El sermón de Leticia me estaba cascando la cabeza. Llevaba media hora
reprochándome mi falta de atención, mi actitud pretenciosa y mis distracciones
que se habían hecho más frecuentes las últimas semanas. Por lo regular, después
de discutir una hora, nos reconciliábamos, pero presentí que en esa ocasión sería
imposible hacerlo porque estaba resuelta a cortar conmigo para siempre. Lamenté
mucho que los esfuerzos por conquistarla terminaran de esa forma, como un
castillito de arena pisoteado por unos niños traviesos en la playa. Mi amigo
José me había adiestrado en la técnica de la conquista. Era simple, teníamos
que preguntarles a las chicas que nos gustaban su signo del zodiaco, luego
consultar el horóscopo y aprendernos, en el libro de Linda Goodman, todas las
características astrales de la víctima en turno. Lety era Piscis y yo Géminis
por lo que la relación, según la astrología, estaba muy lejos de ser la ideal.
Nunca me tomé tan en serio esas patrañas porque me pareció imposible que esas
tonterías sirvieran como reglas para regir el carácter tan variopinto de todas
las personas, sin embargo, mientras me había conducido con mi novia como si
fuera un Cáncer todo había ido bien. Los problemas empezaron cuando ella se
enamoró y a mí se me empezó a terminar la paciencia y saqué al verdadero
Gerardo que no era ni romántico ni acomedido ni estable ni soñador. Ella quería
tenerme encerrado en su paraíso acuático como si viviéramos en un estanque en
el que ella se paseaba con toda comodidad mientras a mí me asfixiaba la falta
de aire, los grilletes melosos de su dependencia y su poca versatilidad. Fue
por eso, por lo que aprovechó una pequeña distracción de mi parte para echarme
el capuchino, que ni siquiera había probado, en mi elegantísima camisa de satén
rosa. Por fortuna ya estaba frio, pero lo inesperado de la agresión me hizo
gritar como si la bebida estuviera hirviendo. Se levantó y se fue golpeando sus
tacones contra el piso de mármol, sólo vi como su pequeño cuerpo aprisionado
dentro de su entallado vestido blanco se alejó. Vi sus caireles negros agitarse
como olas en el viento y sus grandes ojos negros engalanados con sus pestañas
postizas se desvanecieron, luego sus protuberantes labios rojos se deshincharon
y despareció por completo. La mesera me trajo una servilleta de tela y se me
quedó mirando con lástima. Le agradecí con una sonrisa nerviosa su amabilidad,
saqué dinero para pagarle la cuenta. Quería ir al baño a lavar mi camisa, que
con tanto trabajo había conseguido, y estaba destinada a llevar una mancha de
café con leche para siempre.
Apoyé las manos en los brazos de la silla para levantarme, pero a mi lado
pasó una mujer muy alta. Desde la posición en que me encontraba sólo podía
verle el vientre y los muslos, entonces se brotó en mi memoria un recuerdo de
la infancia. Era mi tío Carmelo quien se había casado con una extranjera, mi
tía Magda Welsh. Se habían conocido en un viaje que mi pariente hizo a Holanda
y al pasar a divertirse en la calle de los faroles rojos vio, como él decía, a
la muñeca más hermosa de todo Ámsterdam, en una vitrina y la compró. Bueno, mi
tío Ramón le propuso matrimonio en cuanto entró en el pequeño cubículo donde
ella trabajaba. Como ya estaba cansada de los amores falsos y no esperaba mucho
de la vida dijo que sí. Para nuestra familia fue muy raro que llegara el tío
con una extranjera.
Magda tenía padre inglés y madre española. Hablaba el castellano con acento
anglosajón y no dominaba mucho la lengua porque siempre rectificaba sus
palabras con comentarios en inglés y nadie la entendía. No era muy guapa. Su
largo pelo era castaño, tenía los ojos adormilados (bordo eyes), o engañosos
románticos (drowsy sleepy) de Bette Davis, según decía ella misma, pero su
atractivo no era eso, sino su altura. Yo tenía siete años cuando la conocí y la
veía enorme. Primero cuando se paraba al lado de mi tío Ramón, que sobrepasaba
apenas el uno sesenta, y luego a mi lado, pero yo era como su mitad. Me
abrazaba fuertemente a sus piernas y me refugiaba en el calor de su vientre. Mi
madre siempre me obligaba a soltarla, pero ella decía que estaba bien, que me
quería como si fuera su propio hijo. Magda era muy buena conmigo, lo malo es
que me pude deleitar muy poco con su ternura y sólo hasta que cumplí los ocho años.
Mi tío consiguió empleo en otra ciudad y se marcharon. Jamás los volví a ver.
Estaba
saliendo ya de la pubertad y tenía que prepararme para entrar al bachillerato y
este recuerdo me había abierto los ojos. Lo entendí todo de sopetón. José no se
había equivocado con lo de la astrología, sólo había herrado con la elección de
las mujeres. Había perdido el tiempo con las chaparritas y el trabajo había
sido inútil por la falta de entrega y deseo, pero ahora estaba clarísimo,
necesitaba una mujer alta. Tenía que encontrar la forma de unir esos abrazos de
mi infancia con unas caderas como las que acababa de ver. Me fui al baño, me
quité la camisa, la lavé con el shampoo para las manos y estuve secándola
durante media hora en el ruidoso secador. Fue tanto el ruido que la encargada
de limpiar los baños me amonestó dos veces diciéndome que lo iba a estropear.
Tuve que ponerme la camisa un poco húmeda. Volví a mi asiento y pedí otro café.
Tenía a unos cuantos metros a la mujer que rodeada de sus amigas contaba todo
tipo de historias. Inútil sería decirles que sobrepasaba en belleza a mi tía
Magda y que tenía mucho encanto. Llevaba un vestido entallado de color naranja,
su pelo era negro y liso, sus ojos azules, nunca había visto a una mujer con
esas características. Tenía la piel blanquísima como si toda ella fuera un
queso fresco, pero con una piel muy cuidada, sin manchas ni rugosidades.
Tendría unos treinta y cinco años y parecía sacada de una revista de modas con
su cara un poco infantil.
Supe su nombre por la mesera que se dirigía a ella como la señora
Sienkiewicz, ese apellido lo conocía por un escritor que había ganado el premio
Nobel con su novela Quo Vadis y sabía que era polaco, por lo que decidí que esa
hermosa mujer también sería de allí. Me quedé anonadado, no le podía quitar la
mirada de encima y cada vez más me sentía como el hombre menguante que se iba
reduciendo poco a poco. Eso me trajo una fantasía mientras veía como ella movía
las manos, contaba cosas ridículas con su voz de soprano y se reía como una
flauta. Me descubrí como el personaje de la película de Almodóvar en la que un
hombre muy pequeño está entre las piernas de una gigantesca mujer. Decidí que
lograría acércame la señora Renata Sienkiewicz costara lo que costara. En la
cafetería, la muchacha que me atendió me dijo que estaba casada con un famoso
empresario y que vivía en una de las zonas más prestigiosas de la ciudad.
Comencé a buscar información sobre el señor Sienkiewicz que le había dado su
apellido a la atractiva mujer. Encontré la dirección de su casa y fui a ver
dónde vivía. Era una zona muy bien vigilada y su casa era de dos plantas,
tenían un hermoso jardín con muchas flores y plantas y había una piscina. Me
fui en la moto que me prestó José y cuando estaba a punto de volver se me
ocurrió fisgonear en el buzón. Noté que algunas cartas sobre salían como alas
de paloma, cogí un sobre al azar y me fui. Encerrado en mi habitación leí la
carta de una empresa que le comunicaba a la señora Sienkiewicz que el jardinero
que se ocupaba de cuidar las flores estaba enfermo y no asistiría en una
semana. Esa noche soñé con ella, la vi desnuda en la playa, al día siguiente
estuve pensando todo el tiempo en ella y me la imaginé en la calle, en un
bosque, en la cafetería, en una cama. Me estaba volviendo loco llevaba tres
días de insomnio y la excitación me agitaba, perdí muchas fuerzas y el apetito.
De pronto se me ocurrió una idea genial. Llamaría para decir que se me había
asignado en lugar del otro jardinero y así tendría la oportunidad de verla. Llamé
y me contestó con su voz aguda. Las palabras no fueron muy agradables porque me
echó la bronca, pero para mí fue como un bálsamo curativo. Le prometí ir al día
siguiente a regar y podar las plantas.
Me levanté temprano y me fui en la moto de José, le prometí devolvérsela el
fin de semana, le conté que estaba consiguiendo un trabajillo y me dijo que lo
pensara mejor porque los exámenes de ingreso estaban a la vuelta de la esquina
y si no entraba al bachillerato empezaría a encaminarme al fracaso de la vida.
No le hice caso, pero por si las dudas cogí algunos libros para estudiar. Me
recibió una criada que me recordó un poco a Leticia, era más gordita y tenía la
misma estatura, hablaba muy rápido y se reía sin motivo. Me mostró el sitio
donde guardaban las herramientas, las mangueras y todo lo que se usaba para
tener el jardín en buen estado. Vi un overol gris y me lo puse, tuve que
doblarle las piernas y arremangarme para que me sentara bien. Fui a saludar a
la señora Renata y ella se extrañó de verme tan pequeño, pues con los tacones
que llevaba mediría un metro noventa y cinco. La tuve que mirar hacia arriba y
hablar más fuerte para que me pusiera atención porque estaba desconcentrada
pensando en algo. Me dio la orden de empezar y desapareció por el comedor.
Trabajé lo mejor que pude, el sol se había colocado en el centro del cielo y
hacía bastante calor. Llegó Marianita y me dijo que la señora me había mandado
un bocadillo y una limonada fría. Me senté en una banca que estaba cerca de las
tumbonas de la piscina y empecé a comer. Estaba feliz porque había encontrado
la forma de colarme y tendría la oportunidad de deleitar mis fantasías muy pronto.
Estuve repasando con la mirada el dormitorio, pero ella, no apareció, no se oía
ningún ruido, el único personal de la casa éramos Marianita, que estaba en la
cocina preparando algo, y yo. Había regado el césped y el agua refrescaba el
ambiente, el arma de yerba me hinchaba los pulmones. Terminé de comer y decidí
descansar un poco antes de continuar con las labores. Saqué uno de los libros
que llevaba y lo comencé a hojear. De pronto oí unos pasos. Era la señora que
venía con una especie de turbante en la cabeza y un bikini azul. Se recostó en
una tumbona y comenzó a leer una revista. Estaba a mi derecha y la miré de
reojo y noté que sus ojos estaban ocultos por unas gafas de moldura amarilla.
Pasaba las páginas con desgana y sorbía una bebida de color rosa. No sabía qué
hacer porque si permanecía más tiempo sentado, ella decidiría que ya había
terminado con las tareas y me echaría sin duda y; si hacía el resto que me
faltaba, al día siguiente ya no tendría mucho que hacer allí. Me levanté y
comencé a recoger las tijeras, las mangueras, la basura y luego me escondí en
la sombra.
Vi que Renata se quitaba el bikini y se echaba un chapuzón en el
agua. La impresión fue demasiado fuerte porque sentí un golpe que me sacó el
aire del estómago y un ardor me recorrió todo el vientre. Se me doblaron las
piernas. Era muy guapa, no tenía nada de grasa y su cuerpo era lampiño, el
color lechoso de su piel me hizo recordar el queso fresco de la primera vez que
la vi. Caí de rodillas. La vi nadando de un lado a otro de la pequeña piscina,
hizo unas inmersiones que me deslumbraron los ojos como flashazos. No sé cuánto
tiempo permanecí embelesado mirándola como si fuera una sirena. Salió del agua
y se tumbó para tomar el sol, pero sabía que no se quemaría, que estaba hecha
de carne blanca. Pasó una media hora y se levantó, caminó hacia donde me
encontraba y cuando estaba a un metro de distancia me dijo que, si podía
limpiar el tejado, se volvió para mostrarme el lugar y vi su espalda. El dolor
del recuerdo de mi tía me hizo caer desmayado. Desperté en el mismo sitio, pero
a mi lado estaba Marianita con unas toallas húmedas que me había puesto en la
frente. Tenía sangre en el pecho y supe que me había dado una insolación. Me
cambié de ropa y fui a pedirle disculpas a la señora Renata. Ella me disculpó y
me dijo que podía irme, pero que volviera al día siguiente para lo del tejado. Llegué a mi casa y me encontré a Leticia. Dijo que estaba arrepentida, que lo
del café había sido un accidente provocado por sus impulsos, pero que estaba
dispuesta a cambiar y ser más tolerante. Le prometí verla después y me excusé
diciéndole que tenía que estudiar.
Volví a dormir mal. Esta vez se me había aparecido la señora Sienkiewicz en
el mismo lugar donde me había desmayado, pero en lugar de caer en un estado
inconsciente, caía sobre ella. Su cuerpo era tibio, abundante y aromático. Me
deslizaba por su piel como si jugara en un tobogán, me sentía un niño,
escuchando la historia de mi tío sobre Magda, la muñeca de la vitrina de
Ámsterdam. Me abracé con todas mis fuerzas a Renata y comencé a gemir, maullar
y temblar. Me desperté y vi el reloj. Eran las nueve de la mañana, me duché y
salí volado en la moto.
Cuando Marianita me abrió con una sonrisa me saludó y me ofreció un café.
Luego vi al señor Sienkiewicz, tenía una bata de seda y se paseaba con el
teléfono discutiendo sobre unas inversiones. Pasó cerca de mí, pero no me puso atención.
Me fui a cambiar y subí al tejado para limpiar. Me hizo una señal Renata, me
indicó las escaleras que daban al techo y me dijo que había una horquilla en la
que podía sujetar mi cuerda de seguridad. Había muchas hojas en el tejado y
basura. No me pude explicar cómo habían llegado hasta allí. Cogí una bolsa y
comencé a meter todo lo que encontraba. Terminé pronto. Cuando bajé. El señor
Sienkiewicz ya se había puesto un traje elegante, se había puesto gel en el
pelo y se estaba despidiendo de su mujer. Me fui al almacén y saqué las cosas
para terminar el trabajo del jardín. Estuve podando las plantas, eché un poco
de insecticida donde descubrí algunas hormigas y fui a esconderme otra vez para
esperar a que saliera Renata en su traje de baño. Esta vez llevaba uno de color
rojo. Su piel contrastaba mucho con las prendas, se tumbó otra vez y estuvo
leyendo. Luego desapareció. Me acerqué a ver qué revista estaba leyendo. Tenía
abierta la sección de los horóscopos, leí un poco y cuando levanté la vista ella
estaba mirándome con benevolencia. Me preguntó por mi signo, le dije que era
geminiano, ella sonrió y dijo que era Aries. Agregó que éramos compatibles, la
miré para indicarle mi estatura, ella llevaba unas alpargatas altas, y se veía
enorme a mi lado. No dijo nada más, me retiré a terminar lo que tenía
pendiente.
Me llamó Marianita y me dijo que era viernes y que tenía la tarde libre. Me
dio instrucciones y me recomendó que me fuera cerca de las seis de la tarde. La
casa se quedó sola. No sabía qué hacer porque Renata no había bajado a nadar
desnuda, no quería espiarla porque si me descubría me echaría de su casa sin
dudarlo y no la volvería a ver. Me resigné a hojear mis libros al resguardo de
unos arbustos. Estaba viendo una tabla de fechas importantes de la historia
cuando oí su voz. Quería que moviera unas cosas en su habitación. Subimos y me
preguntó por qué me había desmayado al verla desnuda. Me puse rojo, pero sin
querer respondí contándole la historia de mi tío en Ámsterdam. La historia la
asombró y comenzó a hacerme preguntas. Parecía que su intuición le decía que yo
estaba loco por ella. Siguió guiándome con sus preguntas como si me aplicara el
método de Sócrates. La conclusión fue que me derretía de pasión por ella y me
moría de ganas por tocarla. Ella estuvo de acuerdo, pero me puso una condición
que era muy difícil de cumplir por causa de mi estatura. Probé todas las formas
imaginables, pero hiciera lo que hiciera siempre quedaba veinte centímetros
debajo de ella. Vi que en el balcón había unos maderos sobre los que
descansaban unas macetas. Quité las plantas, acomodé los maderos, ella se apoyó
sobre el filo del parapeto. Sentí la tibieza y humedad de su entrepierna, luego
comencé a moverme. Primero despacio y luego más rápido, Renata se fue haciendo
hacia adelante y se paró de puntas, precisamente en el momento álgido. De
alguna forma salí volando por los aíres, la sensación fue asombrosa y mis
gritos no fueron de angustia, sino de placer, el método griego para llegar a la
verdad me había desvelado la esencia de la vida y me había ayudado no sólo a
poseer a Renata, sino a encontrar mi afición por las alturas. Por suerte el
impulso que me dio la señora Sienkewicz fue suficiente para caer en la alberca.
No era la parte más profunda, por eso recibí un fuerte golpe en el pecho. Ella
bajó corriendo para ver si no me había descalabrado, pero cuando me vio salir
del agua sobándome el pecho respiró más tranquila. Cogió la bata que su marido
había dejado tirada y me dijo que sería mejor que me fuera.
No volví a usurpar el puesto del jardinero, pero seguí soñando con mi tía,
la señora Renata y muchas otras mujeres más. Aprendí con los años a seducir
mujeres altas dispuestas a experimentar sensaciones en las grandes alturas. Me
tiré de un puente entrelazado al cuerpo de una basquetbolista, tuve una
relación en las montañas mientras escalaba una roca de cincuenta metros de
altura, engatusé a una turista en el mirador de un rascacielos y pude gozar de
la compañía de muchas otras muchachas adictas a la altura, por último, formé un
club de amantes de la acrofilia.
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