Pasaron cinco
minutos desde que el profesor Saravia se había puesto a demostrar su teorema de
Bell y no se movía. Los alumnos que, por lo regular, no le prestaban mucha
atención cuando el canoso miope se ponía a trabajar en cosas difíciles, se
dieron cuenta de que Pedro Saravia estaba completamente paralizado. Permanecía
con el rotulador electrónico pegado a la pizarra. Se acercaron para saber si se
encontraba bien y se sorprendieron al notar que no parpadeaba y su mirada
estaba perdida. No oía nada en absoluto y su cuerpo era una estatua muy dura de
carne y hueso. Lo trataron de cambiar de posición, pero fue inútil, una
estudiante le dio un poco de agua, pero en lugar de que el hombre se la
tragara, tuvo que recibirla como una compresa para refrescarle el rostro.
Llamaron al director y, después de que el jefe de la cátedra de psicología
dijera que no se trataba de hipnosis, ni otro tipo de afectación mental; decidieron
llevárselo a un hospital para hacerle estudios y descubrir la causa del extraño
fenómeno.
Lo primero que
hizo el equipo de doctores fue efectuar un encefalograma que mostró que el
cerebro estaba parado, es decir, el hombre estaba vivo, pero su proceso mental
estaba en punto muerto. No era un estado de coma porque el cerebro estaba en
excelente forma, sin embargo, los torrentes de energía en los enlaces
neuronales estaban ahí, pero no circulaban. Era como si todo el funcionamiento
del cuerpo y el razonamiento se hubieran detenido por un tapón que impedía su
realización. Pedro Saravia, decía el reporte médico goza de una salud
envidiable, pero su cerebro, a pesar de no padecer ninguna afección, no
trabaja.
Transcurrieron los días
y fue necesario reunir a un grupo de especialistas de todas las áreas de la
ciencia para analizar el caso. El primero en encontrar el camino hacia la
solución fue un ingeniero en computación que, por hacer una broma, dijo que el
famoso profesor Pedro Saravia estaba colgado como si fuera un ordenador y había
que reiniciarlo. Los talentosos científicos que se encontraba allí se rieron
por la ocurrencia, pero un filósofo, a quien nadie soportaba por ser detallista
en extremo, hizo una pregunta que dejó a todos pensando. «¿Qué pasaría si el
cerebro de un hombre fuera en realidad un ordenador sofisticado?». A pesar
de que el cuestionamiento era una tontería, los científicos comenzaron a
razonar sobre esa posibilidad.
«Imaginemos—dijo el
filósofo— somos capaces de crear un ordenador con neuronas y lo programamos
para que funcione de acuerdo a un programa introducido por un enlace genético
que dirija los sistemas nerviosos periférico y central…»
—Lo que nos está diciendo
son puras tonterías—comentó el especialista en computación.
—Me doy cuenta de eso,
querido amigo, pero permítame decirle que no estoy pensando en nuestra época,
sino desde el año tres mil de nuestra era. Mire, la tecnología avanza a pasos
vertiginosos, cada vez que descubrimos nuevas formas para mejorar la inteligencia
artificial damos un brinco de Jesús saltador o sea que avanzamos en la
singularidad tecnológica. Dígame, ¿cree que dentro de cien años podamos
integrar algún sistema electrónico que trabaje conjuntamente con el cerebro y
le permita a la gente ver o recuperar el habla?
—Sí, eso ya es posible en
la actualidad.
—Y si dentro de
doscientos años fuera posible adaptar nuestro cerebro a un cuerpo semi-humano,
qué pasaría.
—Bueno, en la actualidad
ya se empieza a investigar.
—Ahora, imagine que la
tecnología se desarrolla a lo máximo y hace posible sustituir algunas partes
del cerebro para que algunos materiales sintéticos le permitan transportarse a
otros planetas o viajar a grandes velocidades.
—Bueno, eso suena muy
descabellado, ¿sabe? Hay otras soluciones.
—De acuerdo, pero escuche
está hipótesis. Imagine que los hombres somos superados por la tecnología y ésta
crea unas máquinas que nos sustituyen rápidamente y el hombre desaparece del
universo, luego, dos mil, tres mil o, tal vez más años después, la tecnología
trata de descubrir de dónde se ha formado y empieza a experimentar con los
organismos para crear gente, es decir para recuperar al hombre y lo hace
copiándose a sí misma y programando el cerebro del humano de acuerdo a sus
teorías. Antes de que me diga que estoy completamente loco, razone y dígame si la
tecnología podría hacerlo.
—Lo que ha dicho es
absurdo y suena a herejía porque está poniendo al progreso tecnológico en el
sitio que le correspondería a Dios. Suponiendo, de acuerdo a sus disparates,
que el cerebro fuera un ordenador programado tendríamos que actualizar sus
programas, darle mantenimiento y ampliarle su memoria y en caso de un ataque
por parte de los hackers…
—Creo, querido amigo, y
gracias por aceptar analizar mis locuras, que los doctores nos podrían dar la
solución, pues estamos frente a un caso raro en la medicina.
En ese momento un cirujano
muy bonachón dijo que lo único que se le ocurría era hacerle un electro shock
al profesor Pedro Saravia para reiniciarlo. No todos los especialistas
estuvieron de acuerdo, pero al llegar a las votaciones la mayoría estuvo a
favor de que se le conectaran dos electrodos al pobre catedrático y se le
aplicara la carga necesaria para ver si reaccionaba.
Se llevaron el equipo a
la cámara en la que se encontraba Saravia. Lo desnudaron hasta la cintura, le
quitaron sus gruesas gafas, le quitaron los objetos metálicos que llevaba en
los bolsillos del pantalón y le aplicaron la corriente. A pesar de la gran
cantidad de voltios, el cuerpo del profesor siguió sin moverse y muy tenso. Le
volvieron a realizar un electroencefalograma y no notaron diferencia alguna con el
primero.
Se reunió de nuevo el
consejo de expertos y esta vez vino en ayuda del filósofo un neurólogo que
propuso que no se usara la electricidad porque podría producir daños
irreparables en las conexiones neuronales. Todos le preguntaron si tenía una
propuesta y, después de unas horas de estar barajando varias posibilidades,
sugirió que se le inyectara adrenalina para que al bombearse la sangre pudiera
reaccionar el cerebro con el fuerte torrente. Por desgracia, ese intento y
muchísimos más fueron en vano. El profesor Pedro siguió parado en un rincón de
su cámara y el personal del hospital y algunos pacientes se habituaron tanto a
él que ya no lo tomaban como a una persona, sino como parte del mobiliario.
Muchos periodistas se interesaron
por el caso de Saravia y acudieron a su casa, a su gabinete y las aulas en las
que impartía su disciplina, pero nadie pudo sacar nada en concreto porque no
desconocía lo que le había pasado, sin embargo, no recordaba nada en absoluto.
Se perdió pronto el interés por “El profesor bloqueado” como se le llamaba,
cuando la noticia estaba fresca, y la vida volvió a su curso habitual.
Tres meses después se
volvió a registrar un caso parecido al de Saravia. Esta vez era un matemático
japonés al cual se le aplicaron los mismos remedios que a Saravia, pero el
resultado fue el mismo, así que se decidió mantener al profesor Takeshi en
observación hasta que se desbloqueara. En los periódicos aparecieron de nuevo
las columnas sobre el extraño fenómeno que estaba dejando a los hombres
especialistas en ciencias exactas y física, inmóviles. No faltó quien se atreviera
a predecir que el siguiente bloqueado sería un químico, pero no fue así. En
Colombia un niño que se encontraba en clase presentó todos los síntomas de
Saravia. Hubo una alarma internacional porque se propagó la noticia de que se
podría convertir en una epidemia. La gente se puso a contratar seguros de vida,
muchos dueños de inmobiliarias aprovecharon para ofrecer lugares de retiro en
los que podría permanecer la gente que padeciera de la desconexión y los
políticos pidieron que se conservara su plan gubernamental en lugares fiables
para que nadie actuara sin contar con su opinión. Los siguientes casos fueron
de una mujer embarazada y una adolescente que se dedicaba a la gimnasia
rítmica.
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