Marco Antonio Pérez era un chicano descendiente de
una familia de hacendados en la ciudad de San Diego en el estado de California.
Como todo macho de origen mexicano tenía un carácter fuerte y la sangre le
hervía con facilidad, por eso desde pequeño llamó mucho la atención por sus
riñas y broncas. Era suficiente que alguien le llamara “Fucking Pocho” para que
sus puños se tornaran en rocas y, a la menor oportunidad, tumbara al imprudente
que pronunciara esas palabras de un impacto sordo y seco. Tenía tanto carácter
que los niños de tres o cuatro años mayores que él, le tenían pavor. Es que
golpeaba con los puños bien apretados, además tenía una puntería y rapidez para acertar en la
nariz, el mentón o el hígado que los
contrincantes que se le ponían “al tiro” se le derrumbaban en un dos por tres.
Lo peor de todo era que ni siquiera se daban cuenta del momento en que recibían
el golpe. Otra de las cualidades que tenía Marquito, que era como le llamaban
en su casa, salió a relucir un día que uno de los chamacos más traviesos del
barrio lo cogió desprevenido y le propinó una golpiza que no hubiera soportado
ni un hombre ya hecho. El chaval alevoso se llamaba Mauricio y era tres años
mayor que el pequeñito Marco Antonio. Para derribarlo, el malilla, le asestó
por la espalda un tremendo puñetazo directo a la nuca, Marco cayó al piso y se
levantó como si fuera un resorte, se puso en guardia y, un poco atontado y
desconcertado, recibió un recto a la nariz, un uppercut en la barbilla
y un swing en la cabeza, pero no se inmutó ni se rindió. Sangrando a
chisguetes por las fosas nasales y la boca, miraba fijamente a su agresor que
lo superaba en alcance y estatura por unos 15 centímetros. Así, el Rudito Mc
Pérez, como comenzaron a llamarle desde aquel fatídico día, se fue acercando al
“Mañoso”, que era el apodo de Mauricio, y le tiro con todas sus fuerzas un
golpe en el mentón que casi lo derriba.
Luego, por arte de magia, disparó el puño izquierdo al estómago del que ya no era un
contrincante sino un costal de arena flácido, sin guardia y con las piernas
tambaleantes como fideos. Se oyó un fuerte resoplido, primero, y luego un
impacto contra la tierra de la placita donde se habían reunido los partidarios
de Mauricio para celebrar el triunfo que les había prometido el cabecilla. Mas,
los que al principio habían vitoreado a su púgil, ahora permanecían en silencio con los ojos desorbitados e
incrédulos. Al ver que Mauricio tardaría algún tiempo en recuperarse, Marquito
le escupió en la cara y se marcho vociferando y limpiándose la sangre con el
dorso de la mano. Después de ese percance todos sabían que el diminuto Mc Pérez
no solo pegaba como patada de mula, sino que resistía los ataques como un toro.
Pasó el tiempo y por los gimnasios del barrio, y
luego los de todo el estado de California, corrió la sangre en riachuelos los
gimnasios y arenas por donde pasaba el joven Pérez que a los dieciocho años se
había convertido en un atleta carnicero e inmisericorde. En pocos años ya tenía
en su cuenta los campeonatos del ayuntamiento donde había nacido, el campeonato
de pesos ligeros del estado de California y el primer lugar de las
eliminatorias para participar en los Juegos Olímpicos.
Cuando derrotó al Pelirrojo Floyd Moore, que era el
boxeador más prometedor de todos los EEUU para representar la categoría de los
pesos wélter en las próximas olimpiadas, todos los entrenadores y promotores
del boxeo pusieron el ojo en el correoso e invencible Rudo Mc Pérez. La participación
que tuvo El Rudito en las Olimpiadas fue devastadora. Derrotó a todos sus
contrincantes por nocaut en el primero o
segundo round. El medallista de oro volvió
envuelto por la gloriosa aureola que le había dado su excelente
participación deportiva. Daba entrevistas en inglés y renegaba contra el país
vecino cuando le preguntaban por el origen de su apellido. Su familia estaba
feliz y orgullosa de él. Su padre, que se dedicaba a la venta de pollos
rostizados, decidió ampliar su comercio pidiendo un préstamo al banco. El día
de la inauguración de la nueva sala del restaurante familiar se develó una
placa de bronce con el nombre de Marco Antonio Pérez García “El Rudito Mc
Pérez”- Campeón de Boxeo. La decoración del local contenía una colección muy
buena de las fotos del exitoso púgil, y haciendo un recorrido desde la puerta
de entrada hasta el amplio salón de fiestas, que era el lugar más amplio y
lujoso del establecimiento, se podía ver toda la trayectoria boxística de Marco
Antonio. Su padre decía que el puro nombre que le habían puesto al hijo menor
de una familia numerosa ya olía a fama, que Marquito había traído al nacer la
fortuna debajo del brazo. El lugar estaba a reventar y todos los presentes se
morían de ganas por celebrar y comer a costillas del nuevo rico, pero tuvieron
que esperar a que se descubriera el mural que se había pintado en honor del
campeón olímpico. Un artista callejero de gran talento había cogido una foto
del periódico, donde aparecía el Rudito, y le propuso al pollero plasmar en un
muro el momento de la gloria de su hijo recibiendo su medalla olímpica dorada.
El resultado fue un fresco al estilo callejero pero con sorprendente equilibrio
y gusto, incluso alguien se atrevió a decir que habían copiado la geometría de
un mural de David Alfaro Siqueiros, lo cual hizo que se marcara una gran
sonrisa de satisfacción en la cara de Fernando Pérez Aguilar y su esposa Laurita dueños del local y
progenitores del campeón.
Pasaron los meses y los triunfos vinieron uno tras
otro, no había boxeador extranjero o americano que pudiera impedir el imponente
paso que llevaba el Rudo Mc Pe, como empezaron a llamarlo lo promotores, hacia
el campeonato mundial de los pesos wélter. El nuevo entrenador de Marco Antonio,
Ángel Dantés, estaba empeñado en que dejara de ser un matarife estático capaz
de matar un buey a golpes, para transformarse en un esgrimista-bailarín de la clase
de Sugar Ray Leonard o el mismísimo Cassius Clay. Al principio Mc Pe se negó
rotundamente a bailar y desplazarse sobre las puntillas de los pies. Las
primeras veces interpretaba los saltitos y alternancia de las piernas como una
cosa ridícula y lo interpretaba como una mariconada, pero poco a poco se fue
desentumiendo, sus piernas y cadera adquirieron más soltura y agilidad. Un día
sintió de pronto la aceptación del público que ahora no esperaba que le
destrozaran la cara antes de que derribara a sus rivales, sino la demostración
del boxeo defensivo y el ataque, además de los potentes impactos que hacían
desplomarse como tablas a los contrincantes. Se comenzaron a publicar artículos
sobre el nuevo representante del boxeo americano, se le nominó para boxeador de
la década y para eso se incluyó en una famosa revista de boxeo toda su trayectoria
pugilística.
Una ocasión, saliendo de su casa de dio de narices
con una vecinita que el siempre había recordado por su sonrisa de ángel. Se
llamaba Jane Díaz y tendría, según su cálculo, unos diecisiete años. Antonio
era un hombre de pocas palabras y nunca había tratado con mujeres, por eso se
estremeció cuando vio a tan solo un metro de distancia a una joven rubia de
ojos verdes, con un cuerpo tan atractivo
que hubiera dejado impávido al más atrevido de los hombres. Bajó la mirada y
quiso pasar de largo pero ella lo detuvo y le preguntó que si él era El Rudo Mc
Pérez, el contestó que sí, ella le dijo que lo admiraba mucho y que pensaba que
pronto sería el campeón de todas las asociaciones de boxeo. Él se sonrojó y sacó
fuerzas de lo más hondo de su ser para decirle tartamudeando que sería campeón
del mundo, sólo si ella, aceptaba casarse con él. Ella lo besó.
Un mes después se celebró la boda con aspaviento y
lujo en uno de los más caros restaurantes de San Diego. Asistieron grandes
personalidades del mundo de la farándula y el deporte. Se echó la casa por la
ventana y todos los periódicos publicaron en la primera plana de la sección de
sociales el gran acontecimiento. En las fotografías aparecía la pareja sonriente
y feliz.
Para cumplir la promesa que le había hecho a su
esposa, pues era un hombre de palabra, Marco se puso a entrenar como nunca y le
pidió a su promotor que formalizara lo que ya era inevitable: el encuentro con
el Súper Monarca de todos los cinturones de todas las organizaciones de boxeo
habidas y por haber.
Cuando llegó el día de la pelea, Marco Antonio salió
de los vestidores hacia el ring, pero antes de subirse al cuadrilátero, fue a darle
un beso a su amada esposa y le dijo murmurando -“El cinturón me lo pones tú”-,
y fue verdad, porque no pasó ni un cuarto de hora de riña cuando fue necesario
llevarse al ex campeón al hospital y declarar al Rudo Mc Pe soberano invencible
y dueño de todos los fajines del peso wélter. Jane, haciendo lujo de su gran
atractivo y de una hermosa sonrisa de felicidad, le puso el cinturón a su
cónyuge tal y como se lo había pedido.
En un pueblito mexicano de las montañas de la Sierra
Madre Occidental de nombre Aguaje, como la fruta que crece en regiones
tropicales y húmedas, había también un
boxeador que pronto se cruzaría en el camino de Marco Antonio. Mientras el
monarca disfrutaba de la fama, la admiración y el cariño de los americanos, Chava
Valdés, que era como se le conocía al gladiador mexicano, corría por las
cuestas y pendientes de las montañas para luego dedicarse más de dos horas a
cortar leños y transportar cargas pesadas sobre su espalda.
Salvador Valdés Chávez entrenaba en un pequeño gimnasio
de su pequeño pueblo chihuahueño y un día se lo llevaron para disputar el
campeonato nacional y lo ganó. Luego, se fue a disputar el puesto de retador
oficial del campeón de la Asociación Mundial de Boxeo (WAB) y de la Asociación
Internacional de Boxeo (IFB). Tuvo que enfrentarse al invencible, hasta ese momento,
Steve Cazamayó originario de Puerto Rico. En un encarnizado combate, Salva ganó por decisión dividida de los jueces con
la mínima diferencia de un punto y se convirtió de la noche a la mañana en el aspirante
oficial al título mundial supremo.
El encuentro entre
Rudo Mc Pe y Cara de Piedra Valdés se fijó para el 16 de septiembre, y fue
tal vez un error o tal vez un presagio, porque Salvita Valdés iría preparado
como nunca y con hambrienta sed de victoria. Triunfo o muerte, era su consigna.
Llegó el momento tan esperado y decisivo, en el Madison
Square Garden había dieciocho mil almas expectantes esperando el inicio de la
riña. Tocaron el himno nacional mexicano interpretado por un grupo de mariachis
y un charro adorado en todo el Mundo, que se había ofrecido para cantar gratis
porque sabía que si él iba a decirle a “Cara de Piedra” que todo México estaba
con él, entonces el ídolo mexicano ganaría por puro orgullo patriótico. Luego, se ejecutó magistralmente el insigne y
celebre himno de EE.UU que cantó una de las estrellas de color más distinguidas de América del Norte.
El réferi llamó a los peleadores al centro del
cuadrilátero para darles las instrucciones habituales, Marco no miró
directamente hacía la cara de su retador, pero tampoco bajo la mirada, bien
sabía que nunca se debe ver de frente al retador antes de comenzar la riña
porque eso puede desorientar, engañar o crear falsos juicios, incluso lástima.
Lo que vale es que le vas a dar una tunda al osado que se ha atrevido a medirse
contigo, -se decía Mc pe a sí mismo-, eso lo sabían todos.
Salva
estaba tranquilo e inmutable, su cara de guerrero azteca lo hacía parecer una
estatua de bronce, además tenía una expresión del rostro férrea e
inexpresiva, quizá milenaria y oxidada por el viento de las montañas. Tenía
una cicatriz en el pómulo izquierdo que parecía una grieta, era la marca
que le habían dejado unos enemigos después de haberle atacado con un machete
cuando transportaba una carga de leña.
Sonó
la campana y comenzó el primer asalto. El campeón salió disparado y dispuesto a
terminar con su adversario, el cual comenzó a dar vueltas como cangrejo. Marco
Antonio giraba, revoloteaba, recorría cientos de veces los rincones de la lona,
y al mismo tiempo, iba soltando sus mortales golpes rectos, ganchos, jabs,
uppercauts y volados, pero Chava no daba muestras de dolor, parecía que ni
siquiera percibía los golpes que le propinaban. Al término de los primeros tres
minutos Mc Pe solo recibió cuatro impactos, muy dolorosos claro, pero no era
nada en comparación con lo que él le había recetado a la Piedra Valdés.
Fueron
avanzando los asaltos y, poco a poco, al Rudo Marco le surgió la sensación de
que tenía enfrente a un guerrero jaguar de la época del imperio Azteca, algo le
dijo en el fondo que esa era también su esencia; que él había surgido de la
misma tierra con las mismas cualidades de los minerales; que su carácter y su
fuerza venían de los más profundo del maíz, los frijoles y el chile. De pronto
tuvo miedo, sudó frío. Había comprendido que la vida le había puesto un reto
que no podría superar porque mientras él cambiaba la lucha a muerte por el
baile y la gimnasia, Salva había seguido luchando en la guerra. Valdés no había
parado de combatir la adversidad, había seguido guerreando contra todo tipo de
enemigos e invasores, en cambio el se había dormido en sus laureles. Gozaba de
las comodidades y el reconocimiento que le daba la fama y una Nación de cuento
de hadas que convertía a cualquier anuro en príncipe. Se reprochó el no haber
parado a tiempo: el no haber despertado del paradisiaco sueño americano.
A
la altura del octavo round, Cara de Piedra ya era un Jaguar armado de cuchillos
de obsidiana, su cuerpo era de jade con tonos rojizos y en la cabeza llevaba un
plumaje psicodélico que se balanceaba de forma hipnótica y cuando disparaba los
golpes se oía el sonido de un cascabel. Marco Antonio se desmoronó en el
noveno. Cayó y no se pudo levantar a la cuenta de diez, sus ojos estaban perdidos
y veían como en una pesadilla que sobre el volaba la sombra de un águila que se
disponía a devorarlo.
En
la rosticería del señor Fernando Pérez García imperaba el silencio, la
gente se había quedado con el pollo masticado a medias en la boca, se miraban
unos a otros con sorpresa, el televisor parecía haberse congelado y solo
mostraba la imagen del cuerpo tendido del ex campeón. Una lágrima de plomo
caliente recorrió la mejilla de la Señora Pérez, que no sabía si lamentaba más
que su hijo estaba inconsciente en Las Vegas, o que habían perdido el titulo y
honor de la familia. Todo mundo gritaba maldiciones contra el maldito mexicano
que se había atrevido a llevarse el fajín de incrustaciones, joyas y escudos
que avalaba la certificación de soberano de los pesos livianos del Mundo, a
México. Entre tanto alarde, furia y lágrimas, un espalda mojada cansado y
viejo, cuarteado por el trabajo de la pisca y la mala vida de brasero, sonreía
con satisfacción y sus ojos mutilados por el sol de los campos miraban con
ilusión un firmamento inexistente mientras sus labios repetían con un dulce y
embriagante susurro “Se ha hecho justicia, se ha hecho justicia, Virgencita de
Guadalupe”.
Juan Cristóbal Espinosa Hudtler
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