Su destino viajaba a ciento diez
millas por hora en el lado opuesto. Si le hubieran dado el problema de
aritmética, habría sabido que era suficiente reducir la velocidad un poco y eso
le evitaría una gran pérdida, pues no convergería con el psicópata que le
cambiaría la vida. Había discutido con su novia y la furia lo incitaba a pisar con
más fuerza el pedal. Marisa estaba enfadada, no podía entender la obstinación
de su novio. Había empleado una semana entera para organizar un viaje a Europa,
se había ilusionado con la idea de conocer París y Venecia, pero sus planes se
derrumbaron cuando recibió la negativa de Alberto. Tenían pocos conflictos y la
relación, a pesar de tener sus altibajos, era buena. Sólo había una cosa que no
encajaba. Era la terquedad con la que Alberto defendía sus ideas. Tal vez no
fueran malas las resoluciones de su pareja, quizá fuera mejor ahorrar y pensar
en el futuro, pero y ¿el presente? Había que vivir el momento porque el futuro
es muy incierto e impredecible. La prueba estaba en que, desde que habían
comenzado la relación, todos los augurios habían fallado. La bilis le agriaba
la cara. Puso música y la mirada reprobatoria de Alberto la alegró. ¡Jódete,
cabrón! —pensó ella, mirándolo de reojo.
En otro coche azul, se lo habían
robado para asaltar un banco, iban tres locos. Las cosas habían salido bien. No
habían dejado heridos. Nadie les había visto la cara y estaban en la carretera
con poca gasolina y medio millón de dólares en el maletero. James se había
metido mucha coca y estaba eufórico. Sus compañeros John y Garry le pedían que
bajara la velocidad, pero era inútil. Necesito que cojamos impulso, tarados—gritaba
James como si fuera montado en un caballo—. ¿No ven que ahí está la gasolinera?
Si tomamos vuelo, el coche llegará por inercia. Era verdad, apenas pudieron
acercarse hasta el surtidor y meter el dispensador en la boca del depósito. Empujaron
el auto unos metros. Estaba un chico atendiendo, su padre se había ido a comer
y lo había dejado de encargado pensando en que no pasaría nadie por allí a esa
hora. Garry, al darse cuenta de que el sitio estaba sin resguardo abrió el
refrigerador y les repartió cervezas a sus compañeros. Exhalaron satisfechos
los tres y se miraron con alegría. ¿Están pensando lo mismo que yo? —preguntó
John dibujando unas curvas en el aire. Los tres gritaron eufóricos. En ese
momento llegó otro coche y sus miradas se dirigieron hacia él. Vieron salir a
una chica rubia bajita, pero con buen aspecto. Tengo una idea—susurró James— ¡Tráiganla
para acá!
El chico había terminado de repostar
el coche de los maleantes y se dirigió a Alberto para pedirle que le diera las
llaves de su coche. En ese momento se acercaron a Marisa Garry y James mientras
que John le asestó un fuerte puñetazo a Alberto, quien casi perdió el sentido
por el impacto, después las patadas se encargaron de desconectarlo. Arrastrándolo
lo metieron en un armario con herramientas y cerraron el viejo candado que
colgaba de la cadena. Le habían puesto cinta adhesiva en la boca y le ataron
las manos. Estaba adormilado y el dolor lo atosigaba. La posición en la que se
encontraba era muy incómoda por la estreches del mueble. Le era imposible
tratar de ponerse en pie. Escuchó las voces de los compinches. Oyó claramente las
malas intenciones que tenían, cerró los puños y apretó los dientes. Hizo un
esfuerzo sobrehumano para separar las paredes del armatoste metálico, pero fue inútil.
Llegaron los gritos de Marisa, imploraba misericordia. Se oyó un chillido del
gasolinero a quien hicieron callar con un golpe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario