Nunca se imaginó que un postre latinoamericano tan simple como una calabaza
escarchada sirviera de estación de trasbordo para viajar al pasado. Ignoraba
que con ese sabor dulce se habían puesto en marcha los carros llenos de sensaciones
amargas y recuerdos agrios, todos ellos arrastrados por la locomotora de las
experiencias de sus primeros años de vida. Lo primero que vino en sus sueños fue
a un perro, lo escuchó ladrar con claridad. En su idioma natal se dirigió a él diciéndole
algo que no entendió muy bien. Llevaba muchos años comunicándose en francés,
por eso los chorros lingüísticos que le dio de mamar su verdadera madre se
había secado, pero quedaba una pasta de nata plana en forma de queso disecado
que lo comenzó a inquietar. Pablito, Pablito, despierta—oyó que le decían en sus
sueños—. Soy Claude Fournier, no me llamo Pablo, ¿quién me dice así? Siguió con
sus actividades habituales.
Tenía un trabajo bien remunerado y su novia Clare
Bouchet estaba haciendo los preparativos para su boda. Claude el fin de semana
les comentó su sueño a sus padres. Hubo un minuto de silencio y después la
señora Marie se decidió a hacer la confesión. Eres adoptado, hijo. Ya lo sé—respondió
reprochando—, me lo han dicho mil veces, pero es que hace unos días tuve un
sueño y vi a un perro, pero lo llamé y le dije “Roñoso”, ¿sabéis que significa?
Eso es galeux en francés. Puede ser que yo no sepa toda la verdad de mi pasado,
pero ¿me lo dirán ustedes? El señor Antoine y la señora Marie enmudecieron
porque, en realidad, desconocían la verdad sobre el origen de su hijo adoptivo.
Se estremecieron al pensar que tendrían que escarbar una gran fosa en el pasado
para descubrir cosas que nunca supieron. Lo peor es que tuvieron que suspender
la boda y anunciar que se daría el aviso oportuno cuando todo estuviera listo
para celebrar el matrimonio de su hijo.
Siguieron los sueños. Junto con
todas las imágenes de una tierra desconocida sonaban palabras, se despertaban
ardores, angustias, dolencias y también placeres infantiles, cosquillas inocentes.
Claude estaba confundido. Ese levántate, Pablito fue cobrando forma. Era una
mujer joven de ojos negrísimos y pelo largo, pobre y muy morena, pero con una
sonrisa más dulce que la miel. Vinieron más pistas. Un camión transportando plátanos
a otra ciudad, su amigo Lucio saliendo por los aires en una curva de la
estrecha carretera en los Andes, experimentó el miedo que le impidió saltar
para rescatarlo. Habló con el hombre negro que se lo llevó a Lima y lo dejó en
un monasterio de monjas. Luego, un vacío entre los desayunos, rezos y fiestas
del convento hasta llegar la partida a Europa. El punto de salida de su
historia habían sido siempre los asientos del avión y el emocionante aterrizaje
en París, pero ahora había páginas atrás, muy amarillentas y adheridas por la
humedad, que no se habían leído en mucho tiempo y poco a poco las letritas
negras del pasado obtenían significado. Ya no eran algo abstracto, los paseos oníricos
habían ido acomodando su historia como un rompecabezas. Había salido con su
amigo Lucio a robarse unos plátanos, se había dormido en el camión, su amigo se
había caído en una curva, él había llorado hasta secar las lágrimas; se había
resignado a la vida del claustro de las hermanas de la caridad; y se lo habían
llevado a París. Sentía la necesidad de encontrar su pueblo, supo que estaba
ubicado cerca del río Chutano, a un lado de Yurac Yacu.
Buscó en los mapas,
preguntó en la embajada peruana y le dieron referencias del lugar. Se compró un
billete de avión y fue descontándole los kilómetros a su vida. Llegó muy esperanzado
al convento de Lima, pero no le dieron mucha información. Supo a qué lugar
debería dirigirse. Era una población muy pequeña, su pueblo estaba cerca. Se
asombró mucho cuando frente a una pequeña iglesia recordó el camión de color
pardo en el que se había montado con su compañerito de travesuras. Fue gracias
al ladrido de un cachorro de color marrón que lo miró como reprochándole su
descuido de antaño. Era la misma expresión de roñoso, pero dónde estaba el
pueblo. Se fue caminando en dirección de la población más cercana, estaba a
unos veinte minutos a pie, pero al llegar confirmó lo que le habían dicho
antes. Ese pueblo hace mucho que está abandonado, joven—le habían dicho con la
mirada baja—, ni se esfuerce en ir. Efectivamente, lo encontró desértico, sin pistas
arqueológicas que se pudieran enlazar con su familia. Ni los derrumbados muros de
adobe ni las vigas enclenques forradas de paja le pudieron contestar. Interrogó
a quien pudo, sin embargo, ni siquiera los más viejos le dieron una referencia
verídica. Oyó puras leyendas e historias fantásticas.
Volvió a París y se casó,
fue feliz y tuvo una familia ejemplar. Lo malo fue que sus viajes nocturnos en
el ferrocarril de los recuerdos lo martirizaron mucho tiempo. Un día le llegó,
como el mensaje que le mandaban a los profetas, el nombre de la señora Alicia
Salgado Oliveira y lo comprendió todo. Se subió de nuevo al camión de plátanos,
pero está ocasión iba acompañado de otros niños pequeños como él. Había
palestinos, chinos, turcos y latinos, entre otros. Tenían la cara sucia, los
ojos muy abiertos, el pelo enmarañado y una expresión mezclada de esperanza y
desconsuelo. Le resultó muy difícil sostener su mirada sin llorar.
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