Era un verano caliente en todos los sentidos. La prensa había publicado las
escandalosas noticias relacionadas con el abuso a menores por parte de los
miembros de la iglesia. El tema siempre se había rehuido por ser un tabú, pero
el mismo Papa rompió el silencio y exhortó a las víctimas a hacer sus declaraciones
y señalar a los implicados. Hubo una reacción de rechazo por parte de todo el
cuerpo eclesiástico argumentando que, descubrir a los culpables, provocaría una
cacería de brujas, y eso mancharía la blanca imagen de la iglesia. No se
equivocaron porque, primero, surgió la confesión de un grupo de niños que
habían participado en un coro alemán, luego, cientos de casos en Latinoamérica,
después, un hombre que había dejado los hábitos escribió sus acusaciones en un
libro y, por último, una serie de asesinatos de miembros de la iglesia, los
cuales, se presumía, sufrían la venganza por el abusado sexual al que habían
sometido.
El inspector Leblanc ya había registrado cinco asesinatos en una semana y
no podía dormir. Lo atormentaban las características de los homicidios porque
le habían ordenado atrapar lo antes posible al criminal. La exigencia no llegó
del despacho de Clement Fouché, sino directamente de la prefectura de Ile de
France y firmada por el cardenal arzobispo. Huelga decir que Fouché al
enterarse puso al departamento de homicidios patas arriba al pedir que se le
entregaran todos los informes al respecto. Leblanc tenía sobre la mesa un artículo
con la foto de Narciso efebo del Louvre y las declaraciones de un arzobispo del
Vaticano que había manifestado ante la comisión de derechos humanos que los
sacerdotes acusados no eran pedófilos, sino efebófilos y que eso era muy
diferente. Leblanc había visto también una película sobre los casos registrados
en Boston y leído varios libros que sólo tocaban el aspecto preventivo, pero no
el correctivo del problema. Se preguntó si era posible curar las parafilias y
su cabeza comenzó a latir con fuerza por las instigantes ideas que rebotaban
dentro y lo persuadían de aplicar la justicia por su propia mano, era un deseo
inconsciente como esos que surgen cuando se es impotente ante algo y la única
solución para liberar la ira es imaginar cosas maléficas. En cuanto salió
Fouché a comer, Theophile se fue por unos cafés y comenzó a dilucidar con su
ayudante Bastián.
—¿Qué piensas de todo esto, Bastián?
—Nos encontramos en una situación muy difícil, inspector, porque si
atrapamos al asesino y lo condenamos, ¿haremos lo correcto?
—Eres muy astuto, Bastián, pero ¿sabes qué he pensado?
—No, inspector.
—He pensado que podríamos dejar que lo juzgue la iglesia. Ya sabes que a
los militares se les hace un juicio dentro de su institución, entonces ¿por qué
no dejar que sean los cardenales, los obispos y el mismo Papa quienes decidan?
—Ah, y ¿serían capaces de excomulgarlo?
—Seguro que no. En la situación en la que se encuentra la iglesia, a lo más
que pueden llegar, es a ponerle una penitencia para que ruegue por la salvación
del alma de sus abusadores, ¿no crees?
—Bueno, ya en serio, me había dicho que este no sería un caso difícil y
lleva más de dos semanas sin poder localizar al asesino.
—Tienes razón, pero si pones atención, no sería difícil encontrarlo.
Además, te voy a leer otra vez la nota para que me digas a qué conclusiones has
llegado.
“Sopla el viento gélido, tu rezo
opaco de corno imita la plegaria marina, le sigue tu clarín que es más auténtico;
la parvada de notas salinas sube por la cola del cometa y se oyen tus
chillidos, son el llanto del pecado y las ofensas a lo divino. Tu tintineo
esporádico dibuja en pocos trazos a un chino epiléptico, se convierte en mandarín
con bata de seda negra y clériman. El silencio abre una página nueva, está en
el horizonte de las aguas, es limpia e inmaculada. La quietud es amenazante
porque la bestia enorme ya viene a perturbarme con su composición heroica
llamada sonata de las turbias aguas negras. Música bella que has hecho
pecaminosa, la has corrompido atiborrándola de espuma contagiosa y la condenas
a morir con las algas con esa viscosidad negra y pegajosa tuya. Llegará el día
de la venganza del Señor. “No hay nada oculto que no se descubra algún día, ni
nada secreto que no deba ser contado y divulgado”—decía Lucas en su 8,17—, pero
ahora me toca ser sacudido, zarandeado y sodomizado porque te sientes bajo la
sotana como un Dios vengador y te lavas las manos diciendo que es él quien peca
o redime y tú eres solo un instrumento de su voluntad. No te das cuenta de que
estás loco y tus traumas te convierten en un cerdo que no merece el perdón. Tu
mojigatería, de llevar la negra sotana como un recuerdo de la nada y el falso
viaje al paraíso y la muerte, es tu opresora. Se convierte en tu temor más
grande, se desvanece tu hombría, tu supuesta bondad te deja desnudo frente al
mal, ante tu vil naturaleza de animal sin raciocinio. Tus sermones se convierten
en segregación venenosa para manchar la imagen de los santos que sí le
entregaron su alma al bien. Es el llamado divino—decías, aprovechándote de mi
inocencia, de mi nobleza estúpida y de mi temprana edad—. ¿Pensabas, acaso, que
al vestirte de sacerdote se borraban los pecados o que era tu capa protectora
de villano de cómic la que te permitía destrozarme? Lo que sí mostraste fue tu
pobreza de espíritu, tu debilidad como ser. Mereces la compasión de Dios por
haberte hecho tan deforme e inmisericorde, pero mi perdón jamás lo tendrás,
estés donde estés. Por último, oigo los tambores del alejamiento, la marcha
triunfal que cae en gotas de engrudo mientras dices el mea máxima culpa, como
si eso te librara de la escoria que te cubre. Nunca llegaste a oír las
trompetas de los arcángeles, jamás fuiste capaz de llegar al segundo acto
porque le temías al hueco latón que, con una marcha militar romana, pasaba a un
lado de la puerta de tu dormitorio recordándote a los leones. Por fin, escucho
el toque de la séptima trompeta que te cubre como sábana y te aprisiona para
inmolarte, se acabaron los redobles de tu orquesta, tus risitas sádicas y tu
mirada obscena. Descansa en paz, si puedes. Me es imposible indultarte, mal
bicho”.
Al término de la lectura, el inspector Leblanc miró los ojos lacrimosos de
Bastián y guardó silencio. Dejó que su ayudante recobrara la respiración y
cogió un papel en el que escribió:
“La molécula de Dios”.
Se lo ofreció con cuidado, pero Bastián lo leyó sin cogerlo y le preguntó
qué relación tenía la Ayahuasca y el testimonio que acababa de leer.
—A primera vista, querido Bastián, no hay nada que las relacione, pero los
resultados de todas las autopsias indican que las víctimas, es decir, todos
esos religiosos, la ingirieron antes de morir. Por lo tanto, el causante de sus
muertes ponía una dosis de la droga en un té o café y luego los asesinaba con
una puñalada en el corazón. Fallecieron en sus domicilios o en sus habitaciones
de hotel y eran pedófilos, efebófilos o padecían alguna parafilia.
—¿Qué significa eso de efebófilos y parafilia, inspector?
—¿No has leído las noticias en el Vox Populi? —preguntó el inspector con su
actitud bonachona y retorciéndose el bigote como si fuera Poirot tratando de
enchinarse las puntas del mostacho.
—¿Se refiere al Le Fígaro? —respondió Bastián con actitud manceba.
—Toma, lee esto y deja de hacer ademanes, por favor.
Bastián leyó el artículo tratando de memorizar los términos y el nombre del
arzobispo que había declarado ante la ONU las resoluciones del Vaticano con
respecto a los sacerdotes que habían abusado de menores. Repitió en voz baja
las palabras y miró de reojo al inspector para que no lo presionara con su
impaciencia.
—Está claro, inspector. Hay una diferencia entre pedofilia, efebofilia y
las otras filias que han sustituido los psicólogos por las perversiones, ¿no?
—Exacto, Bastián, de acuerdo con lo que has leído podrías decirme cuál es
el carácter de nuestro asesino, los motivos los sabemos, pero su modus
operandi, no.
—Bueno, inspector, primero es un hombre joven que sufrió abusos por parte
de algún padre, seminarista u otro tipo de representante de la iglesia que
ponía música cuando actuaba. Por cierto, ¿ha investigado si esa nota tiene
relación con alguna melodía?
—Sí, Bastián, precisamente por las descripciones que hace de los
instrumentos de viento y las percusiones, los cantos de los pájaros y demás, he
encontrado una sinfonía de un compositor español muy joven, tendrá unos veinte
años, pero es muy talentoso. Se llama Marea oscura.
—Perfecto, entonces, sigamos adelante. Es posible que el sospechoso fuera víctima
del canónigo privilegiado Silvio Tamezzi, que sirvió algunos años en la iglesia
Saint Thomas des invalides y fue encontrado en su dormitorio con un puñal en el
pecho.
—Y lo que no sabías, querido Bastián, por estar de vacaciones, es que en
todas las escenas del crimen se encontraron bebidas de todo tipo.
—Ah, ¿por eso me ha mostrado lo de la molécula de Dios? Muy ingenioso, ¿no
le parece?
—Sí, Bastián, esa venganza es cruel porque los droga para exaltar sus
sentidos, ya sabes cómo actúa la Ayahuasca, luego les lee su capitulación, es
decir, esta poética nota, y al final, se los carga condenándolos al infierno
con unos puñales de producción española.
—Se llaman, verduguillos, inspector, y son para ultimar a los toros que no
mueren con las fallidas estocadas del matador. ¿De dónde eran las otras
víctimas?
—De diferentes sitios, Bastián, pero tenían algo en particular que revela
el sistema tan elemental que tienen los prelados para ocultar a sus depravados
sacerdotes. ¿Sabes cómo lo hacen?
—No, inspector.
—Es fácil. Cogen un librito de registros, que se publica cada año, para
llevar un seguimiento de los sacerdotes, cuando alguien cae en pecado lo mandan
a otro sitio para evitar que se descubran sus fechorías, por lo regular, se
pone que están de baja por enfermedad, en tratamiento médico o transferidos con
una comisión en otra ciudad.
—¿Cómo lo sabe, inspector?
—Fue por una película que se llama “Primera plana”, la vi hace poco y trata
sobre el escándalo de violaciones en las iglesias de EE UU.
—Es usted muy astuto, inspector, bueno, siguiendo con lo del operandi, me
imagino que el asesino sigue a las víctimas, entra en contacto con ellas haciéndoles
preguntas sobre religión, se gana su confianza, les pide o investiga su dirección
y los espía antes de asesinarlos.
—Sí, seguramente es así como lo hace.
—Oiga, inspector, ¿qué le parece si vamos a investigar sobre los sacerdotes
que dice usted que se trasladan, se van de comisión o se enferman?
—No te preocupes, Bastián, Clare la chica que lleva la información en los
ordenadores, ya está en eso. Precisamente, me ha llamado hace una hora para
decirme que ya tiene casi completo el material. Mejor, dime, ¿qué tal te fue de
vacaciones? ¿qué tal Therese?
—Muy bien, inspector, descansamos muy bien y conocimos muchas cosas de la
cultura Maya, aunque no logré desprenderme de mis hábitos e incluso me vi en la
necesidad de aclarar un robo en el hotel en el que estuvimos alojados.
—¿Qué sucedió?
—Nada de importancia, inspector, fueron unos empleados del hotel que se
hicieron pasar por promotores de cadenas de hoteles de lujo y aprovecharon para
hacerle un fraude a unos turistas franceses que estaban allí. Cuando se
enteraron de que éramos de París y que, además, yo era detective, nos rogaron
que les echáramos una mano. Fue cosa de niños.
—Muy bien, hecho. Mira, ahí viene Clare con un montón de información.
Durante dos horas, Leblanc y Bastián ordenaron la información que tenían.
Supieron, por los reportes de los libros canónicos, que las cinco víctimas
habían llegado a la ciudad en un período de un año y que habían hecho su
servicio en varias iglesias del país, sin embargo, los habían asesinado después
de pedir su cambio a otra iglesia. Los sacerdotes tenían diferentes grados y
edad, no tenían una única nacionalidad y todos habían pasado por un tratamiento
especial. Para disipar todas las dudas que tenían, decidieron ir a ver al
cardenal arzobispo, el señor Françoise Prentie quien
los recibió esa misma tarde en su despacho.
—Buenas tardes, cardenal.
—Buenas tardes, inspector, gracias por venir. Tome asiento.
—Mire, mi ayudante y yo hemos venido para hacerle unas preguntas. Es
necesario que aclaremos algunas particularidades del caso para poder investigar
mejor.
—Bien, inspector, pregúnteme lo que desee aclarar.
—Bueno, sabemos que cuando los miembros de la iglesia son sorprendidos o denunciados
por el abuso sexual los envían a otras ciudades, los dan de baja temporal por
enfermedad o los envían de comisión a otras localidades, ¿verdad?
—Sí, inspector, por desgracia nunca ha habido tantas denuncias como en la
actualidad y dentro de nuestra santa casa, aunque no lo crea, es muy difícil
descubrirlo porque la mayor parte del tiempo estamos ocupados con las
celebraciones, las misas, el estudio de la teología y a propagar la palabra de
Dios. Siento reconocerlo, pero entre nuestros miembros hay hombres que carecen
de madurez y por la imposibilidad de controlar sus deseos y su fe se hunden en
un laberinto, en la confusión total y por eso actúan de esa forma.
—¿Me está diciendo que al abuso le llaman confusión?
—No precisamente, lo que sucede es que un creyente sabe que Dios nos
exhorta a amar a nuestro prójimo, pero el amor no sólo es espiritual. También
hay un amor carnal que es muy difícil de controlar dada nuestra naturaleza. La
mayoría de los que han sido acusados públicamente son personas con carácter de
adolescentes, soñadores y, si, por un lado, su apariencia es de un hombre
maduro, por dentro son como muchachos enamorados de quince años.
—Pero ¿qué se hace para controlarlos?
—Tenemos un equipo de sacerdotes y especialistas en psicología que los
atienden, una vez terminado el tratamiento los cambiamos de lugar para que
pierdan su relación emocional con las personas con las que han pecado.
—Y ¿se puede comprobar que después del tratamiento no reinciden?
—Mire, en caso de que eso suceda, se les envía de nuevo a tratamiento o se
les suspende de sus funciones por un tiempo determinado y…
—Disculpe que le interrumpa, pero ¿me podría decir en qué consiste eso de
retirarlos de sus funciones?
—Ah, eso quiere decir que se les asigna una labor social en lugares donde
puedan ayudar trabajando de forma gratuita.
—Oiga, Monsieur Françoise Prentie, ¿esos lugares podrían ser escuelas o
instituciones donde hay jóvenes?
—Sí, eso es posible, pero pedimos informes completos sobre su conducta y si
alguien nota algo raro nos los comunica de inmediato.
—Y aparte de eso ¿no se trata de denunciar ante la ley a esas personas?
digo, en caso de que sean un caso irreversible.
—Lo lamento mucho, inspector, pero ese no es el único asunto en el que la
iglesia emplea su tiempo, además ese tipo de servidores de Dios es la minoría.
—Pero, se supone que no deberían existir, ¿no? Además, la iglesia debería
tomar medidas más radicales. Me parece que con lo que me ha contado, lo único
que hacen es darle vueltas al problema sin cortarlo de tajo.
—¿De tajo? ¿Cómo es eso?
—Cardenal, con todo respeto, le voy a decir que la violación o el abuso son
delitos penados por la ley y la iglesia haría bien si en lugar de analizar los
casos como problemas de conducta o de fe, contratara abogados para llevar a
juicio a los culpables.
—No se da cuenta, inspector, de que eso necesitaría muchos recursos
económicos y la iglesia no cuenta con ellos. Lo que atañe a lo del contacto
físico y lo demás son nimiedades, ¿sabe? Lo que si es delito grave ante Dios es
el asesinato, por esa razón le pedí que aclarara este asunto lo más rápido
posible.
A esa altura de la conversación, Bastián, que había permanecido callado
todo el tiempo, estaba rojo de irritación y notó el temblor en las manos de
Leblanc que miraba con ojos de pistola al cardenal arzobispo y estaba a punto
de golpearlo, por eso intervino.
—Monsieur arzobispo, usted no tiene hijos, pero si los tuviera, se daría
cuenta de que un fenómeno como este destroza la personalidad de un niño. Ellos
son endebles, su carácter no está formado y son nobles por naturaleza, de todo
eso se valen ustedes para propasarse sin temor a las represalias. Creo que sólo
ocultan los delitos para conservar su imagen, pero hay más corrupción y
perversión que en las instituciones del estado.
—No diga eso, hijo mío, ya les he dicho que es una minoría, los tenemos
bajo control y por muy malos que sean, no se merecen que un tipo loco o
resentido ande por allí enterrándoles puñales en el pecho para aplicar la
justicia y eso nos corresponde a nosotros.
—En primer lugar, señor cardenal, se llaman verduguillos y, ahora que
reparo en ello, creo que hacen honor a su nombre, en segundo lugar, ocultar
delitos es complicidad y, por último, espero que tenga usted un expediente
limpio porque me gustaría verlo en el banquillo de los acusados.
—¡Ya está bien! ¿Han venido a rendirme informes sobre la investigación de
los asesinatos o a amenazarme? ¡Váyanse de aquí! ¡Ya le llamo yo mismo a Clement
Fouché para decirle qué tipo de policías tiene! ¡Adiós, señores!
Salieron de la catedral, no sin antes darse una vuelta por la tumba del
gran emperador que tiene su capitolio en la parte más amplia del templo. Por el
trayecto hablaron sobre la inconsciente actitud del cardenal. No estaban muy
contentos con el resultado de la entrevista, pues habían llegado a la
conclusión de que se quería atrapar al asesino de los religiosos para darle un
escarmiento y mostrarlo ante la sociedad como un hereje maldito capaz de violar
los mandatos de Dios. Leblanc le preguntó a Bastián si era religioso y éste
contestó que sí, pero que no sabía qué podría hacer si por alguna razón sus
inexistentes hijos fueran víctimas del abuso sexual por parte de su lector de
catecismo o su instructor para hacer la primera comunión.
En la comisaría, Leblanc, sacó la lista de todos los religiosos que habían
estado bajo tratamiento, habían sido transferidos o suspendidos de sus
funciones. Le pidió información sobre todos los practicantes y retirados a
Clare que, al presentarse otra vez con su falda entallada, volvió a causar el
revuelo en el departamento de homicidios por su forma de menearse, pero esta
vez los ojos se centraron en Brahim, quién apachurrado por la presión de sus
compañeros, se levantó y se dirigió a ella con una actitud muy amable, le
explicó su difícil situación y la invitó a tomar un café. En cuanto se supo que
ella había aceptado, todos gritaron de alegría y hasta felicitaron al muchacho
que enrojeció y se escondió en la pantalla de su ordenador.
Leblanc empezó a seleccionar, por sus antecedentes, a los religiosos que se
encontraban en Francia, separó los que permanecían todavía en París y le mostró
a Bastián una lista de quince apellidos.
—¿Qué significa esto, inspector?
—Son, me supongo, las siguientes víctimas. Creo adivinar los nombres de quiénes
serán los próximos objetivos del vengador de los humillados, pero me gustaría
apostar contigo cien euros, así que elige los nombres y si aparecen en el orden
en el que los has puesto te pagaré cien por cada uno.
—¿Cómo se le ocurre jugar con eso, inspector? Son vidas humanas. ¿No le
remuerde la conciencia?
—En realidad sí, Bastián, pero lo único que intento es ganar tiempo para
confirmar mi sospecha.
—Mira, el arzobispo defendió con tanta pasión a sus allegados que me temo
que él mismo es uno de los abusadores. Si te fijas él es el último que he
apuntado. Tenemos que investigar todo lo que esté relacionado con su
trayectoria eclesiástica antes de que lo ultimen. El asesino se irá acercando a
él y le irá dando pistas. ¿Te parece bien que comencemos?
—Creo que nos encontramos en un dilema, inspector. Por un lado, nuestra
obligación nos exige que encontremos al asesino, pero la conciencia, aunque
suene cruel, pide que dejemos que las cosas sigan su curso sin entrometernos.
—Te entiendo, Bastián, si pudiera hacerlo lo haría, pero es mi obligación
detener al criminal antes de que se enfrente a Monsieur Françoise Prentie y lo
mate. ¿Te imaginas si tiene antecedentes y, a pesar de eso, lo canonizan?
—No siga, inspector, eso sería horrible y muy injusto.
—Sí, Bastián, vamos mejor a la arquidiócesis a pedir información sobre
nuestro cliente, ¿te apuntas?
—Con mucho gusto, inspector.
Se fueron a la Notre Dame para indagar todo lo posible para desvelar los
secretos de Monsieur Prentie, pero no lograron avanzar mucho el primer día, ni
el siguiente tampoco. Era por los requerimientos administrativos que tenían que
ir librando. Sólo el tercer día recibieron algunos documentos y les permitieron
acceder a la biblioteca. Trabajaron a marchas forzadas durante tres días más y,
al final, sí encontraron información comprometedora. Aparte de desvelar los
secretos del arzobispo, habían encontrado una lista de sospechosos. Se
emplearon a fondo y su intuición les indicó que el causante del terror dentro
de la iglesia era un hombre de veintitrés años que había sufrido humillaciones
por parte del arzobispo, hacía ya diez años, había sucedido el primero era un
adolescente y el otro un simple prelado de Honor de Su Santidad. Leblanc reunió
pruebas suficientes para llevar al cardenal a juicio, pero también había
gastado el tiempo y el victimario ya había ejecutado a cuatro clérigos más y se
aproximaba con peligrosidad a Prentie.
—Bastián, tenemos que entrometernos en el camino del asesino y proponerle que
desista de su plan para que se dirija a un juzgado y presente una acusación
formal.
—Sí, inspector, pero ¿dónde encontrarlo?
—Es sencillo, llamemos de nuevo a Clare para que nos dé los números de
teléfono, la dirección y todas las referencias del tal Alexandre Noire que
comulgó gracias a nuestro amigo el arzobispo.
Esta vez tuvieron que ir a la planta baja a la pequeña oficina de Clare
para recoger los datos que requerían. Le preguntaron a la chica la razón de su
negativa de subir al departamento de homicidios y les explicó que había salido
con Brahim y se habían comprometido, por eso, para que no se pusiera nervioso,
prefería no subir por ningún motivo. Leblanc se alegró mucho, le dio toda la
documentación a Bastián y volvieron a su puesto. Llamaron a Alexandre y lo
citaron para hacerle una propuesta a la que no se pudo negar porque era tan
comprometedora la información con la que contaban que se preveía que el
arzobispo pararía junto con muchos otros clérigos en la cárcel por corrupción
de menores.
El juicio fue largo, Alexandre asistió a todas las audiencias y festejó
creando una organización no gubernamental para la defensa de los niños y
adolescentes que sufrían abusos. Clare se casó con Brahim. Bastián vio llegar a
su primer hijo y Leblanc frecuentó al cardenal en la cárcel para hacerle
compañía y obtener datos que le pudieran ayudar a evitar que se destrozara la
inocente personalidad de los niños. Desaparecieron misteriosamente unos
sacerdotes, padres violentos, maestros con mala reputación, hubo ingresos
bastante considerables en la ONG de Alexandre y las donaciones no paraban. La
iglesia católica, alarmada por los cambios tan radicales de la sociedad se vio
en la necesidad de contratar los servicios de psiquiatras muy profesionales que
ayudaron a salvar la vida de muchos clérigos. En las instituciones públicas se
aplicó un examen psicométrico a los docentes y la población estudiantil
presentó una mejora considerable en su nivel académico.
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