaba varios chistes y, al final, hablaba de cantidades de
dinero muy seductoras. Aplicó su estrategia con Peck y descubrió que el joven
era un hombre muy inquieto y ambicioso y todo lo que hacía era para crear un
halo de misterio y temeridad en sus decisiones. Por esa razón se había
propuesto hacer diez películas tan diferentes entre sí, para entrar al salón de
la fama de la actuación. Era impresionante su determinación. Bettoni descubrió
que sus estrategias eran inadecuadas y cambió de método. “Mire, querido
Donald—le dijo con una actitud de pontífice dando consejos—, le ruego que me
diga qué es lo que desea y le proporcionaré lo que busca. Sólo tiene que
decirme qué historia quiere y qué tipo de personaje necesita y se lo haré de
inmediato”.
—Pero, ¿qué no sabe que acaba de salir precisamente una muy buena sobre
Dalton…, es decir, Dalton Trombo?
—Sí lo sé. Es por eso que representa un gran reto y podría inmortalizarme
si lo hago bien.
—Y ¿a quién interpretaría a Kubrick, Scorsese, Ford, Allen?
—No. No me gustaría interpretarlos. Preferiría que hallara a uno menos
conocido en la actualidad.
—Ah, entonces ¿qué tal Ben Hecht?
—No, no, ese es muy grande. Le dicen el Shakespeare de Hollywood, ¿no?
—Sí, así le decían. ¿Entonces?
—Mire, no me interesan ni Antonioni, ni Bergman, ni Mankiewicz. Quiero a
uno grande, pero que sea desconocido.
—¿Sabe lo que me está pidiendo? Podría decirme mejor que me fuera a freír
espárragos.
—Pues, es usted quien ha venido a verme. Si tiene alguna propuesta, hágala,
si no, ya puede irse. Gracias.
—No. Espere, espere —hizo una pausa y continuó— creo que tengo algo.
—Claro que existe, incluso es posible que usted lo haya visto.
—No lo creo. Recuerdo muy bien a la gente que me rodea y a todos los que de
alguna forma se relacionan conmigo. No soy un patán como las demás estrellas,
¿sabe?
—Sí. Eso es también una de sus grandes virtudes y espero que no la pierda.
—Bueno, dígame, tiene a alguien o me está haciendo perder el tiempo.
—Sí. Se llama Di la Rose—En ese momento, Bettoni se recriminó por ser
imprudente, pues conocía muy bien el carácter de Di la Rose y sabía que tenía
que consultarlo primero con él, pues si bien era cierto que lo tenía cogido por
el cuello, el talentoso guionista podría ponerle trabas y romper todo tipo de
relaciones con él. “No tengo otra salida—se dijo a sí mismo—, querido amiguito.
Me vas a tener que perdonar”.
—¿Qué dice?
—Nada, nada. Estaba pensando en voz alta.
—Y, bueno, ¿lo tiene o no?
—Claro que sí. El hombre le va a encantar. Se pondrá en contacto con usted
en unos días. Deme hasta el viernes para arreglarlo y comeremos juntos este fin
de semana con él.
—De acuerdo.
El sábado por la mañana Peck salió de la piscina y al quitarse las gafas de
natación sintió que se le salían los ojos. Era porque le había sorprendido la
presencia del acompañante de Bettoni. Emitió un chasquido y torció la boca. Se
saludaron y se sentaron en una mesa. Una mujer llevó un plato con panecillos y
café, puso tres enormes vasos de zumo de naranja y se retiró. Di la Rose bajó
la vista y fingió mirar las flores del jardín.
—Está claro que esta vez no tendré que esforzarme por adoptar la forma
física del personaje, ¿verdad, señor Bettoni?
—No se preocupe por eso, Donald, lo más importante es que logre encontrar
la esencia del señor Di la Rose.
—Pero, ese es un seudónimo, ¿no? ¿cuál es su verdadero nombre?
—Gerard Adams—dijo Di la Rose apretando los dientes.
—Bueno, no está mal para una persona como usted. Espero que su mundo
interior sea mejor que su aspecto exterior, querido amigo porque si no
encuentro nada que me motive, no firmaré el contrato.
Hubo un instante de silencio en el que los tres hombres se dedicaron a
ordenar sus ideas y el número de jugadas que harían mientras desayunaban. El
primero en poner las cartas sobre la mesa fue Betonni, quien dejó claro el pago
de honorarios, las perspectivas del film, el número de sesiones y el plazo de
realización. El segundo fue Peck que se limitó a criticar a Di la Rose y exigir
que su vida fuera interesante y pensara en algo que pudiera despertar la
curiosidad del público porque, en caso contrario, se negaría a hacer el
ridículo. Por último, Di la Rose se llenó de vanidad y con voz cortante enumeró
sus guiones diciendo los premios que había obtenido y los artistas que habían
participado en los rodajes. Al final, Donald siguió con su mala cara, Di la
Rose se retiró muy humillado y Betonni tuvo que amenazar a Gerard que había
perdido ante Peck la máscara de su disfraz.
Comenzó el trabajo. Peck tenía una gran sala en la que ensayaba sus
papeles. La acústica era muy buena y había muchas cámaras de vídeo y pantallas
en las que el actor se veía desde todos los ángulos para poder perfeccionar sus
movimientos. Esta vez había pedido que le pusieran un sofá y una mesa para
analizar al guionista en sus ratos de creatividad. A Di la Rosa le pareció un
mal sitio para trabajar porque él se inspiraba con ayuda de un sistema muy
específico. Tenía que hacerse tratamientos de belleza por la mañana, desayunar,
meditar tumbado en una cama y esperar a que las ideas se fueran transformando
en imágenes y estas en palabras para después plasmarlas en el papel.
“Tenemos que ir a mi casa, señor Peck—le dijo a Donald—, aquí me sería
imposible trabajar”. Peck no quería aceptar, pero después quedó convencido de
que entre más rápido se integrara a la personalidad de Di la Rose, alcanzaría
los resultados pronto. Llegaron a una pequeña casa de dos plantas en la que
había un pequeño desorden. Peck miró con mucha curiosidad los baños y el jardín,
revisó los libros de la biblioteca, se hizo una idea de la forma de vida de su
colaborador y empezó a imitar su voz y movimientos. Di la Rose estaba muy
disgustado porque su invitado ya había logrado copiarle la voz y le hablaba con
el mismo tono. Tuvo que contestar a muchas preguntas impertinentes. Donald le
propuso que vivieran unos días juntos para que él pudiera repetir todos sus
movimientos. Donald comenzó a moverse, comer, beber y pensar como Gerard Adams.
Su talento le ayudó a penetrar con rapidez en ese hombre acomplejado y solo. Di
la Rose tenía la impresión de que tenía un espejo en el que evitaba mirarse
para no sufrir los dolores del hígado. Después de dos meses de convivencia el
actor ya podía repetir cualquier gesto, manifestar cualquier idea y expresarse
como el mismo Di la Rose.
—Ya estoy listo para filmar—le dijo a Bettoni.
—De acuerdo, Peck, en unos días Di la Rose tendrá el guión listo.
—No. No se preocupe. Me imagino lo que va a escribir, por eso sería mejor
que yo actuara en el estudio y que Gerard me corrija si es que me equivoco.
Tenía unas ojeras muy marcadas y cuando la cinta estuvo lista,
descansó. No fue por mucho tiempo porque Donald fue nominado al Oscar por el
mejor actor y el mejor guión. Esto último fue como un rayo que fulminó a Di la
Rose junto con Gerard Adams, sin embargo, eso no era lo peor. Le faltaba
todavía ver cómo varios directores de cine se acercaban al joven Peck para
proponerle que se dedicara a escribir historia que se pudieran llevar a la
pantalla. Donald aceptó y empezó a combinar su trabajo de interpretación con la
escritura. Muy pronto dejó los escenarios para dedicarse exclusivamente a la
escritura. Bettoni sustituyó a Di la Rose. Pasaron los años y Peck se fue
haciendo imprescindible, los grandes creadores de Hollywood le pedían guiones
como si se tratara de pan caliente. Donald decidió esconderse detrás de un
pseudónimo, adoptó el de “Hard nut to crack” y no se volvió a parar en los estudios
para actuar. Ganó mucho dinero persiguiendo a los artistas famosos que
potencialmente podían interpretar a sus personajes. Fue adquiriendo costumbres
raras como la de saborear demasiado los postres, repetir sus diálogos en la
situación que fuera, incluso desnudo frente al espejo, se hacía mascarillas y
tenía su casa desordenada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario