I
Preparó con mucha
anticipación sus maletas. Tenía la lista de cosas pegada en la cabecera de su
cama y todas las noches revisaba mentalmente las cremas, las prendas
interiores, el cepillo de dientes, los cosméticos y todo tipo de accesorios
necesarios para soportar la inclemencia del clima del país al que se dirigía.
En realidad, no había nada de qué preocuparse porque haría el viaje en verano y
tendría unos meses para adaptarse a las nuevas condiciones climáticas. Le
faltaban tres días y por las noches la despertaba algún olvido que se enmendaba
cuando salía de su apacible mundo onírico y la vigilia le devolvía la
tranquilidad necesaria para conciliar otra vez el sueño. Durante sus horas de
ocio paseaba por su barrio y conversaba con las vecinas que con mucha
curiosidad le preguntaban si no le daba miedo hacer un viaje tan largo. La
respuesta, acompañada de una condescendiente sonrisa, era una negativa. Las
señoras la veían con admiración y con unas bolas esféricas en la cara levantaban
un enjambre de murmullos. Ágata tenía un novio con el que había cortado, se lo
encontraba de vez en cuando, pero él fingía no verla. Cuando Felipe la distinguía
desde lejos, suspiraba, hacía de tripas corazón y disimuladamente giraba los
pies, impulsaba la cadera y se retiraba con paso lento. No había solución, la
infidelidad en una noche de embriaguez había derribado las paredes de la
fortaleza en la que Ágata se sentía segura. Los añicos de su corazón roto le
dieron la fuerza para tomar la importante decisión.
En algo habían influido
la suerte o, el erudito destino, para reservarle un sitio en otra nación, que
tal vez le ofrecería todo lo que no le podía proporcionarle su madre patria. Se
decía que así era mejor, que lejos de todos sus problemas y la incomprensión
familiar encontraría el sendero que la llevaría a la cordura y, por qué no, a
un feliz matrimonio. Comía poco y se sentaba paciente a que las manecillas de
reloj le acercaran la hora de la partida. Llamó a sus amigas y les prometió
mantenerse en contacto enviándoles cartas una vez por semana. Francisco, su
padre, mostraba seguridad y se paseaba arisco por la casa, gruñía en ocasiones
y ya no le deseaba las buenas noches a su hija con un beso y se limitaba a
pronunciar un simple “que duermas bien”. Luego se quedaba en el salón, sacaba
una botella de ron, se servía chorritos que se bebía de un trago y salía a la
ventana para regar las plantas con sus lágrimas. Llegó el momento de la
despedida y a todos se les cayó el disfraz de valentía que habían llevado
confiados hasta el último momento pensando que no los delataría. En un mar de
buenos deseos y lamentaciones la única hija de la familia León salió hacia
Europa. La señora Gertrudis se quedó mirando el avión con sus hermosos ojos
glaucos. Lloró en silencio y su estómago parecía emitir el gimoteo que ella
ocultaba. Su marido la rodeó con el brazo y le ayudó a sacar las lágrimas con
un berrido infantil. Se enlazaron en una actitud solidaria y se miraron como el
día en que les habían informado que eran padres de una hermosa hija.
Ágata no pudo sobrellevar
la severidad del vuelo, anduvo caminando por el corredor durante varias horas y
se encerró en el baño para vomitar la sosa comida precalentada de las
bandejitas de aluminio. A pesar de que el viaje parecía el de un tren que
recorría una vía recta sin baches, ella se aferraba a la cabecera del asiento
delantero enterrando con mucha fuerza las uñas. Casi no hubo turbulencias, pero
las pocas sacudidas que experimentó la enorme aeronave le pusieron los pelos de
punta. Dieciocho horas de vuelo fueron un vía crucis en el que se prometió
hacer una gran penitencia para limpiar todos sus pecados. Estuvo a punto de
besar el asfalto del aeropuerto en un gesto episcopal, pero no le alcanzó el
valor para ponerse en la posición de los musulmanes en plena oración, por eso,
arrastró como pudo sus maletas y salió del aeropuerto. Vio un letrero con su
nombre y apellido, suspiró y caminó con determinación.
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